Al cumplirse un año de la decisión de Vladimir Putin de invadir Ucrania, en completa vulneración del derecho internacional, y constatar cómo la guerra se estanca en los frentes de batalla y toma cuerpo la amenaza de prolongarse y provocar una nueva escalada capaz de producir sufrimientos y horrores aún mayores y más extendidos que los ya causados, he sentido un doble impulso, como ciudadana y a la vez portavoz y candidata de una fuerza política, para exponer y compartir en público algunos sentimientos y reflexiones que se me agolpan en estos momentos.
En primer lugar están mis sentimientos de dolor y solidaridad con las víctimas de esta y de todas la guerras hoy en curso en el mundo. Unos sentimientos que van acompañados de mi deseo de entender las causas y las lógicas que llevan, todavía en nuestros días, a pretender resolver los conflictos económicos, geopolíticos o identitarios a garrotazos, por la vía de las armas, sembrando el planeta de muerte y destrucción. Ahora también en el mismo corazón de Europa y con consecuencias de alcance económico, ecológico, social y geopolítico mundial, que ya estamos sufriendo directamente los ciudadanos españoles y europeos.
Soy consciente de que entender no es tarea fácil. Hace falta detenerse a pensar, encontrar los caminos para documentarse de modo serio, sólido, crítico. Y hacerlo en un contexto en el que hay poderosos intereses y potentes altavoces empeñados en ocultar y desfigurar las verdaderas razones y los intereses no declarados de las opciones belicistas. Y en el caso de la guerra de Ucrania esto vale tanto para los agresores rusos como para el tipo de medidas adoptadas por los gobiernos occidentales con la intención declarada de apoyar al gobierno y al pueblo del país invadido. Pues estas respuestas poco o nada se parecen a las no adoptadas frente a la constante agresión de Israel sobre el pueblo palestino, la de Arabia Saudita sobre los yemeníes, o las guerras que desangran hoy a una quincena de pueblos africanos. En mi opinión, saltan a la vista los dobles raseros y el cinismo hipócrita de gobernantes conmovidos por según qué conflictos y completamente indiferentes cuando no cómplices y sustentadores de los opresores en otros.
También pienso que la guerra que se está desarrollando hoy en Ucrania se nos ha venido encima en un momento de cansancio ciudadano tras lo que hemos vivido durante la pandemia del covid. De cansancio físico y mental, y para muchos también de desánimo ante las dificultades para ir sorteando la carrera de obstáculos que se presentan en nuestras vidas cotidianas: al ir a comprar y ver desatados los precios de los alimentos, al hacer frente a las hipotecas, al buscar una vivienda en alquiler a precios asequibles… Y en el caso de los madrileños y madrileñas, todo ello agravado al sufrir el maltrato al que la Sra. Ayuso está sometiendo a la sanidad y la educación públicas, al cuidado de los mayores… con el propósito de convertir en negocios privados servicios que son derechos sociales fundamentales.
Quizás estos y otros factores que no entro a detallar para no alargarme más de la cuenta están influyendo en que nos esté costando más que en otros momentos exteriorizar los valores éticos pacifistas que tantos y tantas compartimos y que centenares de miles de ciudadanos madrileños, españoles y europeos mostraron hace 20 años en las grandes movilizaciones contra la guerra de Irak, o hace 40 contra la instalación de misiles nucleares en Europa por parte de la OTAN y del Pacto de Varsovia. No creo que la aspiración a vivir en paz y sin guerras sea hoy menor que ayer, sino todo lo contrario. Tenemos aún más experiencias trágicas acumuladas de que cualquier guerra deja una herencia envenenada y dolorosa. Por eso en este punto coincido con el papa Francisco y lo diré con sus palabras: "No podemos convivir tranquilamente con las guerras en curso como si fueran inevitables. Debemos decir basta a la guerra". Y esto aquí y ahora significa detener de inmediato la guerra en Ucrania, como queda plasmado en Una Encíclica sobre la paz en Ucrania cuya versión castellana acaba de salir estos días.
Sé que a los que así pensamos, tengamos la edad del papa o la mía, habrá quien nos tache de ingenuos y de soñadores, cuanto menos. Quizás también pretendan considerarnos como “equidistantes” entre agresores y agredidos. Yo ante eso tengo la conciencia tranquila pues mi posición es clara: al lado de las víctimas de este conflicto, como de otros. Es decir, en este caso, al lado de los jóvenes ucranianos, tanto de los que van a morir al frente como de los objetores de conciencia fugados o encarcelados por negarse a ir a matar a otros jóvenes, al lado de sus madres y de tantos civiles muertos, heridos o desplazados… También de los jóvenes rusos y sus familiares, condenados a ser carne de cañón de una invasión cruel y despótica y de los miles de desertores y de encarcelados en Rusia por protestar contra la misma. Y ello sin olvidar a quienes en otros lugares del mundo están sufriendo más las múltiples consecuencias de esta guerra, como el aumento drástico de la inseguridad alimentaria y de los movimientos migratorios.
El movimiento pacifista ucraniano se ha manifestado en contra del envío de armas que alimentan la espiral destructiva y ha pedido que se inicie un periodo de distensión para hacer posible la apertura de negociaciones diplomáticas. Así mismo ha demandado el cese de la propaganda de guerra rusófoba y garantías efectivas al derecho a la objeción de conciencia. Por su parte, el movimiento pacifista ruso también ha expresado su denuncia de la invasión de Ucrania mediante protestas en la calle y dando cobertura a quienes se niegan a empuñar las armas. Creo que ambos merecen la atención y el apoyo solidario por nuestra parte.
En los últimos días la escalada militar y la retórica belicista han subido de tono y, de proseguirse por esta vía, hay que presagiar un aumento de las amenazas y de los riesgos incontrolables de extensión del conflicto. El reciente discurso de Putin ante su Asamblea Federal y el anuncio de suspender la participación rusa en el nuevo Tratado de Reducción de Armas Estratégicas suscrito en 2010 van en la dirección contraria a la de un alto el fuego inmediato y de la prohibición de todas las armas nucleares.
Por su parte, Estados Unidos, la OTAN y la UE, por boca de Biden, de Borrell y de otros dirigentes políticos europeos, también apuestan por una clara escalada en los tipos de armamento a enviar a Ucrania, planteándose el insensato objetivo de prolongar la guerra hasta lograr la derrota de Rusia en el campo de batalla. Eso sin hablar de las incongruencias de Pedro Sánchez, al compartir las decisiones belicistas y pretender al mismo tiempo presentarse como adalid de la paz.
A esta ya de por sí peligrosa espiral hay que añadir otro factor de la máxima gravedad: tanto la doctrina militar vigente de Estados Unidos, actualizada en octubre de 2022, como la de Rusia habilitan el uso de armas nucleares tácticas “de forma preventiva” contra amenazas no nucleares, desconociendo los efectos devastadores que su uso supondría. Volvemos a estar al borde del abismo y algunos parecen dispuestos a dar un paso al frente.
La paz es una condición indispensable para una democracia digna de ese nombre. No puede haber democracia real sin una política de paz justa
Por todo ello, es más urgente que nunca detener esta espiral. Porque esta guerra, con potencias nucleares de por medio, solo puede evitar un desastre aún mayor en una mesa de negociaciones. Y la primera condición para avanzar hacia una negociación es proclamar un Alto el Fuego inmediato que encarrile la solución pacífica y diplomática al conflicto y evite muchos miles de muertes más, la continuación de los sufrimientos de la población civil y una mayor devastación del país. Negociar no supone rendirse. Significa establecer compromisos y hacer concesiones mutuas con un objetivo compartido: lograr una paz justa y duradera. Para ello es preciso que se planteen alternativas y caminos viables, se propongan mediadores aceptados por todos y se eleve un clamor de voces ciudadanas para presionar a los gobiernos implicados en el conflicto a que renuncien al belicismo y se conviertan en impulsores de una dinámica de paz que incluya también la prohibición del uso de las armas nucleares y el avance hacia el desarme nuclear.
En la actualidad empiezan a abrirse paso propuestas encaminadas a invertir la lógica de la escalada y a detener la guerra, que deben partir de unos principios básicos: el compromiso con la visión de una seguridad común, integral, cooperativa y sostenible; el del respeto y la integridad territorial de todos los países, en consonancia con los propósitos y principios de la Carta de la ONU; tomar en serio las legítimas preocupaciones de seguridad de todos los países; aceptar la determinación de resolver de forma pacífica las diferencias y disputas entre países mediante el diálogo y la consulta; y el mantenimiento de la seguridad en los ámbitos tradicionales y no tradicionales, es decir, en el de la confrontación directa, pero también en los referidos al terrorismo, el cambio climático, la ciberseguridad y la bioseguridad.
Hoy se pueden encontrar nuevos actores dispuestos a desempeñar esta función. Algunos presidentes latinoamericanos que han rechazado el envío de armas a Ucrania como Lula da Silva, Gustavo Petro, Andrés Manuel López Obrador o Alberto Fernández pueden jugar, junto al papa Francisco, un papel destacado en la mediación al frente de sus naciones y en colaboración con la Secretaría General de las Naciones Unidas y otras instituciones con experiencia acreditada en la mediación y resolución de conflictos.
El tercer factor necesario para detener la escalada bélica y situar en primer plano una agenda de paz es el del compromiso cívico y la movilización ciudadana. El deseo de vivir en paz, con dignidad y justicia social, es una aspiración sentida por millones de personas, una esperanza legítima que no puede ser despreciada e ignorada por los gobernantes. Es un deseo que está en el recuerdo de los horrores de las guerras sufridas por nuestros padres y abuelos a lo largo del siglo pasado y en el anhelo de las generaciones más jóvenes que aspiramos a una vida justa y digna en ciudades pacíficas y seguras y en un medio ambiente habitable y libre de guerras y de amenazas nucleares.
Aquí entre nosotros vamos dando pasos para sacudirnos la indiferencia y la resignación ante lo que se nos quiere presentar como el único camino posible. Y lo hacemos con iniciativas como la que tuvo lugar en Madrid el pasado 17 de febrero, en la que más de veinte organizaciones políticas europeas y de nuestro país nos reunimos en una Conferencia Europea por la Paz para reivindicar el Alto el Fuego en Ucrania y plantear la necesidad de que la Unión Europea se dote de una política de paz de la que hoy carece por completo a causa de su seguidismo suicida de la política belicista dictada por los intereses norteamericanos.
La paz es una condición indispensable para una democracia digna de ese nombre. No puede haber democracia real sin una política de paz justa. Esto lo sabemos bien en España, donde el régimen dictatorial de Franco, en abril de 1964, lanzó una amplísima campaña publicitaria para proclamar los “25 años de Paz” tras el final de la Guerra Civil con la intención de legitimar su Paz de los Cementerios, erigida sobre los cadáveres de los 140.000 desaparecidos víctimas de la represión franquista durante la guerra y los primeros años de la dictadura. La reciente Ley de Memoria Democrática, que entró en vigor en octubre de 2022, supone la primera condena legal del golpe militar de julio de 1936 y de la dictadura franquista.
Estos días he estado repasando el papel destacado que Madrid ha tenido en las movilizaciones pacifistas de las últimas décadas. Una de las cosas que más me ha emocionado está relacionada con la historia del Nostrolito pacifista que se encuentra en Chamartín, en la Plaza de la Prosperidad. En 1986, en un concurso de ideas y dibujos con motivo del Año Internacional por la Paz y el Desarme, con los escolares de la ciudad, ganó el dibujo de un niño con el mensaje siguiente: "lo mejor para la Paz es enterrar la Guerra". Los vecinos y vecinas del barrio dieron vida al dibujo y construyeron con sus manos un túmulo en el que un vecino, víctima de la represión franquista, esculpió una lápida con la inscripción "Aquí yace la guerra". Tras 27 años, en 2013, el gobierno municipal del PP lo suprimió y fue restituido en 2018 por decisión del gobierno municipal progresista. El Nostrolito pacifista simboliza para mí un canto vivo de la ciudadanía madrileña a la Paz y al Desarme.
Este fin de semana en las calles de distintas ciudades de Estados Unidos y de muchas ciudades europeas y de España se escucharán las voces de ciudadanos pidiendo el alto el fuego en Ucrania, el inicio de negociaciones para una paz justa y duradera, el cese de la nueva carrera de armamentos, la reducción del gasto militar y la prohibición de las armas nucleares. Será de nuevo una Convocatoria por la Paz de ámbito internacional, promovida por colectivos muy diversos y plurales, unidos por el compromiso cívico por una paz justa y duradera; convencidos del sentido común expresado con sencillez y veracidad por el mensaje del dibujo realizado hace tres décadas por este niño madrileño: lo mejor para la Paz es enterrar la Guerra.
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Alejandra Jacinto es abogada, portavoz y candidata de Podemos, Izquierda Unida y Alianza Verde a la Asamblea de Madrid
Al cumplirse un año de la decisión de Vladimir Putin de invadir Ucrania, en completa vulneración del derecho internacional, y constatar cómo la guerra se estanca en los frentes de batalla y toma cuerpo la amenaza de prolongarse y provocar una nueva escalada capaz de producir sufrimientos y horrores aún mayores y más extendidos que los ya causados, he sentido un doble impulso, como ciudadana y a la vez portavoz y candidata de una fuerza política, para exponer y compartir en público algunos sentimientos y reflexiones que se me agolpan en estos momentos.