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El pasado martes 19 de octubre, el Consejo de ministros aprobó el Real Decreto 903/2021, por el que se reforma el Reglamento de la Ley de Extranjería, mediante nueve proposiciones, encaminadas a facilitar la situación de legalidad de los menores inmigrantes tutelados y su inserción laboral. En efecto, esos menores, a los que España, en cumplimiento de las exigencias de la propia legalidad y de la legalidad internacional, debe ofrecer y ofrece un régimen de protección en tanto que menores, se encontraban hasta hoy ante un cúmulo de dificultades cuando cumplían su mayoría de edad. Barreras que convertían en un laberinto el lógico objetivo de hacer efectiva su situación legal y acceder al mercado laboral. Es decir, poder realizar un proyecto como el que todos tenemos: vivir y trabajar dignamente. Esta decisión del Gobierno ha sido objeto de diferentes interpretaciones y comentarios.
Los hay, por ejemplo, que han subrayado, en clave de política partidaria, que la reforma ha sido una victoria del equipo del ministerio que dirige Escrivá, que sostenía este proyecto frente a las reticencias del ministerio del Interior. Que ha habido tensión dentro del Gobierno y no sólo entre los socios de la coalición, sino entre dos ministerios que corresponden al socio mayoritario, resulta difícilmente discutible. Y no tiene nada de extraño, ni es necesariamente negativo. Es normal en un gobierno plural, con ministros más conservadores, más partidarios del discurso de seguridad y control de fronteras, como el de Interior y otros de perfil técnico y más abierto, más atentos a las oportunidades que el reto migratorio comporta, como el de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones. En realidad, esa tensión está presente hoy en cualquier gobierno de centroizquierda (no en los de derecha, monotemáticamente consagrados al discurso de orden púbico y a la estigmatización de la migración), porque no hay ninguno que pueda permitirse dejar de abordar un asunto tan complejo como el de la política migratoria, en la que convergen perspectivas y exigencias que muchas veces entran en rumbo de colisión. Y no es el menor de esos dilemas el que enfrenta la garantía efectiva de los derechos de los inmigrantes, de un lado y, de otro, las exigencias de una concepción de soberanía territorial junto a las reglas del mercado laboral entendido en clave, como mucho, socioliberal, tal y como vigila Bruselas. Conjugar ambas perspectivas no es fácil, aunque se tenga clara la prioridad de la garantía de los derechos humanos. De hecho, lo que sucede en el ámbito de la política migratoria y de asilo europea (que es sobre todo la política de los gobiernos europeos que cuentan de verdad) es que esta prioridad se queda muchas veces en papel mojado, ante las imposiciones de quienes de verdad deciden en la Unión. Son los gobiernos alemán, francés, danés, belga y holandés, que tienen claro que el espacio de libertad, seguridad y justicia comunes es un espacio de libre circulación de personas, pero sobre todo de capitales y mercancías, en el que los inmigrantes son sobre todo mano de obra que debe producir beneficio, porque la verdadera prioridad es el imperio de la libre competencia y la maximalización del beneficio. O sea, el libre mercado, amigos, que decía aquel, aunque esté un poco sometido a ciertos límites, conforme al modelo de capitalismo renano.
Ha habido también quienes, desde una perspectiva más técnico-jurídica, han examinado el articulado de esa reforma y han destacado los avances en términos de reconocimiento de derechos, oportunidades laborales y también las dificultades de su puesta en práctica. En lo que a ello se refiere, remito al lector al análisis de una autoridad en Derecho migratorio laboral, al mismo tiempo que un referente por su inequívoco compromiso con los derechos, el profesor Eduardo Rojo. Si a alguien le interesa conocer con detalle los porqués y los cómos de esta reforma, hará bien en asomarse a su blog, en el que —desde hace tiempo— ha examinado los diversos elementos que entran en juego, ha analizado las diferentes versiones de la reforma y acaba de proporcionar argumentos minuciosos y convincentes sobre su justificación técnica y alcance.
A mí me interesa sobre todo situar al lector ante una perspectiva ligeramente diferente. Quiero utilizar esta reforma como test de otra lógica jurídica y política posible y, a mi juicio, deseable. La que debe ayudar a construir un modelo diferente de política migratoria. Un modelo más coherente con la aspiración a una democracia plural, equitativa e incluyente.
Vericuetos de la universalidad y la prosperidad: egoísmo racional y derechos
La necesidad de esta reforma ha sido una convicción que han defendido profesores, investigadores, expertos, militantes de los derechos humanos y ONGs desde hace años y así han tratado —hemos tratado— de argumentarlo, ante la opinión pública y ante los responsables políticos. Muy recientemente, más de 250 organizaciones suscribieron un manifiesto para exigir esta reforma del reglamento. Por eso, al tener noticia de la decisión del Gobierno, han emitido un comunicado en el que resumen las razones por las que valoran muy positivamente este paso.
El equipo del ministro Escrivá, desde su inicio, apostó por esta reforma. Así lo sostenía quien le acompañó como Secretaria de Estado de Inmigración desde el comienzo, Hana Jalloul. El ministro lo hizo oficial de forma muy clara, y también el actual secretario de Estado, Jesús J. Perea, quien ha insistido en numerosas ocasiones en mejorar el sistema público de acogida de menores y en la necesidad de poner al día nuestra normativa en la garantía de los derechos de estos menores. Y ello desde una convicción que está muy lejos del buenismo irresponsable que tanto critica la extrema derecha y también la derecha de nuestro país. La reforma se basa en un análisis realista de los beneficios que puede proporcionar una inmigración, sí, ordenada, regular, pero también segura, es decir, segura para los inmigrantes en primer lugar. Seguridad que es seguridad jurídica, seguridad en libertades y derechos, tanto como en deberes. Una propuesta que se basa en los sólidos estudios —también demográficos, algo muy importante para el futuro de países como España— que demuestran que una buena regulación de los movimientos y de la presencia estable de los inmigrantes redunda en la riqueza del país que los recibe, riqueza en todos los órdenes. Ese asunto ha sido objeto de estudio por el economista canadiense David Card, que recibió este año el premio Nobel de economía y que demostró en sus estudios sobre la inmigración cubana en Florida lo infundado de los prejuicios y bulos sobre el impacto negativo de la inmigración en el orden laboral y económico. Prosperidad, es un objetivo a nuestro alcance —al alcance de los de aquí, y también de los que llegan aquí— si se gestionan mejor , de otra manera, las migraciones.
En definitiva, es lo que con mucha prudencia y un lenguaje que podríamos calificar incluso de timorato, proponía el Global Compact for Safe, Orderly and Regular Migration adoptado por la Asamblea General de la ONU el 19 de diciembre de 2018, tras los acuerdos de Marrakech. Ese pacto, recordemos, aunque no tiene fuerza normativa, fue rechazado por los EEUU, Australia, Chile o Israel y por Estados miembros de la UE como Austria, Hungría, Polonia, Chequia o la Italia de Salvini. El pacto sólo pretende orientar sobre las buenas prácticas de política migratoria y, lo que es quizá más importante, señalar las prácticas rechazables, que deben ser evitadas. En materia de menores migrantes, el pacto obviamente refuerza “el principio del interés superior del niño en todo momento, como consideración primordial en cualquier situación que afecte a los menores en el contexto de la migración internacional, incluidos los menores no acompañados y separados” y por ejemplo, señala como objetivo “poner fin a la práctica de la detención de menores en el contexto de la migración internacional.” Muy concretamente, el objetivo 15 f (nº 31) afirma la necesidad de “proporcionar una educación inclusiva y equitativa de calidad a los niños y jóvenes migrantes, y facilitar el acceso a oportunidades de aprendizaje durante toda la vida, por ejemplo, aumentando la capacidad de los sistemas educativos y facilitando el acceso sin discriminación al desarrollo de la primera infancia, la enseñanza académica, los programas de educación no académica para los menores que no puedan acceder al sistema académico, la formación profesional y en el empleo, y la formación técnica y lingüística, y fomentando las alianzas con todas las partes interesadas que puedan apoyar esta labor.” Hay que recordar que España es Estado garante del pacto.
Pero no es sólo por coherencia con lo que hemos hecho (y sí, gastado) con esos niños, ni sólo por egoísmo racional, por lo que debemos abrir paso a otra política migratoria que permita —como en el caso de la reforma del reglamento de extranjería— que esos niños inmigrantes se puedan convertir en trabajadores regulares. Y que puedan llegar a ser ciudadanos iguales a los demás, con todos los derechos y obligaciones. Esta es la cuestión de fondo que quería señalar.
Sabemos por experiencia que los derechos de los otros son los nuestros. Que luchar por su reconocimiento es luchar por la universalidad aceptable, que no es la de la imposición hegemónica de nuestro modelo cultural, de nuestros intereses, sino la universalidad del reconocimiento de otro como igual. Porque los derechos de esos otros —las otras, en primer lugar, y también esos otros, los diferentes por opción sexual, lengua, religión o nacionalidad de origen— son nuestros derechos.
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Tenemos una oportunidad y debemos saber aprovecharla (evidentemente, teniendo en cuenta siempre los riesgos, las dificultades innegables) para renovar las bases y condiciones de nuestro contrato social. Para ofrecer un contrato social que no relegue a esas personas al estatus de sujetos de segundo orden, casi de semiesclavitud, propia de su condición de vidas desechables, como ha mostrado Butler, como denunció Sayad y como critica Mbembé, al calificar como necropolítica la concepción que está en la base de la política migratoria. Un nuevo contrato social y político que sea atractivo para que, quienes desean llegar a nuestro país por el objetivo de mejorar sus condiciones de vida, tengan también la voluntad de convertirse en ciudadanos de pleno derecho, en españoles como nosotros. Ciudadanos con derecho a participar en el establecimiento y desarrollo de las reglas de juego. A votar y ser votados. Ciudadanos que, desde sus diferencias, contribuyen a construir un país más grande, más rico y, desde luego, mejor, más decente, más libremente igualitario. Ese es el reto. Un reto que exige ser capaces de diseñar instrumentos como el que ofrece esta reforma. Bienvenida sea.
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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Valencia y senador del PSOE por València.
El pasado martes 19 de octubre, el Consejo de ministros aprobó el Real Decreto 903/2021, por el que se reforma el Reglamento de la Ley de Extranjería, mediante nueve proposiciones, encaminadas a facilitar la situación de legalidad de los menores inmigrantes tutelados y su inserción laboral. En efecto, esos menores, a los que España, en cumplimiento de las exigencias de la propia legalidad y de la legalidad internacional, debe ofrecer y ofrece un régimen de protección en tanto que menores, se encontraban hasta hoy ante un cúmulo de dificultades cuando cumplían su mayoría de edad. Barreras que convertían en un laberinto el lógico objetivo de hacer efectiva su situación legal y acceder al mercado laboral. Es decir, poder realizar un proyecto como el que todos tenemos: vivir y trabajar dignamente. Esta decisión del Gobierno ha sido objeto de diferentes interpretaciones y comentarios.
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