De fiesta también se lucha

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En Chueca hay fiesta, pero en un puñado de países se mata a los homosexuales. Se escuchan voces de queja sobre el excesivo folclorismo, la supuesta frívola superficialidad de la fiesta del Orgullo que este año colorea más que nunca el centro de Madrid, pero a unos cuantos cientos de kilómetros al sur hay gente en la cárcel por homosexual. Se ven más los gestos desinhibidos y las expresiones de identidad que lo que tienen detrás: hay hileras de árboles de cuerpos esculpidos y banderas arcoíris que puede que acaso oculten el bosque de dolor y desventura en que millones de seres humanos viven en todo el mundo por su condición sexual. Pero son precisamente ellos, los que sufren, los marginados, los que están en peligro de muerte por intentar vivir su sexualidad, los que dan sentido a esta liturgia vistosa en lo estético, pero profundamente reivindicativa, y desde luego necesaria. De hecho, el sonoro colorido de la fiesta es una de las herramientas más útiles para sembrar conciencia, porque despierta la atención y eso es el primer paso para dar vida al pensamiento.

Bienvenida sea, por tanto. Bienvenidas las carrozas, los bailes, la fiesta y el exceso, porque de todos ellos sale la toma de conciencia. El orgullo que estos días se palpa en Madrid, que este año es capital mundial, es celebración por el camino andado, por el progreso de ese medio mundo, sobre todo Europa y los países del hemisferio norte, Australia y algunos americanos, donde los derechos están abiertamente reconocidos por la ley. Pero también de reivindicación porque todavía hay 72 países del mundo en los que se criminalizan las relaciones homosexuales, según el último informe Homofobia de Estado de la Asociación Internacional de Lesbianas, Gais, Bisexuales, Transexuales e Intersexuales, que recuerda también que en ocho de ellos te matan por ello.

Ahora bien, ¿es sólo esa mirada la que hace necesaria la reivindicación y la fiesta? ¿Aquí en el confort del occidente libre nos podemos sentar tranquilamente a descansar?

Probablemente no.

A menudo la ley adelanta a la costumbre con vocación de abrir camino y muestra las huellas de lo que aún hay que cambiar. Y entonces se ven formas y actitudes que se aceptan socialmente, comportamientos o comentarios que se ríen como gracietas, tratos y expresiones que expresan y alimentan la homofobia. Ese chiste, ese comentario, ese juicio, esa condena en la que todos podemos pensar ahora mismo y que está en la escena de muchas vidas cotidianas.

En la España plural, mediterránea y colorista tenemos mucho de esto todavía: lo que en zonas urbanas se considera normal en pueblos es una condena o un castigo. Homosexuales de pueblo, ciudadanos en no pocos casos marginados por el sentimiento de vergüenza de su familia. Eso pasa todavía. Como la marginación o el rechazo más o menos sutil a los transexuales en ámbitos supuestamente más abiertos o tolerantes: una cosa es ser homosexual y la otra modificarse el cuerpo para irlo aproximando a la realidad sexual. Aceptamos, y no todos ni siempre, la opción de atracción por el mismo sexo, pero se ve menos tolerancia hacia quienes reivindican una sexualidad distinta a la de un cuerpo en el que se sienten atrapados.

E inquieta la actitud de los que vienen detrás. Porque del mismo modo que se detectan ya comportamientos machistas, en algunos casos violentamente machistas, en la adolescencia, se puede observar en cualquier patio de colegio cuál es la actitud de los chicos hacia quienes empiezan ya a manifestar su diversidad: bromas y burlas cuando no agresión y marginación.

Obviamente no es general, y puede que incluso sea una falsa impresión de un simple observador atento, pero también a nosotros, los de las leyes progresistas que garantizan la libertad sexual, nos queda camino por recorrer. El más complicado y seguramente más lento de cambiar. No hemos conseguido desterrar del ánimo de gran parte de la sociedad la mirada a la diversidad como algo extraño o incómodo, o hasta digno de lástima.

Por eso tiene sentido todo este folclore del Orgullo mundial, con sus fastos y sus brillos. Por eso hay que celebrarlo, convertir, como dice Boris Izaguirre, la fiesta en reivindicación y la reivindicación en fiesta. Por eso hay que entregarse o, si quiere usted desde la distancia, admirar o al menos respetar ese movimiento humano que singulariza este fin de semana España y en particular su capital. Porque es la forma de levantar la mano, de llamar la atención, de dejar sentado que por muchas leyes que tengamos aún son muchos los monolitos que el avance deja atrás y que también hay que derribar.

Y si nos lo decimos bailando y de fiesta, eso que nos llevamos.

En Chueca hay fiesta, pero en un puñado de países se mata a los homosexuales. Se escuchan voces de queja sobre el excesivo folclorismo, la supuesta frívola superficialidad de la fiesta del Orgullo que este año colorea más que nunca el centro de Madrid, pero a unos cuantos cientos de kilómetros al sur hay gente en la cárcel por homosexual. Se ven más los gestos desinhibidos y las expresiones de identidad que lo que tienen detrás: hay hileras de árboles de cuerpos esculpidos y banderas arcoíris que puede que acaso oculten el bosque de dolor y desventura en que millones de seres humanos viven en todo el mundo por su condición sexual. Pero son precisamente ellos, los que sufren, los marginados, los que están en peligro de muerte por intentar vivir su sexualidad, los que dan sentido a esta liturgia vistosa en lo estético, pero profundamente reivindicativa, y desde luego necesaria. De hecho, el sonoro colorido de la fiesta es una de las herramientas más útiles para sembrar conciencia, porque despierta la atención y eso es el primer paso para dar vida al pensamiento.

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