La lectura es una buena forma de pasar el tiempo porque no enseña a esperar. No se trata de matar el tiempo, una expresión antipática, agresiva, impotente. Nos escandaliza el sentimiento una matanza de niños, mujeres y ancianos, porque no tienen uniforme. Pero incluso matar a gente con uniforme, ya sea el militar o el de preso condenado por los tribunales de justicia, es el síntoma de un fracaso, el naufragio de un contrato social que aspiraba a escribir el destino optimista de una comunidad. Los pueblos que quieren salvarse a través de una matanza están tan perdidos de sí mismos como las personas que ya no pueden pensar con optimismo en la dignidad de su futuro. Saber esperar no significa matar el tiempo, sino hacerte en lo posible dueño del tiempo que pasa, mantener los ojos atentos hacia una puerta, la de un bar, un tren, una oficina o una casa, la puerta que puede abrirse para que entre la noticia o la persona capaz de cambiar el rumbo de lo que parece sentenciado.
El novelista Luis Landero es un maestro a la hora de crear personajes. Acaba de publicar La última función (Tusquets, 2024), una obra que tiene como principal argumento la sabiduría humana de los matices, historias, ilusiones, desengaños, verdades a medias, mentiras a medias, idas y vueltas que caben en una persona. La lectura es una buena forma de comprender el peligroso empobrecimiento del mundo que imponen las malas caricaturas, las dinámicas sociales en las que se fundan los odios y los desprecios, aquellos impulsos que nos empujan a matar. Simplificar la imagen del malo, ya sea un político, un migrante o alguien que responda a una identidad diferente, supone convertir al bueno en un ser capaz de comportarse con deshonestidad.
La escritura es una forma de hacerte dueño de la imaginación, una resistencia ante las simplificaciones pesimistas del mal
No está el mundo para ser optimistas, pero la novela de Luis Landero consigue imaginarse un final feliz para la última función. Nos cuenta la historia de un pueblo de la Sierra de Madrid que está condenado a quedarse vacío. Sus tradiciones se pierden, sus gentes necesitan escaparse a la ciudad, sólo queda el coro de recuerdos de los viejos del lugar. Aunque también deben irse, en el equipaje de su despedida se llevan lo que un día vivieron antes de la desaparición de su comunidad, el tiempo en el que los vecinos y los visitantes celebraban sus fiestas con la representación del “Milagro y la salvación de la Santa Niña Rosalba”, un duelo entre la maldad del demonio y la bondad de la inocencia humana.
En el recuerdo de esos viejos entra la capacidad del escritor para mirar con atención a sus personajes. Tito Gil es un hombre maduro que quiso ser actor y rodó por el mundo y por sus propias ilusiones, sin mucha suerte, pero también sin muchas tragedias, hasta volver al pueblo en el que fue niño. Paula es una mujer que poco a poco se dejó atrapar por las rutinas y los sometimientos que la sociedad suele imponer sobre las mujeres. Todos merecemos respeto porque todos somos una medianía. Somos mucho, porque no somos nada. Tito y Paula son rodeados por amigos, parejas, compañeros de trabajo, guardias municipales, conocidos, desconocidos, en un mundo que es una larga enumeración de nombres propios, oficios, estaciones, ciudades, camas, amaneceres, anocheceres, aquello que puede estar quieto en una habitación o salir y entrar por una puerta. El mundo es una enumeración y los personajes también porque, más allá de las simplificaciones, en una persona caben muchas formas de ser, de estar, de sentir, de temer, de resistir, de amar o de acostumbrarse al desamor. La maestría con la que Luis Landero mira en el interior de la vida común lo convierte en un maestro a la hora de crear personajes. No hay que ser un héroe para merecer compasión o respeto.
La escritura es una forma de hacerte dueño de la imaginación, una resistencia ante las simplificaciones pesimistas del mal. Paula puede quedarse dormida en un tren, Tito puede volver al pueblo en el que fue niño, el argumento puede facilitar una historia de amor. El pueblo quedará vacío y la comunidad no podrá salvar su futuro con la celebración de la fiesta, porque la vida es un negocio que no cubre gastos. Pero los lectores aprendemos a esperar y, sobre todo, aprendemos a conocer por dentro la humanidad de cada personaje, la dignidad de cada persona, el sentido último de los derechos humanos. Que Paula y Tito se enamoren y comiencen una nueva vida supone un final feliz, un modo de seguir negociando con nosotros mismos y con la palabra esperanza. No es que seamos dueños de nuestros destinos, pero sí conviene, frente al mal y al bien, que nos tomemos en serio nuestra forma de ser.
La lectura es una buena forma de pasar el tiempo porque no enseña a esperar. No se trata de matar el tiempo, una expresión antipática, agresiva, impotente. Nos escandaliza el sentimiento una matanza de niños, mujeres y ancianos, porque no tienen uniforme. Pero incluso matar a gente con uniforme, ya sea el militar o el de preso condenado por los tribunales de justicia, es el síntoma de un fracaso, el naufragio de un contrato social que aspiraba a escribir el destino optimista de una comunidad. Los pueblos que quieren salvarse a través de una matanza están tan perdidos de sí mismos como las personas que ya no pueden pensar con optimismo en la dignidad de su futuro. Saber esperar no significa matar el tiempo, sino hacerte en lo posible dueño del tiempo que pasa, mantener los ojos atentos hacia una puerta, la de un bar, un tren, una oficina o una casa, la puerta que puede abrirse para que entre la noticia o la persona capaz de cambiar el rumbo de lo que parece sentenciado.