Escribo este artículo en un ordenador que tiene la pantalla rota. Las grietas se extienden por las palabras del mismo modo que una tela de araña sobre las caras en un espejo partido. Acepto la metáfora. Hay imágenes que lo ensucian todo, que lo parten todo, que deforman cualquier realidad. Por ejemplo la imagen del contenedor de un camión, en una carretera de Austria, con los cadáveres de 71 refugiados. Por ejemplo, un mar con cientos de ahogados.
Las catástrofes naturales suponen siempre una invitación al progreso. Necesitamos esperar del futuro los recursos y la voluntad para encauzar la dinámica de la vida, organizar la sociedad y hacer menos peligrosos los huracanes y los terremotos. Se trata de seguir avanzando, de ampliar lo que ya se tiene.
Las catástrofes de origen social, por el contrario, rompen el espejo y provocan una negación del progreso. Ya no se trata de afinar nuestros instrumentos, sino de quedarse en el aire, situados frente a frente con el vacío. Un campo de concentración, un genocidio, un camión con 71 cadáveres, un mar de muertos provocan el temblor de un edificio que está a punto de caerse. Provocan también la conciencia sentimental de que el edificio debería caerse, porque no es otra cosa que la máscara de una escombrera.
En estos días maldigo una de mis palabras fundamentales: ciudadano.
Siento rabia hacia ella, porque hay decepciones que no se pueden perdonar. La sociedad inventa máquinas, pone en marcha, coches, centrales eléctricas, aparatos de rayos X, relojes, cohetes… La sociedad tiene también invenciones morales. Cuando los seres humanos eran siervos, inventaron la palabra ciudadano para definir su libertad y su igualdad ante la ley. El concepto de ser humano se apartaba del servilismo y legalizaba los derechos de un respeto merecido. Por eso la invención moral de la ciudadanía tiene sentido si aporta una mejoría y si implica una defensa de la dignidad del ser humano. Involucra al Estado democrático en esa defensa.
Pero las fronteras, las aduanas, las policías del mundo, las nuevas formas de colonialismo y la xenofobia tardaron poco en comprender que la ciudadanía era un concepto de doble filo. Aquel que no tiene la suerte de alcanzar la condición de ciudadano corre el peligro ser tratado como un animal, desfigurando su valor humano. Es decir, la ciudadanía deja de ser un avance legal en la consideración primordial del ser humano, se convierte en un arma discriminatoria y en una justificación de maltrato para las personas no amparadas por las leyes.
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Un ser humano nunca es ilegal. La perversión del concepto de ciudadano desemboca en leyes de extranjería que tratan a muchos hombres y mujeres como si fuesen seres humanos ilegales. Un pensamiento jurídico progresista es aquel que reduce al máximo las grietas que se pueden producir entre los derechos del ser humano y los derechos del ciudadano. En la Europa reaccionaria que hemos creado, mercantilista, neocolonial, despiadada, gobernada por fieras que tienen el poder sin presentarse a las elecciones y por hienas que sí se presentan y hacen el paripé de tener poder, la distancia abierta entre el ser humano y el concepto de ciudadanía alcanza dimensiones catastróficas.
La señora Angela Merkel hizo llorar hace poco a una niña palestina. Con toda la sinceridad de su mundo le explicó ante las cámaras de televisión que no iba a tener las mismas posibilidades ni los mismos derechos que una niña alemana. La falta de piedad forma parte del avance tecnológico sin corazón humano. Hace un año vimos a policías españoles disparar contra unos náufragos ilegales para que no pisasen la playa de Ceuta. Son imágenes que rompen el espejo, que extienden una tela de araña sobre las palabras y la pantalla del ordenador, que dejan sin sentido los cálculos y las cuentas, las tradiciones y las leyes, las constituciones y las sociedades. Escribió Adorno que después de Auschwitz no era posible escribir poesía. En realidad sólo es posible escribir poesía. Escribir y escribir después de que la ciencia desemboque en una cámara de gas. Escribir poesía después de ver un contenedor con los cadáveres de 71 refugiados. Escribir para lanzar un grito y una maldición sobre las fronteras y los pasaportes, para no sentirse parte de ninguna ciudadanía, para ponerse de forma incondicional del lado de los seres humanos. Escribir poesía como una consecuencia última de la asfixia.
Acepto las dificultades legales, políticas y económicas de la completa libertad humana de movimientos. Acepto menos la falta de solidaridad de los Estados europeos y el filo cortante de sus leyes de extranjería. Y, en cualquier caso, estoy convencido de que un mundo sin libertad de movimientos no es más que la máscara legal de una escombrera dominada por el crimen, la desigualdad y la avaricia.
Escribo este artículo en un ordenador que tiene la pantalla rota. Las grietas se extienden por las palabras del mismo modo que una tela de araña sobre las caras en un espejo partido. Acepto la metáfora. Hay imágenes que lo ensucian todo, que lo parten todo, que deforman cualquier realidad. Por ejemplo la imagen del contenedor de un camión, en una carretera de Austria, con los cadáveres de 71 refugiados. Por ejemplo, un mar con cientos de ahogados.