El derecho a la pereza

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Emilio Menéndez del Valle

El revolucionario francés Paul Lafargue (1842-1911), nacido en La Habana, tuvo una vida nada aburrida. Trasladado a Francia, realizó estudios universitarios hasta que, como buen seguidor y activista del anarquismo de Prouhdon, se le prohibió el acceso a cualquier universidad. Ello le llevó a Londres, donde conoció a Karl Marx, se hizo marxista e intimó con la familia, hasta llegar a casarse en 1868 con Laura, hija de Marx. Fue activo en España, donde intentó ayudar a los seguidores de Marx frente a los mayoritarios anarquistas. Publicaba artículos en La emancipación, entre otros, a favor de la creación de un partido de la clase obrera, tesis firmemente opuesta por el anarquismo, y por una radical reducción de la jornada laboral.

Laura Marx y Paul Lafargue fueron uña y carne. Tanto, que acordaron un pacto de suicidio. Lo llevaron a cabo el 26 de noviembre de 1911. Lafargue dejó dicho: “Aun encontrándome bien de salud corporal y mental, pongo fin a mi vida antes de que la despiadada vejez paralice mi energía y quiebre mi voluntad y me convierta en una carga para mí y para los demás.”

Este suicida preventivo –que en su etapa española había expuesto en La emancipación su posición a favor de la drástica reducción de las horas de trabajo– publicó en 1883 el opúsculo El derecho a la pereza. Precisamente, a propósito de España escribe: “Cuando en nuestra civilizada Europa se quiere volver a encontrar un rastro de belleza natural del hombre, debe írsela a buscar a las naciones donde los prejuicios económicos todavía no extirparon el odio al trabajo. España puede todavía vanagloriarse de poseer menos fábricas que nosotros, prisiones y cuarteles. Para el español, en el que el animal primitivo no está aún atrofiado, el trabajo es la peor de las esclavitudes.”

Resulta llamativa la concepción que de la abolición del capitalismo desplegó Lafargue en su lucha contra él. Perseguía, obviamente, la desaparición del mismo y la redención de los trabajadores, sujetos protagonistas dirigidos por el partido de la revolución que habría de tener lugar. Pero mientras esta no aconteciera, era tarea prioritaria atajar la explotación capitalista mediante la reducción del horario laboral a tres horas. Elogió posiciones reformistas, como la del Gobierno de Gran Bretaña, que prohibió mediante ley superar las diez horas de trabajo diarias y aplaudió la acción de algunos “capitalistas inteligentes” que sostenían que para potenciar la productividad era necesario reducir las horas y aumentar los festivos.

Llamativas asimismo sus diatribas dirigidas a los trabajadores (con la intención de que se movilicen): “Prestando oído a las falsas palabras de los economistas, los proletarios se han entregado en cuerpo y alma al vicio del trabajo… embrutecidos por el dogma del trabajo…”. La proclama final de su escrito insiste en su afán de radical reducción de la jornada: “Si la clase obrera, tras arrancar de su corazón el vicio que la domina y que envilece su naturaleza, se levantara con toda su fuerza, no para reclamar los Derechos del hombre (que no son más que los derechos de la explotación capitalista), no para reclamar el derecho al trabajo (que no es más que el derecho a la miseria), sino para forjar una ley de bronce que prohibiera a todos los hombres trabajar más de tres horas al día, la Tierra, la vieja Tierra, estremecida de alegría, sentiría brincar en ella un nuevo universo… Pero ¿cómo pedir a un proletariado corrompido por la moral capitalista que tome una resolución viril?”.

Lafargue estaba convencido de que esas tres horas de jornada laboral procurarían la felicidad de los trabajadores. Algunas de las tesis mantenidas en su opúsculo tuvieron precursores ilustres, en favor y en contra. John Locke (1632-1704), estudioso de Aristóteles y Epicuro, sostuvo que “la necesidad de perseguir la felicidad es la base de la libertad”, lo que impresionó a Thomas Jefferson (1743-1846), padre fundador de los Estados Unidos y redactor principal de la Declaración de Independencia de 1776, donde se proclama: “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales, que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre ellos la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Adam Smith (1723-1790), padre de la economía y de sus múltiples facetas, aceptó (ignoro si un tanto compungido) que los salarios representaban una compensación a los trabajadores por su renuncia a una porción de su “tranquilidad, libertad y felicidad.”

Lafargue estaba convencido de que esas tres horas de jornada laboral procurarían la felicidad de los trabajadores. Algunas de las tesis mantenidas en su opúsculo tuvieron precursores ilustres, en favor y en contra

La obra de Smith es contradictoria. En La riqueza de las naciones (1776) defiende lo que denomina “sistema de libertad natural”, que implica que los individuos pueden adquirir riqueza para mejorar su situación. Sin embargo, en Teoría de los sentimientos morales (1759) advierte de que la búsqueda de la riqueza supone infelicidad, autoengaño y corrupción moral, y que la felicidad de los ciudadanos es el principal criterio por el que los sistemas políticos y económicos deben ser juzgados: “Todas las constituciones de gobierno (sic) son valoradas solamente en la proporción en la que tienden a promover la felicidad de sus súbditos”. Consecuentemente, Erik Matson se pregunta por la compatibilidad de estas dos obras: “Dada su preocupación por la felicidad del individuo, cómo puede Smith coherentemente apoyar la sociedad liberal al tiempo que afirma que la búsqueda de la riqueza tiende a producir infelicidad y deja a la gente expuesta a la ansiedad, el miedo, enfermedades y la muerte? (“A dialectical reading of Adam Smith on wealth and happiness”, Journal of Economic Behavior and Organization, September 2020, 184-3).

Curiosamente, hay en Rousseau (1712-1778) una contradicción similar a la de Smith. En sus escritos políticos iniciales, el suizo realiza una decidida apología del trabajo, puro y duro, pero al final de su vida (en concreto, en su libro de 1780 Ensoñaciones del paseante solitario, encontramos una posición pro pereza, asocia libertad y pereza y sostiene que las personas hallan la libertad en el acto de no hacer nada.

No todos los precursores fueron amables con la tesis que ulteriormente defendería Lafargue. Voltaire (1694-1778), defensor del espíritu industrial, sentenció: “Trabajar es vivir”, mientras que Kant (1724-1804) sostuvo que “la pereza, asociada a la cobardía, son condiciones para permanecer en un estado de tutela”.

Corro el riesgo de ser tachado por los lectores de escribir demasiado y… de ser lento, por lo que simplemente les brindo a continuación una breve bibliografía sobre el asunto. Por ejemplo, el premio Nobel Bertrand Russell (1872-1970), autor de Elogio de la ociosidad (1935), donde ironiza sobre la creencia de que el trabajo es una virtud. Milan Kundera (1929-), que en La lentitud (1995) escribe: “Por qué habrá desaparecido el placer de la lentitud? Un proverbio checo define la dulce ociosidad mediante una metáfora: contemplar las ventanas de Dios”. Carl Honoré (1967-) en Elogio de la lentitud. Un movimiento de alcance mundial cuestiona el culto a la velocidad (2004) nos introduce en el drama japonés del “karoshi” o muerte por exceso de trabajo. Anecdóticamente, la editorial informa que cuando Honoré realizaba las investigaciones para este libro fue multado por exceso de velocidad. Corinne Maier (1963-), autora de Buenos días, pereza, ofrece un jugoso capítulo titulado “No hacer nada: un arte”.

Un par de pistas finales. “No habremos idealizado la lentitud?” (EL PAÍS, 22-9-2022), de Ana Carrasco, gravita sobre dos ejes: “Nos falta lentitud en tiempos de aceleracionismo?” y “¿Y si descubrimos que no sabemos vivir en la calma?”

Por otro lado, algunas empresas han comenzado a servirse de nuestro tema en su publicidad. Hace unos días, Correos publicaba a toda página en la prensa nacional: “Llega el slow delivery, las entregas más eficientes… pero no más rápidas” y añade: “La filosofía de vivir sin prisas ha llegado al ámbito de la logística…”. Lo mejor: el anuncio se apoya, mencionándolo, en la obra de Carl Honoré. El recurso publicitario de otra compañía habla de “la velocidad tranquila”.

Inicialmente pensé que Paul Lafargue soñaba un mundo al revés, en la línea del precioso poema “El lobito bueno”, de José Agustín Goytisolo (1928-1999): “Érase una vez un lobito bueno, al que maltrataban todos los corderos. Y había también un príncipe malo, una bruja hermosa y un pirata honrado. Todas estas cosas había una vez, cuando yo soñaba un mundo al revés”. Ahora ya no estoy tan seguro.

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Emilio Menéndez del Valle es embajador de España.

El revolucionario francés Paul Lafargue (1842-1911), nacido en La Habana, tuvo una vida nada aburrida. Trasladado a Francia, realizó estudios universitarios hasta que, como buen seguidor y activista del anarquismo de Prouhdon, se le prohibió el acceso a cualquier universidad. Ello le llevó a Londres, donde conoció a Karl Marx, se hizo marxista e intimó con la familia, hasta llegar a casarse en 1868 con Laura, hija de Marx. Fue activo en España, donde intentó ayudar a los seguidores de Marx frente a los mayoritarios anarquistas. Publicaba artículos en La emancipación, entre otros, a favor de la creación de un partido de la clase obrera, tesis firmemente opuesta por el anarquismo, y por una radical reducción de la jornada laboral.

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