Alguien dice “sé que llego tarde” antes de comentar un libro que salió hace menos de un mes. Lo vemos a diario en las redes: una disculpa no solicitada pero comprendida. Todos acumulamos capturas de pantalla de enésimos libros “imprescindibles” que no sabemos cuándo podremos leer. Todos recomendamos con insistencia: tienes que leerte este libro y me dices qué opinas. Otro placer convertido en deberes.
Lectura al peso. Leer para decir que se ha leído. Leer lo que acaba de salir, leer para poder hablar de lo que todo el mundo habla cuando todo el mundo habla porque esto va rápido, fugaz, y cuando te pongas ya están los demás en otra pantalla. Un refugio infranqueable como la lectura transformado en otra fuente de ansiedad, autoexigencia, prisa sin destino.
Hay algo en ese contador público de libros leídos que me inquieta. A veces me pregunto qué se puede recordar leyendo tan rápido y tan seguido. Las lecturas, como las tierras para oxigenarse, necesitan barbecho. Un descanso donde sentirse un poco huérfano, donde tener más ganas de volver a leer la primera página que de abrir una nueva historia. Un cierto duelo si la dicha fue buena.
Yo solo leo bajo presión cuando tengo que entrevistar o presentar al autor o a la autora y, la verdad, sufro. Me gustaría disponer de más tiempo, pero las entrevistas y las presentaciones tienen que ser inmediatas porque, al parecer, la vida comercial de un libro lo es y mucho. Me gustaría no ver al mismo autor en todos los medios durante dos semanas y después nada. Agradezco a quienes me permiten llegar voluntariamente un poco tarde. Escucho a escritores afligidos porque su libro ya tenía que estar vendiendo más aunque acabe de salir y siento pánico ajeno.
Todos queremos que nuestros hijos sean ávidos lectores, qué hay más tierno que ver un libro en las manos de un niño. Nos olvidamos quizás de que la abundancia puede empachar
Es bonito ver el 23 de abril las calles llenas de gente comprando libros, pero lo es mucho más ver a esas personas, entre lo prosaico de cada día, leyéndolos. Es inasumible para cualquiera, incluso para los que nos dedicamos a esto, seguir la pista a todo lo interesante que se publica. ¿Cuántos libros y cuántos lectores no se encontrarán nunca porque la rueda del mercado giró demasiado rápido?
El universo de la prescripción infinita se extiende también a la literatura infantil. Todos queremos que nuestros hijos sean ávidos lectores, qué hay más tierno que ver un libro en las manos de un niño. Nos olvidamos quizás de que la abundancia puede empachar, de que los niños todavía no han aprendido a olvidar tan rápido, de que ellos conviven con sus personajes como si no lo fueran.
Escribir un libro que alguna gente lea y recuerde es una aspiración que compartimos tantos. Un anhelo que dilatan las condiciones materiales: por ejemplo la de ganarse ya la vida escribiendo piezas más breves, más urgentes, obritas –dirían– menores. Un sueño que una se imagina más paseo que carrera. Algo que se tarda años en concebir y en cerrar no puede despacharse, darse por muerto, en un par de meses. Otro despropósito.
Viendo lo visto, parecen más apetecibles las quijotadas de algunos autores que defienden sus libros allí donde encuentran un espacio y durante el tiempo que haga falta, aunque lo tengan que hacer ya todo ellos solos. Ya que muy pocos ganan dinero de verdad con los libros, quizás sea mejor vender menos pero que te lean más. Que te recuerden. Ofrecer algún subrayado. Quizás sea mejor leer menos pero entender más. Recordar algo.
Alguien dice “sé que llego tarde” antes de comentar un libro que salió hace menos de un mes. Lo vemos a diario en las redes: una disculpa no solicitada pero comprendida. Todos acumulamos capturas de pantalla de enésimos libros “imprescindibles” que no sabemos cuándo podremos leer. Todos recomendamos con insistencia: tienes que leerte este libro y me dices qué opinas. Otro placer convertido en deberes.