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Las otras fotos

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Alexandra Gil

Tenía yo una amiga en París que nos dejó de piedra cuando, al enviar la invitación a su boda, la acompañó de una exigencia sin paños calientes: que los acompañantes que no fueran novios serios, oficiales y con expectativas de una vida en común (no quieres tú poco) no asistieran a su festín. Algunos, los más audaces, vieron en el veto una oportunidad para enroscarse la corbata en la cabeza y no hicieron más preguntas. Aquella noche, la barra libre fue el premio de los menos curiosos. Otros, los más preguntones, buscaron respuesta a sus ansias de acudir emparejados. “Si no son vuestros novios oficiales, no quiero que vengan, porque no quiero mirar las fotos de mi boda dentro de diez años y preguntarme qué narices hacía yo vestida de novia posando con ese tío”.

Debo admitir que he tardado varios años en comprenderlo. La imagen de la que tanto se ha hablado esta semana me ha ayudado mucho. Esa foto carajillera destilando olor a perfume de señores que ignoran (cuando no maltratan) a la mitad de la población. Una foto a la que, además del olor, es fácil poner una banda sonora: un runrún constante de hombres cortándose la palabra entre ellos, quizá terminándose las frases mutuamente, el mansplaining definitivo; hablando unos por encima de otros; uno atrapa una jarra de agua y da la vuelta a las copas. “¿Te pongo agua?” “Soy más de vino!” [Suena una palmada en la espalda] “¡Ya habrá tiempo de tomarse unos vinos!”, podrían estar diciéndose. Se ríen a mandíbula suelta. Algo empieza. Saben que esas caras que hoy son nuevas serán familiares dentro de poco. Todos tienen la boca seca. ¡Qué instante histórico! Sillas moviéndose por el nerviosismo del momento y por las prisas en el acomodo. Carraspean entre risotadas testosterónicas, celebrando en un murmullo triunfalista estar emulando, al dedillo, "Escena de taberna con dos hombres y una mujer", de Velázquez.

Bueno, no. Al dedillo no.

Esa foto carajillera destilando olor a perfume de señores que ignoran (cuando no maltratan) a la mitad de la población

Lo malo de las fotos feas es que retienen toda nuestra atención y, de forma inconsciente, dejamos que vayan muriendo en un cajón aquellas en las que salimos resplandecientes. Y España, no lo vamos a negar, ha salido tan guapa en tantas fotos en los últimos años, que sería una pena cederles el honor de definirnos con una instantánea tan burda. Porque no somos eso.

Curiosamente, muchas de las imágenes que han marcado los últimos años las protagonizan mujeres. Araceli, la primera mujer en recibir una vacuna al Covid-19; Luna abrazando a un migrante deshidratado recién salido del agua; Sara García, la primera mujer española aspirante a viajar al espacio.

Otras fotos contradicen de un plumazo todas las soflamas tuiteras instaladas en el odio: los vecinos de Órzola, (Lanzarote) que saltaron al mar a la luz de sus móviles en medio de la noche para salvar a 36 migrantes que nadaban a duras penas tras ver su patera hundirse; los españoles conduciendo sus propios coches, taxis, camiones, a la frontera con Ucrania para ayudar a los refugiados que huían de los ataques rusos; miles de familias eligiendo conocer en profundidad España en aquel verano post- pandémico, para ayudar al sector hotelero. Roma podía esperar: entonces tocaba “hacer gasto” en casa; Ibrahima y Magatte, dos senegaleses en situación irregular que no dudaron en cubrir con sus cuerpos al joven Samuel mientras el odio le arrebataba la vida a golpes en Coruña. Les molieron a palos pero no se movieron de allí; la desesperación del director técnico del Plan de Emergencias Volcánicas de Canarias, rogando dos semanas después de la erupción del Volcán en La Palma que dejásemos de enviar ropa, que no daban abasto con tanto gesto de solidaridad; aquel ciudadano marroquí que trepó por la fachada de un edificio de Zaragoza para salvar a una mujer que, desde la ventana, pedía auxilio mientras su marido intentaba estrangularla con la cuerda de la persiana.

Violencia intrafamiliar, lo llaman ahora los de la foto.

Sí, esta semana lo entendí todo. La política, como las bodas, te sentará en mesas incómodas, te forzará a soportar anécdotas de un tipo al que mirarías de reojo y no darías ni los buenos días en la fila del pan; te obligará a amagar una sonrisa a regañadientes, a tratar con verdaderos imbéciles. Pero en el momento de la verdad, cuando el más espabilado agarre la cámara de fotos y la cosa se ponga seria, tendrás en tu mano asumir que estuviste allí e inmortalizar el momento, o levantarte de la mesa.

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Alexandra Gil es periodista, especializada en radicalización violenta y extremismos, autora de 'En el vientre de la yihad' (Debate).

Tenía yo una amiga en París que nos dejó de piedra cuando, al enviar la invitación a su boda, la acompañó de una exigencia sin paños calientes: que los acompañantes que no fueran novios serios, oficiales y con expectativas de una vida en común (no quieres tú poco) no asistieran a su festín. Algunos, los más audaces, vieron en el veto una oportunidad para enroscarse la corbata en la cabeza y no hicieron más preguntas. Aquella noche, la barra libre fue el premio de los menos curiosos. Otros, los más preguntones, buscaron respuesta a sus ansias de acudir emparejados. “Si no son vuestros novios oficiales, no quiero que vengan, porque no quiero mirar las fotos de mi boda dentro de diez años y preguntarme qué narices hacía yo vestida de novia posando con ese tío”.

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