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Si estás un buen rato delante del televisor acabarás pidiendo auxilio. La pantalla es una invitación al harakiri o a convertirte en un asesino en serie. Ahora más que nunca la violencia se ha convertido en un chollo para el negocio televisivo. Un asesinato machista se salda con dos o tres entrevistas al vecindario. “Parecía buena persona”, dicen. O: “de vez en cuando se oían gritos”. Y a otra cosa, mariposa. Un crimen homófobo se narra como una secuencia cinematográfica a cámara lenta para dejar bien claro que el horror es más horror si los detalles convierten ese horror en una sesión de Sálvame. Y luego, más entrevistas a quienes pasaban por allí. Los índices de audiencia suben cuando se ofrece sangre en vez de una información que potencie el conocimiento de las cosas. A mayor información, menos conocimiento. Es su eslogan. Les conviene que la gente no piense, que se trague sin rechistar lo que le echen. Lo dice ese gran escritor y amigo imprescindible que es Jorge Riechmann en Z, su último libro de poemas: “la información sin conocimiento / nos lleva al desastre…”.
Y cuando los discursos ultras están en su esplendor mediático, llega Ana Peleteiro, la joven atleta gallega que acaba de ganar en Tokio la medalla de bronce en triple salto, y desnuda las secuencias televisivas del odio. Ese día, su amigo y también medallista olímpico, Ray Zapata, dice en TVE que los dos eran “de color”. Entonces lo corrige la atleta: “No somos de color, somos negros. De color son ellos, que cambian más de color que el sol”. Una lección magistral sobre la dignidad, sobre la necesidad de hablar claro para que no nos llenen de cuentos, como escribía León Felipe en su exilio mexicano.
Con ese “ellos” se refería Ana Peleteiro a quienes extienden el odio por todas partes. Después de esas declaraciones, han saltado los de extrema derecha (¿sólo Vox?) acusándola de no ser española, de ser medio africana porque su padre seguro que venía de allí. Para “ellos” (¿sólo Vox?) un buen español tampoco puede ser “maricón”. Y aunque mucha gente más pobre que las ratas no quiera saberlo y los vote, también odian a los pobres. Por eso no paran de clamar por la pureza de sangre, por la arrogancia del macho, por la valentía racial contra los malos patriotas, por la riqueza aristocrática aunque sea muchas veces esa riqueza cosa de chorizos. El fascismo con tintes nazis –ésa es su verdadera patria– prolifera en los últimos tiempos. La fuerza bruta se ha convertido en su manera de estar en el mundo. Sus consignas son como flechas que señalan una dirección para llegar al centro de la diana. Y esas flechas acaban llegando a su destino. Amenazas telefónicas y llamadas a salir de caza para que se caguen de miedo los malos españoles. Como aquel falangismo matón de los puños y las pistolas que había convertido la Segunda República en el centro de sus objetivos a batir. No es que hayan vuelto los herederos de aquel matonismo uniformado: es que nunca se habían ido, y ahora ocupan asientos en las instituciones democráticas. La democracia les importa un pito. Cuando la nombran es como si la insultaran. Fuera de esos asientos hay gente que sigue las flechas que ellos dibujan con sus proclamas: y las palizas convierten los cuerpos en garabatos trágicos, en muerte porque la vida de quienes no piensan como ellos a esos tipos les importa una mierda.
Y por si no hubiera bastante con esa violencia, llega la justicia y la cubre de besos. Casi todas las denuncias contra Vox son archivadas. Eso le da alas a la extrema derecha dentro y fuera de las instituciones. Se siente protegida. Las televisiones banalizan su violencia contándola como si fuera algo inevitable, cotidiano, como un chascarrillo sin importancia entre el vecindario. La violencia contra las mujeres, contra inmigrantes, contra personas relacionadas con el mundo LGTBI no son para una crónica de sucesos, sino para la más exigente crónica política que aclare por qué sucede lo que sucede y por qué la justicia dicta a su favor, en tantas ocasiones, sus sentencias.
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Menos mal que de vez en cuando sale alguien como Ana Peleteiro, o como ese otro joven atleta y también medallista en Tokio, Alberto Ginés, que en marzo escribía un tuit respondiendo a Vox y sus soflamas patrióticas sobre la juventud española: “Los jóvenes no os queremos a vosotros”. Y añadía lo que le decían en twitter: “Que no me merezco representar a España en los Juegos Olímpicos porque soy rojo”. Pues la ha representado y ha conseguido la medalla de oro en escalada. La única medalla que se pueden colgar los de la extrema derecha es la que lleva inscrita en su cara y en su cruz las palabras odio y violencia. Esto que escribo es el desprecio a ese odio, a esa violencia. Y cómo no: a esos de Vox y a su amenazante patria sembrada por el miedo. Contra ellos, como decía Ana Peleteiro, va esto que escribo hoy en infoLibre. Contra ellos.
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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Algo personal (Piel de Zapa, 2021) Algo personal
Si estás un buen rato delante del televisor acabarás pidiendo auxilio. La pantalla es una invitación al harakiri o a convertirte en un asesino en serie. Ahora más que nunca la violencia se ha convertido en un chollo para el negocio televisivo. Un asesinato machista se salda con dos o tres entrevistas al vecindario. “Parecía buena persona”, dicen. O: “de vez en cuando se oían gritos”. Y a otra cosa, mariposa. Un crimen homófobo se narra como una secuencia cinematográfica a cámara lenta para dejar bien claro que el horror es más horror si los detalles convierten ese horror en una sesión de Sálvame. Y luego, más entrevistas a quienes pasaban por allí. Los índices de audiencia suben cuando se ofrece sangre en vez de una información que potencie el conocimiento de las cosas. A mayor información, menos conocimiento. Es su eslogan. Les conviene que la gente no piense, que se trague sin rechistar lo que le echen. Lo dice ese gran escritor y amigo imprescindible que es Jorge Riechmann en Z, su último libro de poemas: “la información sin conocimiento / nos lleva al desastre…”.
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