Periodismo misógino y cultura de la violación

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Imaginemos que un señor que trabaja en un estanco denuncia haber sufrido un robo con agresión. El ladrón, en su defensa, alega que robó pero lo hizo sin violencia. Imaginemos que después un presentador de televisión pregunta a su público si cree que realmente hubo agresión o en realidad el denunciante miente para vengarse del ladrón. Sería extraño, ¿verdad? ¿Por qué dudar del denunciante? ¿Por qué alguien iba a llevar a juicio una agresión que no existe?

Para que el cuestionamiento no fuese tachado de improcedente y absurdo, haría falta tener indicios sólidos que autoricen a cuestionar públicamente el relato de la víctima. Recientemente, Nacho Abad, presentador del programa Espejo Público, ponía públicamente en cuestión a la mujer que ha denunciado por violación a ese grupo de hombres autodenominado La Manada. Preguntó a su público en Twitter si creía la versión de la denunciante o pensaban que hubo “sexo consentido”, como afirman los presuntos violadores. Hay indicios que apuntan a la primera hipótesis (la llamada telefónica de la denuncia, los antecedentes de alguno de ellos, la descripción que hacen de los vídeos quienes han tenido acceso, las conversaciones de WhatsApp, la confesión de haber robado el móvil, etc.).

Si no aporta un solo dato, testimonio o indicio que justifique abrir ese debate, tan sólo la versión de acusados que enfrentan 22 años de prisión, ¿por qué no le pareció al periodista una pregunta absurda? Es más, ¿qué es lo que hace que otros periodistas salgan a defenderle en su cuestionamiento? Y aún peor, ¿por qué más de 3.000 personas aceptaron tomar parte en la absurda encuesta? ¿Cómo es posible que más de 300 decidieran “apostar” a que la denunciante miente? Hay algo que hace que este debate parezca más razonable en el caso de la chica que del hipotético cajero, al menos para una parte de la población. Ese algo se llama cultura de la violación.

Este concepto, forjado por la teoría feminista allá en los años 70, describe la matriz de opinión compuesta por clichés, suposiciones, estereotipos y actitudes hacia el género femenino que producen el efecto de trivializar o legitimar diferentes formas de agresión sexual. A menudo a través de la broma, la relativización, la insinuación o la ironía, culturalmente más eficaces que la afirmación explícita, se reproducen patrones de pensamiento que normalizan formas cotidianas de abuso masculino.

En el machuno mundo periodístico abundan los ejemplos. Hace poco Lucía Méndez relataba en su columna la respuesta de un jefe de Redacción cuando le comunicaron que varias estudiantes en prácticas le estaban esperando: “Que se vayan lavando, que ahora voy”. Si alguien le hubiera afeado su conducta, la respuesta sería previsible: “Mujer, es una broma”.

La cultura de la violación no es cosa de otros, de algunos, de los agresores. Tampoco es explícita, salvo casos patológicos. Es una parte del medio cultural en que nos hemos constituido todos y todas, uno de los pilares del patriarcado. Cuando alguien cree que la ropa que viste una mujer agredida es relevante en el juicio, o que si inicialmente coqueteó con su agresor hay que dudar de su denuncia, eso es cultura de la violación. Cuando se pregunta a la víctima si había bebido alcohol, es cultura de la violación. No hay prenda ni gesto que incite o sirva de atenuante a una agresión.

En los últimos días viene saliendo a la luz una ola de casos de acoso en el mundo del cine, lo que no puede explicarse en base a los hábitos de ese sector, ni al perfil de las agredidas, sino a una permisividad fomentada mediante la cultura de la violación. Cuando una buena parte de la pornografía y por tanto de las fantasías eróticas tanto de hombres como de mujeres incluye formas simbólicas o físicas de violencia en distinto grado, según recogen multitud de estudios sobre la cuestión, ello evidencia una omnipresencia implícita de la cultura de la violación. Cuando la propia ONU es incapaz de evitar que sus cascos azules reciban año tras año cientos de denuncias por agresión sexual, tenemos la evidencia de los efectos más brutales de la cultura de la violación. Soldados europeos que de forma sistemática aprovechan situaciones en que se saben impunes para abusar.

Es un concepto analítico, no es una exageración. Según la Fundación Mujeres, cada ocho horas se comete una violación contra mujeres en España, pero solo el 20% de las veces se produce denuncia y sólo el 1% termina en sentencia. Según la Agencia Europa de Derechos Fundamentales, una de cada 20 mujeres ha sido violada desde los quince años de edad, y casi el doble ha sufrido algún tipo de violencia sexual antes de esa edad. La cultura de la violación es un hecho, y aunque sea a base de actitudes, bromas, presuposiciones, de subtexto y no de razonamiento explícito, esta cultura no explícita es la matriz que produce esas cifras.

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En relación al caso de La Manada cabe exigir que se deje trabajar a la justicia y se eviten juicios mediáticos, aludiendo a la presunción de inocencia y el derecho a la defensa como en cualquier otro caso. Esa fue la respuesta esgrimida por el periodista que lanzó la encuesta cuando se vio forzado a borrarla. Pero, precisamente por ese argumento, preguntar al público si cree que la denuncia es real o inventada fue absurdo e irresponsable. La pregunta en sí constituye cultura de la violación, precisamente porque atenta contra la presunción de inocencia no sólo de los acusados (la encuesta ya es en sí misma un juicio mediático) sino también de la denunciante, al indicar que podría estar cometiendo un delito de calumnia o de falsa acusación.

Es esta actitud la que normaliza que para estos delitos, a diferencia de otros, se culpe e investigue a las víctimas, un fenómeno que el feminismo denomina revictimización. En este caso, el juez ha aceptado como prueba el informe que la familia de un acusado pagó a un detective privado que siguió a la denunciante después de que se produjera la denuncia, mientras que rechaza como prueba conversaciones de Whatsapp de La Manada anteriores a los mismos. En otros delitos no es tan habitual que se sospeche de víctimas y denunciantes, ¿Qué sentido tiene? ¿Cómo se supone que debe actuar o no actuar una mujer para demostrar que ha sido violada? La sospecha parece recaer así sobre ella, algo que según el experto Miguel Lorente las denunciantes sufren entre un 15% y un 20% de los casos. Una vez más, cultura de la violación.

¿Cómo se cambia esto? ¿Cómo se acabó con otro tipo de abusos antes normalizados y hoy erradicados? Las expertas hablan de generar entornos que eviten culpabilizar a quien denuncia, con lo que podrán aflorar más denuncias. Por ejemplo, mediante una combinación de protección específica, políticas públicas de prevención y concienciación, y apoyo a la acción cultural transformadora. También insisten, con razón, en que los hombres hablemos y dejemos de considerarlo un tema ajeno. Hablemos, pues, no dejemos de criticar cuando desde ciertas cavernas mediáticas se arroje la sombra de la sospecha sobre mujeres que se atreven a denunciar. Periodistas y profesores tenemos una especial responsabilidad en este terreno. Cumplamos con ella.

Imaginemos que un señor que trabaja en un estanco denuncia haber sufrido un robo con agresión. El ladrón, en su defensa, alega que robó pero lo hizo sin violencia. Imaginemos que después un presentador de televisión pregunta a su público si cree que realmente hubo agresión o en realidad el denunciante miente para vengarse del ladrón. Sería extraño, ¿verdad? ¿Por qué dudar del denunciante? ¿Por qué alguien iba a llevar a juicio una agresión que no existe?

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