Nuestro Waterloo

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La Europa que naufraga

Pido al lector mil excusas por la autocita: en el año 2015, con motivo de los peores naufragios de barcazas de inmigrantes y demandantes de refugio registrados en las costas europeas, concretamente en Lampedusa, que provocaron el inolvidable reproche de su alcalde, Giusi Nicolini, a los mandatarios europeos que acudieron al funeral colectivo con sus lágrimas de cocodrilo (“sólo espero de Vds que me digan cuánto tengo que ampliar nuestro cementerio”), escribí un libro con el título Mediterráneo: el naufragio de Europa, porque entendía que, en esas tragedias  que viven miles de personas que tratan de llegar a Europa, no sólo naufragan ellos, sino también nosotros, los europeos. Es verdad que podría haber utilizado otras metáforas, como la que encabeza este artículo, que tomé en su día de la que usó la ecologista y exministra Cécile Duflot para pedir al presidente Hollande que hiciera frente a lo que ella consideraba el “Waterloo moral” que se cernía sobre Francia y toda Europa a propósito de la inmigración. Un Waterloo moral, jurídico y político, que puede concretarse en las próximas elecciones europeas.

Pues bien, lo que trato de argumentar es por qué el nuevo pacto europeo de migración y asilo, a juicio de muchos de nosotros, nos acerca un paso más a ese riesgo de naufragio del Estado de Derecho, de la solidaridad, del sentido común que, frente a la miopía del cálculo electoralista, nos hace ver que lo que hacemos a esos otros se volverá contra nosotros, a medio, antes que a largo plazo, haciendo verdad el lema de Horacio que usó Marx para advertir a los lectores alemanes de El capital que no vieran sus reflexiones como limitadas a los obreros ingleses: quid rides? mutato nomine, de te fabula narratur. No pienses que esto va de la historia de otros: esto te afectará a ti, más bien antes que después. 

Hay que recordar que el pacto europeo, frente a lo que puede inducir a error por esa denominación genérica, es un conjunto muy complejo de instrumentos normativos, que vienen debatiéndose desde 2020. Se trata de nueve reglamentos: las nuevas normas que rigen las situaciones de crisis migratoria y de fuerza mayor, el reglamento de gestión de asilo e inmigración (que es una renovación –que no una sustitución– del reglamento de Dublín), el nuevo reglamento de control de las personas que intenten entrar en la UE, el procedimiento común de asilo, las normas uniformes para el asilo, el nuevo marco de asentamiento de refugiados, las condiciones de acogida de los refugiados, la nueva agencia europea de asilo y la actualización de las bases de datos europeas de huellas dactilares. Una tarea, pues, de enorme dificultad, pues hay que añadir la diversidad de intereses de los diferentes Estados europeos a la hora de gestionar los diversos flujos migratorios que reciben.

A partir del segundo semestre de 2023, en que la obtención del Pacto quedó fijado como uno de los objetivos prioritarios de la presidencia española del Consejo de la UE, fuimos muchos los que ya señalamos los riesgos y dificultades, siguiendo los nefastos precedentes sentados por el gobierno danés o el del Reino Unido (por ejemplo). Con motivo de la aprobación del pacto, in extremis, por el Consejo de la UE, en diciembre de 2023, las críticas se centraron en los riesgos para las garantías de derechos de los migrantes y, en grueso, para el derecho mismo de asilo, como por ejemplo en este llamamiento de ACCEM, en el comunicado de Save the Children, que subrayaba los riesgos del pacto para los derechos de los menores inmigrantes y refugiados, o este de Cáritas.

Luego, en el primer trimestre de 2024, durante el proceso de discusión en el Parlamento que culminó con su aprobación en la votación celebrada el día 10, más de un centenar de ONGS europeas, entre las que se encuentran las más importantes en el campo de migraciones y asilo, publicaron un manifiesto subrayando sus déficits y solicitando que se corrigieran, bajo el lema común de exigir “Un pacto con derechos”.

Un objetivo que, a mi entender, se ha visto truncado, aunque, para ser rigurosos, aún falta una etapa muy relevante y nada fácil, la aprobación por cada uno de los Estados miembros, algo que no es sencillo a la vista del rechazo a elementos clave de ese pacto manifestado por algunos gobiernos, como los de Polonia y Hungría.

Hay que insistir siempre en que nada perjudica más al debate público sobre las políticas migratorias y de asilo que repetir estereotipos que simplifican una cuestión que, como he reconocido, tiene una extraordinaria dificultad. Máxime en un contexto tan polarizado ideológicamente como el europeo, el mundial, en realidad, aunque se haya producido algún dato esperanzador, como la muy mayoritaria admisión a trámite (que, ni de lejos, es su aprobación) de la iniciativa legislativa popular para la regularización de inmigrantes, alcanzada en el Congreso el pasado 9 de abril.

En términos políticos, el peor de los riesgos de este pacto es que, aunque se presente como un logro de lo posible, que permite una barrera frente a la extrema derecha (que, es cierto, ha votado en su contra), en realidad es la confesión de nuestra derrota

Por eso, conviene evitar hipérboles y dramatizaciones: ni la conspiración del “reemplazo demográfico” y el apocalipsis de la delincuencia imparable que traería consigo la inmigración, ni tampoco la ingenuidad o el buenismo irresponsable que ignoran la dificultad de los retos que plantea la gestión de la movilidad humana. 

Pues bien, desde el realismo, sí, pero con tanto rigor en los datos (empezando por los demográficos, que acreditan la tesis del envejecimiento europeo y la dificultad de sostener nuestro modelo de Estado de bienestar) como con claridad y firmeza en los principios, creo que es preciso insistir en las razones por las que muchos de nosotros pensamos que este no es un buen pacto. No lo es en términos jurídicos y políticos. Pero es que ni siquiera es un pacto realista y, aún peor, va a desempeñar un papel nefasto de cara a las elecciones europeas de este mes de junio, en las que todos nos jugamos tanto en términos de la política que nos importa de verdad, aunque algunos prefieran seguir reduciendo la política al intercambio de tuits sobre el "y tú más" de carácter doméstico y a su escenificación teatral en las sesiones de control en el Parlamento.

Una vez más: la garantía de los derechos no es una opción, como parece propiciar el Pacto

No cansaré al lector con la enumeración de los ejemplos que acreditan que los cinco reglamentos que componen el núcleo del pacto ponen en riesgo derechos humanos básicos. Le remito a los análisis que puede encontrar en los sitios web de las principales organizaciones con experiencia e independencia probadas en materia de migración y asilo: así, el informe final sobre el pacto, publicado por el European Council on Refugees and Exile (ECRE), el de la red europea del servicio de jesuitas sobre refugiados (JRS), o, en España, el de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR).

Lo que deja claro cuál es el aspecto más preocupante del pacto: la obsesión por priorizar el argumento del control de fronteras y optimizar la política de expulsiones de lo que ya hace muchos años Antonio Izquierdo calificó como “inmigración indeseada” y Bauman denominó los desechables, al explicar su crítica de la “industria del desecho humano”, en que a su juicio se había convertido la política migratoria. El pacto propicia la renuncia a mantener garantías elementales sin las que el Estado de Derecho se revela como un privilegio al alcance de los que se lo pueden pagar: el derecho a defensa, el derecho a un juez y a un proceso debido y, desde luego, el derecho de asilo, que parece precipitarse hacia su vaciamiento. Se desdeñan así las muy prudentes recomendaciones de los pactos globales sobre migración y asilo, aprobados por la ONU en diciembre de 2018 tras los acuerdos de Marrakesh, que subrayaban la necesidad de lo que es un acuerdo básico de todos los agentes implicados: la necesidad de garantizar vías legales y seguras para quienes se arriesgan en sus proyectos migratorios o huyen en busca de refugio. Y quedan claras sus consecuencias.

La más obvia es la del recurso, una vez más, a la vieja política de externalización de la carga del control migratorio, a toda costa, aunque los socios de esa política sean gobiernos que desdeñan los más elementales derechos humanos (Libia, Túnez, Mauritania, y, sí, Marruecos…), a los que se compra, a base de acuerdos económicos que sólo benefician a sus élites corruptas, a las que contribuimos a corromper más aún, en lugar de a sus poblaciones. 

Se insiste en la falacia de la distinción entre la llegada física y la llegada jurídica de los emigrantes y refugiados a territorios de soberanía europea, algo propiciado por la nefasta decisión de la Corte de Estrasburgo que dio cobertura legal (aunque no irrestricta) a la práctica de las devoluciones en caliente. Esto es una estratagema jurídica que contribuye a convertir a las fronteras en espacios de inseguridad jurídica, con un recurso arbitrario a las detenciones y expulsiones sin garantías elementales de derechos. Se privilegia un sistema carcelario (el arquetipo de los CIES) que además se pretende externalizar a terceros países, según el modelo de Dinamarca y el Reino Unido, y se refuerza con la profundización en la lógica de la malhadada directiva de retorno: todo por la expulsión.

Y por terminar con este resumen: el mecanismo de solidaridad a la carta vacía la solidaridad y establece dobles raseros en torno a ese principio europeo, como los que comprobamos a propósito de la puesta en práctica por primera vez de la directiva de protección temporal para los desplazados de la guerra de Ucrania, una medida que no se ha extendido a los desplazados por ningún otro conflicto (claro: no son vecinos europeos). Se desdibuja así tanto la solidaridad hacia los no europeos, como la solidaridad entre los Estados europeos a la hora de distribuir las indiscutibles cargas de una respuesta coherente con la legalidad internacional en materia de asilo y protección internacional subsidiaria que, recordemos, es norma obligada para todos los Estados miembros. Ante la reiterada resistencia de no pocos socios comunitarios, se ha decidido que los gobiernos europeos podrán elegir entre cumplir con su obligación conforme a la legalidad internacional en materia de asilo, o burlarla, mediante un pago.

Este no es nuestro pacto. No es un pacto digno de los ciudadanos europeos, de los principios en los que creemos y por los que apoyamos el proyecto de la Unión Europea

Por todo ello, este no es nuestro pacto. No es un pacto digno de los ciudadanos europeos, de los principios en los que creemos y por los que apoyamos el proyecto de la Unión Europea. No es un pacto digno de lo que debemos ofrecer –reconocer, negociar– con los migrantes que tratan de llegar a Europa y que son un indiscutible factor de complejidad, pero no menos indiscutible elemento de prosperidad para todos: ellos y nosotros, los europeos. No es un pacto que nos sirva ante la confrontación que nos imponen las elecciones europeas, una disputa que se diría –más incluso que electoral, entre opciones políticas– civilizatoria, porque nos jugamos el alma de Europa.

La disputa por el alma de Europa

En términos políticos, el peor de los riesgos de este pacto es que, aunque se presente como un logro de lo posible, que permite una barrera frente a la extrema derecha (que, es cierto, ha votado en su contra), en realidad es la confesión de nuestra derrota, ante su mensaje simplificador sobre la respuesta a la inmigración y a la demanda de asilo, un mensaje no sólo discriminatorio, xenófobo y racista, sino que niega los más elementales deberes y derechos propios de la legalidad internacional y europea, y de las constituciones de la inmensa mayoría de los Estados miembros. Un mensaje que ha comenzado a contaminar a buena parte de las filas conservadoras y liberales europeas y ante el que parecen claudicar también los partidos de la socialdemocracia. Todo ello en aras de asegurar réditos electorales, por la supuesta sangría de votos que producen los mensajes de defensa de derechos de los inmigrantes y refugiados. Una falacia que ignora que el elector siempre acaba prefiriendo el original al sucedáneo, como se ha demostrado reiteradamente. Si se trata de “firmeza” ante la inmigración, siempre son más coherentes las propuestas del Rassemblement National, que las del Rennaissance (ex En marche!) de Macron, o los restos de los socialistas franceses, por poner un ejemplo.

Creo que en esas elecciones está en juego, en más de un sentido, una disputa por el alma europea, por utilizar la paráfrasis del lema al que recurrió la campaña de Biden frente a Trump. 

Por esa razón, estoy de acuerdo con los propósitos de la campaña de movilización para las elecciones al Parlamento Europeo lanzada por la red ECRE y que se concretaría en cuatro compromisos que deberíamos exigir a quienes pretendan nuestro voto:

  • Una política exterior y una política migratoria de la UE que, frente a la obsesión securitaria y el modelo de externalización basado en un sistema de detención y expulsiones rápidas y colectivas, promueva vías legales y seguras y la garantía de derechos en las fronteras.
  • El establecimiento de sistemas de asilo justos y funcionales en Europa que garanticen los estándares de derechos humanos.
  • La garantía a las personas refugiadas del acceso a sus derechos, para promover su inclusión en las sociedades europeas.
  • Una financiación transparente y responsable de la UE que promueva los derechos de las personas desplazadas tanto dentro como fuera de Europa.

Se trata de no limitarse a manifestar nuestro rechazo al pacto. La cuestión va mucho más allá, como corremos el riesgo de comprobar si los ciudadanos europeos no nos movilizamos en torno a la defensa del Estado de Derecho, de la garantía de los derechos humanos, de la igual libertad en los derechos humanos y del pluralismo, que son el alma de la Unión. Ojalá me equivoque.

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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de València.

La Europa que naufraga

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