Me levanto de la cama para ir al cuarto de baño sin encender la luz. La oscuridad de la noche es un reino absoluto, pero avanzo sin miedo a tropezar con los muebles. Conozco bien los caminos de la ceguera, sorteo con facilidad los pequeños accidentes en el suelo de la habitación. No quiero despertarme del todo, prefiero caminar a tientas para volver pronto a las sábanas y al sueño. Piso un pantalón, rozo con el pie el silencio de un zapato, adelanto la mano para comprobar la distancia de la pared. Reconstruyo en mi cabeza la habitación, la cama, la cómoda, la butaca, el tabique que debo doblar. Localizo con los dedos el picaporte con una prudencia que es maquinal, un cuidado sin prevenciones.
Al abrir me encuentro en la precipitada cabina de una avioneta. Estoy atado por un cinturón de seguridad que parece una camisa de fuerza. Veo un bosque, sobrevuelo un pueblo, una iglesia, una carretera con coches, una fábrica con chimenea que arroja al cielo su largo pañuelo de humo. El ruido del motor tiembla por encima de un mundo que debiera resultar pacífico, igual que un dibujo infantil con tejados, árboles y animales. No sé si acabo de despegar o si busco una pista de aterrizaje, si estoy en una excursión para turistas o en un compromiso de trabajo, si voy a apagar un fuego o a lanzar algún producto químico sobre el campo. Me incomoda la duda, me gustaría saber qué hago en esta avioneta que de pronto cae en picado lejos de mi casa y de mi dormitorio.
Ver másRecuerdo de Mario Benedetti
La tierra se acerca con un vértigo amenazador, no puedo controlar la situación, no obedecen los mandos. Me resigno con una extraña tranquilidad al desenlace. Voy a estrellarme, voy a estrellarme, voy a estrellarme, lo sé y lo digo, pero la idea que repito no nace de la desesperación, sino del balanceo soleado de un cuerpo que flota en el mar. El agua está en calma, el bienestar de la piel diluye la conciencia, los músculos no saben si se mueven vivos o muertos, si pertenecen a un nadador que descansa sobre las olas pacíficas o al cadáver de un ahogado. Da igual, son modos distintos de fundirse con lo inevitable, de desaparecer en el abrazo infinito del universo.
Me hundo. Y no entro en la lentitud del tiempo submarino, sino que me veo envuelto por el tumulto de una cisterna. Una desorientación sucesiva me invita a dejar de pensar. La espuma discute consigo misma y con las paredes del vacío. Caigo hacia dentro por una tubería, un pozo profundo que compite con la altura de un rascacielos, el viaje de un suicida. Siento que debería recorrer las mejores escenas de mi vida, que hubiera estado bien dejar una carta, una explicación, darle un sentido a este modo acrobático de decir adiós. Pero no me da tiempo a arrepentirme de nada, ni siquiera cuando cruzo delante de mi balcón y veo mi cama y mi ropa en el suelo, porque la caída no me lleva a la nada, al olvido del paraíso o el infierno, sino a los acordes de una guitarra. La música me toma en brazos y evita que me golpee contra el suelo. Observo a un artesano que acaricia la madera y examina con cuidado el instrumento que acaba de hacer. No sabe de mi presencia, pasa la mano por las cuerdas, las pulsa y confirma el orgullo de su trabajo, los cuidados de su oficio, el logro de su paciencia y sus atenciones. Esta guitarra suena bien, esta guitarra suena bien, esta guitarra suena bien…, se repite.
Está contento. ¿Y a mí que me pasa? No lo sé, tengo que descubrirlo porque envidio su alegría. Igual asisto al naufragio de mi identidad, mis deseos, mis oportunidades. Decido espiarme, poco a poco me acerco al ojo de la cerradura, miro hacia el otro lado. Hay luz, alguien duerme, sobre la mesa de noche un libro, La palabra del mudo, del escritor peruano Julio Ramón RibeyroLa palabra del mudo. Mi próximo cumpleaños coincidirá con el 25 aniversario de su muerte.
Me levanto de la cama para ir al cuarto de baño sin encender la luz. La oscuridad de la noche es un reino absoluto, pero avanzo sin miedo a tropezar con los muebles. Conozco bien los caminos de la ceguera, sorteo con facilidad los pequeños accidentes en el suelo de la habitación. No quiero despertarme del todo, prefiero caminar a tientas para volver pronto a las sábanas y al sueño. Piso un pantalón, rozo con el pie el silencio de un zapato, adelanto la mano para comprobar la distancia de la pared. Reconstruyo en mi cabeza la habitación, la cama, la cómoda, la butaca, el tabique que debo doblar. Localizo con los dedos el picaporte con una prudencia que es maquinal, un cuidado sin prevenciones.