Probablemente muchos de ustedes conozcan el viejo chiste, que yo escuché por vez primera en boca del humorista Eugenio. Va de que alguien le hace la siguiente confidencia a un amigo: "Me encanta jugar al póquer y perder". Este último, desconcertado, le pide la inevitable puntualización: "¿Y ganar?", a lo que el encantado jugador responde: "bueno..., ganar debe de ser la hostia". Pues bien, tengo la sensación de que últimamente estamos asistiendo en vivo a una versión invertida del chiste. Versión que, asombrosamente, no deja de tener también una cierta gracia. En la nueva versión el jugador le dice al amigo: "me encanta jugar al póquer y ganar". Este, sorprendido por la obviedad del matiz, le pregunta, solo por estar seguro de haberle entendido bien: "¿Y perder?", pregunta que recibe como respuesta: "Bueno..., perder debe de ser la hostia".
Leía en los últimos días las informaciones referidas a los mensajes, inequívocamente críticos, que Pablo Iglesias había lanzado a Yolanda Díaz, tensionando la relación entre el nuevo proyecto de esta y el núcleo dirigente de Podemos, representado en el Gobierno por Irene Montero e Ione Belarra, y pensaba en este peculiar remake del viejo chiste. Por lo siguiente. En el grueso de dichas informaciones se interpretaba que dicho pulso (o partida de póquer) a la política gallega perseguía que las personas más afines al fundador de Podemos, con la ministra de Igualdad de manera destacada, no quedaran descolgadas o en un lugar de menor importancia en las listas para las elecciones generales del próximo año, en la perspectiva de la formación de un eventual nuevo Gobierno de progreso en la siguiente legislatura.
Sin embargo, no estoy seguro de que semejante interpretación explique adecuadamente el propósito de esta decidida estrategia de la tensión que Pablo Iglesias ha lanzado contra Yolanda Díaz. Porque, al valorarlo del modo señalado, se está dando por descontado que Podemos comparte el mismo objetivo que el resto de partidos, esto es, obtener el mejor resultado en las elecciones generales del año que viene para estar en condiciones de formar Gobierno o, como mínimo, incorporarse a él. Pero, a poco que se piense, resulta por completo lógico que su planteamiento sea diferente al de los grandes partidos. Es obvio que estos, de producirse una derrota, se exponen a una profunda crisis interna. En el PP ya ha empezado a hablarse de quién sería, si tal circunstancia se diera, el relevo de Feijóo (¿Ayuso?, ¿Moreno Bonilla?), mientras que en el PSOE, donde hasta el presente ningún expresidente del Gobierno ha permanecido luego como líder de la oposición, resultaría inevitable un relevo en el liderazgo, asunto que siempre es fuente de conflictos y tensiones internas.
Podemos, en cambio, podría hacerse un cálculo de signo inverso. Su momento de gloria, cuando más cerca se encontró de su particular asalto a los cielos (que se habría materializado en el sorpasso al PSOE y, en consecuencia, la hegemonía de la izquierda) fue estando en la oposición. La entrada en el Gobierno, por el contrario, le ha generado más desgaste que crecimiento, como por lo demás suele ocurrir con los partidos minoritarios en los Gobiernos de coalición, aunque en este caso con unos picos de deterioro político nada desdeñables, especialmente los protagonizados por Irene Montero. Nada tendría de extraño, por tanto, que sus líderes estuvieran haciendo el cálculo de que ya han extraído de su entrada en el gabinete cuanto beneficio les resultaba posible.
Es cierto que, en caso de que el resultado de las generales del 2023 le permitiera al PSOE formar Gobierno, su partido se integraría indefectiblemente en él, lo que no dejaría de proporcionar un balón de oxígeno
Así, como sin duda tendremos ocasión de comprobar en los próximos meses (a más tardar, en la campaña electoral de las generales), Podemos se atribuirá el grueso de los méritos, especialmente los de carácter social, que pueda apuntarse el actual Gobierno, insistiendo en el conocido recurso retórico de que si no hubiera sido por ellos, los socialistas no se habrían atrevido jamás a afrontar las medidas más decididamente de izquierdas, con el escudo social en lugar muy destacado. Junto a este argumento, es altamente probable que la formación morada aproveche su paso por los ministerios para intentar envolverse en un aura de respetabilidad que sirva para ahuyentar, cara al votante progresista algo más moderado, la imagen de un conglomerado de activistas con escaso principio de realidad. Unos activistas que, por decirlo con palabras de alguien que ha estado muy cerca de ellos, practicaban esa modalidad de pensamiento mágico consistente en creer que con el “sí se puede” se iba a todas partes porque, en definitiva, “todo era cuestión de voluntad política” (Luis Rabell en La izquierda desnortada).
Probablemente sea bajo esta clave como mejor se explique lo que, desde fuera, podría parecer una apuesta de alto riesgo por parte de Iglesias, esto es, la de estar poniendo en peligro el proyecto de Yolanda Díaz. Pero tal vez se trate exactamente de lo contrario a una apuesta de alto riesgo. Porque es cierto que, en caso de que el resultado de las generales del 2023 le permitiera al PSOE formar Gobierno, su partido se integraría indefectiblemente en él, lo que no dejaría de proporcionar un balón de oxígeno —como poco, en términos de visibilidad— a una formación hoy en horas bajas. Sin embargo, no es menos cierto que esta posibilidad también tendría sus sombras. Parece evidente que, de materializarse la triunfal expectativa que anticipaba la encuesta de 40dB publicada el martes de la semana pasada en El País, la medalla por esos 57 escaños que obtendría Sumar y que facilitarían reeditar la actual coalición de Gobierno se la pondría en exclusiva Yolanda Díaz y no quien la designó —más que a dedo, a dedazo— como su sucesora.
Y en caso de que no fuera posible la reedición, esta misma circunstancia le proporcionaría a los dirigentes de Podemos la oportunidad de recuperar una cierta cohesión interna e incluso volver a conectar, a base de resucitar el lenguaje tronante y los planteamientos maximalistas que tan buen rendimiento les dieron en sus orígenes, con antiguos votantes, insatisfechos con lo que juzgan un pragmatismo acomodaticio. En definitiva, se podría plantear de nuevo su vieja aspiración a liderar socialmente la oposición a un Gobierno de derechas. Liderazgo que, por cierto, no obligaría a su fundador a estar presente en las instituciones. De hecho, desde que abandonó su escaño en el Congreso de los Diputados Iglesias no ha dejado de oficiar de Arzalluz como presidente de un no declarado y unipersonal Euzkadi Buru Batzar de su partido en la sombra.
De ahí que, a mi juicio, se equivoquen quienes se echan las manos a la cabeza al considerar un grave error de cálculo unas actitudes que pueden desembocar en la división de la izquierda a la izquierda del PSOE, dando lugar a que este se vea finalmente imposibilitado para formar Gobierno. Más bien al contrario, se trataría de un win-win de manual para el líder de Podemos. Aunque con un matiz importante: gana más si pierde.
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Manuel Cruz es filósofo y expresidente del Senado. Autor del libro 'El virus del miedo' (La Caja Books).
Probablemente muchos de ustedes conozcan el viejo chiste, que yo escuché por vez primera en boca del humorista Eugenio. Va de que alguien le hace la siguiente confidencia a un amigo: "Me encanta jugar al póquer y perder". Este último, desconcertado, le pide la inevitable puntualización: "¿Y ganar?", a lo que el encantado jugador responde: "bueno..., ganar debe de ser la hostia". Pues bien, tengo la sensación de que últimamente estamos asistiendo en vivo a una versión invertida del chiste. Versión que, asombrosamente, no deja de tener también una cierta gracia. En la nueva versión el jugador le dice al amigo: "me encanta jugar al póquer y ganar". Este, sorprendido por la obviedad del matiz, le pregunta, solo por estar seguro de haberle entendido bien: "¿Y perder?", pregunta que recibe como respuesta: "Bueno..., perder debe de ser la hostia".