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Las santas, madres y reinas de la Navidad

Nunca ascendí de la mesa de los niños y soy la nieta mayor. Las 20 Nochebuenas que, por fortuna, pude pasar con mi abuela Maruja ocurrieron alrededor de las mismas dos mesas camilla de diferente diámetro, arrimaditas, faldas con faldas para que a los adjuntos nos llegara algo del calor del brasero. En mi mente todas esas noches son una sola: la sopa de marisco, el cordero, el turrón de chocolate con almendras, los regalitos de nuestra Mamá Noel, la misa del gallo en la enorme y gélida iglesia del pueblo, esa niebla, la brisca hasta altas horas.

Esa Nochebuena que parecía eterna, a la que incluso inconscientes podríamos habernos atrevido a llamar repetitiva, se fue con mi abuela. Las Navidades son una espera constante por figuras masculinas de fantasía, Santa Claus o Papá Noel, los tres Reyes Magos, pero en realidad no existirían sin las mujeres reales que las sostienen. Como tantos recuerdos entrañables del mundo en el que crecimos, este también tenía en su reverso mujeres afanadas en los mercados, en las cocinas, presentes perennes en las casas. Sólo ahora, en parte porque esas mujeres se nos han ido o se irán pronto, sabemos cuánto valía y sabemos cuánto pesaba.

Me gustaría que pudiéramos conocer por un instante qué habría de Navidad —dentro y fuera de los hogares — sin la idea, la organización, el esfuerzo, el empeño y la ilusión de una mujer

Ahora en casa las fiestas comienzan después del cumpleaños decembrino de mi hijo, la persona que, si esas Nochebuenas aún existieran, me habría elevado a la mesa de los adultos —no por madre, sino por falta de espacio en la de los niños—. Este año quise celebrarlo con toda la familia en la reunión más parecida a esas Nochebuenas que está en mis manos proporcionarle. Fue hermoso, fuimos felices. Ver la mesa del salón de mis padres con las dos extensiones en uso, observar en el mismo cuarto a personas de todas las décadas entre los 4 y los 87 años. Estar de pie y comer poco y sacar las fotos e incluso apenas seguir enteras las conversaciones como han hecho en todas las celebraciones todas las mujeres de las que desciendo. Y después: todas las mujeres que he visto de cerca.

Habrá casas donde todo sea ya diferente. Pero me gustaría que pudiéramos conocer por un instante qué habría de Navidad —dentro y fuera de los hogares — sin la idea, la organización, el esfuerzo, el empeño y la ilusión de una mujer. Que una cosa es que ya de un poco de vergüenza no levantarse a recoger la mesa, o incluso haya hombres que se pongan a hacer un plato principal —pero sólo eso— para mayor gloria, y otra llevar desde noviembre orquestando un calendario mental de actividades, compras y malabares. Porque, en este caso, si te dicen lo que tienes que hacer ya te han dado más de medio trabajo hecho.

Nunca ascendí de la mesa de los niños y soy la nieta mayor. Las 20 Nochebuenas que, por fortuna, pude pasar con mi abuela Maruja ocurrieron alrededor de las mismas dos mesas camilla de diferente diámetro, arrimaditas, faldas con faldas para que a los adjuntos nos llegara algo del calor del brasero. En mi mente todas esas noches son una sola: la sopa de marisco, el cordero, el turrón de chocolate con almendras, los regalitos de nuestra Mamá Noel, la misa del gallo en la enorme y gélida iglesia del pueblo, esa niebla, la brisca hasta altas horas.

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