Ganó Lula. ¡Bravo! A esquerda ganhou ¡Bien! ¿Bien? Quizá no tanto. ¿Ganó? Las presidenciales sí. Más allá de posibles reacciones alérgicas del rebaño populista, ganó. Pero por un estrecho margen y debiendo enfrentarse a un Parlamento y numerosos entes locales contrarios a sus planteamientos, que quizás no sean (o sí) partidarios de los exabruptos de Bolsonaro, pero que están muy alejados de cualquier aroma de izquierdas que pueda emanar de una ley.
El resultado ajustado en las dos vueltas de las elecciones presidenciales en Brasil no niega sino que confirma que la marea de extrema derecha, aupada por métodos populistas depurados, sigue subiendo. No nos engañemos, que el espejismo no nos impida ver la realidad: la marea sube y permite el arribo de los vándalos. Los apuros de Biden, la victoria socialdemócrata en Dinamarca, o el exiguo 1,8 % de diferencia de Lula no son un signo del resucitar de la izquierda (llamar izquierda a Biden ya es un síntoma), sino de que la derecha sigue subiendo en gran parte del globo (el triunfo de Netanyahu es sintomático), demostración de que se está esmerando en perfeccionar sus métodos de control de masas. Las técnicas de sometimiento de voluntades se depuran y generalizan. No nos extrañemos de que veinte siglos después, siga vigente la frase de Séneca en sus epístolas: “nulla servitus turpior est quam voluntaria” (no hay esclavitud más vergonzosa que la voluntaria). La derecha se está “modernizando” (¡qué ironía!), mientras la izquierda, e incluso el centro, siguen reclinados en su convencimiento de estar en el lado bueno de la historia, y que su certeza será suficiente para que, tarde o temprano, la ciudadanía se dé cuenta y se aleje de los manipuladores de ideales. Mientras tanto, la marea va subiendo. No hay ninguna garantía de que los Estados Unidos, entre otros, no lleguen a ser una dictadura de corte nazi, tal como apuntó Philip Roth en su profética La conjura contra América.
La derecha se está “modernizando” (¡qué ironía!), mientras la izquierda, e incluso el centro, siguen reclinados en su convencimiento de estar en el lado bueno de la historia
Dice Byung-Chul Han que “hoy vivimos en una sociedad de la supervivencia. Avanzamos colgándonos de una crisis a la siguiente, de un apocalipsis al siguiente, de un problema al siguiente. Así la vida se atrofia y se reduce a resolver problemas”. Y ello es cierto, y también que hoy no es posible la revolución, como indica el título del artículo. Pero sí, añado, lo sería la evolución, si el opresivo día a día nos permitiera una reflexión en clave solidaria. Y es ahí donde la derecha va ganando en su labor de freno y marcha atrás.
Los tiempos cambian, y los organismos han de ir adaptándose a los cambios. Y en el caso de los asuntos públicos, incluso adelantándose a ellos para planificar futuras actuaciones. Exactamente lo que no ha pasado con el cambio climático. ¡Cuántas voces se habían alzado en el pasado!, ¡cuántas más recientemente! Sin embargo, unos pocos y tímidos avances no van a ser suficientes frente al poderío de grandes corporaciones y de los gobiernos que las sustentan, los cuales, mientras algunos se desgañitaban en vano ellos iban a lo suyo, que había sido lo nuestro y pronto no será de nadie. Podríamos establecer un paralelismo con la evolución política que vivimos: los avances en la destrucción del medioambiente han seguido un camino similar a la degradación de las instituciones públicas, fomentada por una derecha a la que ya le va bien que se erosione el poder legislador. Si los mimbres de antaño se degradan, si ya no sirven (o así se nos dice), aparece la angustia, el agarrarse a un clavo ardiendo. O bien el optar por el cigarrillo del penado, acudiendo a la libertad prostituida que por unos instantes nos hará sentir alejados del mundanal ruido. El precio habrá sido la sanidad, la educación, la esperanza.
¿Y cuando haya mayoría de extrema derecha en la Unión Europea? Nos manifestaremos; firmaremos declaraciones; incluso veremos cuáles de las atomizadas opciones de izquierdas quedan en pie para votarlas, y llamaremos a la movilización. “Después de muerto Pascual, le llevan el orinal” (eso no lo dijo Séneca, pero vale igual).
Volvamos a Brasil. Apartémonos del preocupante 1,8 % de diferencia en votos. Pongamos sobre el papel otros datos:
Participación, 79,1%. Lo que en un país donde es obligatorio votar no es muy alentador. Por otra, el que Lula no consiguiera la mayoría absoluta en la primera vuelta. Ello es discutible si vemos el artículo 211 de la ley electoral brasileña, donde se consigue la presidencia con la mayoría una vez deducidos los votos nulos y en blanco. Así, en la primera vuelta, Lula consiguió el 48,4% de los votos frente al 43,2% de su oponente. Si son preocupantes los 51 millones de votos a Bolsonaro, aún lo son más, a mi entender, las razones por las que Lula no consiguió el 1,6% que le faltaba (algo menos de dos millones). En primer lugar, hubo 1.964.779 votos en blanco, y 3.487.874 nulos. O sea, que con la mitad de los cernícalos que se lo tomaron a broma no hubiera sido necesaria una segunda vuelta.
En segundo lugar, los votos que fueron a otros partidos, que ya en el cajón de salida sabían que su única función era enmarañar los resultados: casi 5 millones para el centro tradicional de Simone Tebet, y 3,6 millones del izquierdista PDT o los 2 millones otorgados a “otros”. Con otros planteamientos, ¿no hubieran salido los 2 millones entre los más de 10 a ellos dirigidos?
Podemos entender la necesidad de presentarse en circunstancias normales, en las que se chupa algo en los medios, se apoya a algún candidato local con posibilidades y otras ventajas, entre las que no es menor la del halago a la personalidad del líder, casi siempre incombustible. Pero ¿alguien duda que lo de Brasil era una situación de emergencia, no solo política sino de modelo de ámbito mundial?
Lo veremos en pocos meses en nuestro país. Se seguirá optando por denostar al próximo (aquello de los caladeros de votos), erosionando su imagen, con lo que degradamos también la nuestra, mientras se olvidará al no votante, al angustiado (y angustiada) que se siente tentado por la derecha que le ofrece un placebo etiquetado como libertad. ¿Qué plantea la izquierda? Esfuerzo, colaboración, empoderamiento (lo que quiere decir levantar el culo y subir a un carro). Constantemente se está dando a escoger entre el botellón y el mitin; entre la horda futbolera y la manifestación sindical. Y ya sabemos que “laborare stanca”, como dijo Pavese.
Junto a la obsolescencia, ley de vida, de la Constitución y la ley electoral, nacidas antes de internet y sin visos de adaptarse a los nuevos tiempos, también se ha ido enmoheciendo el sistema de partidos, con personalismos y banderías que impiden una ágil respuesta a las demandas sociales. En la derecha hay una división de funciones, donde la oligarquía se encarga de generar la sed y dar luego la bebida nunca saciante, con lo que las estructuras políticas solo han de ir desarrollando el entramado legislativo que siga enriqueciendo a la primera. Por el contrario, en la izquierda, las formaciones han de asumir las dos funciones: generar el ambiente propicio que las lleve al poder y legislar en beneficio de la mayor parte de la gente. En tiempos turbulentos, bastante hacen con ir apagando fuegos con una serie de leyes inmersas en un inamovible sistema (para muestra, el CGPJ). Y así, poco a poco, susto a susto, bulo a bulo, duda a duda, van perdiendo fuelle y votantes en cada uno de los frecuentes comicios convocados.
He citado la crisis climática. Tarde, mal y a regañadientes, pero muchos países han acudido a la COP27. Quizá sirva para algo. ¿Y para la crisis política? ¿Cabría pensar en una POC27 —political open conference— en la que se analizara la esclerosis que está llevando a la parálisis funcional a los partidos de izquierdas y por extensión a la democracia? Y que, desde luego, propusiera soluciones.
Sé que es utópico, pero ¿no sería mucho más entendible para el ciudadano de a pie que antes de los comicios se pusieran de relieve las coincidencias programáticas, que son muchas, y no los defectos aireados agriamente?
Cada vez es más acuciante la necesidad de acuerdos previos, en positivo, y no a posteriori y de mala gana. Ante unas elecciones, los partidos más o menos próximos se esmeran en denostar al vecino, incluso más que al verdadero adversario. Luego, la necesidad les obliga a compartir mesa, pero los agravios, las exageraciones, las promesas utópicas, van a penalizar gravemente su capacidad de gestión. Sé que es utópico, pero ¿no sería mucho más entendible para el ciudadano de a pie que antes de los comicios (e incluso durante toda su trayectoria) se pusieran de relieve las coincidencias programáticas, que son muchas, y no los defectos aireados agriamente? ¿Se podría llegar a un acuerdo previo a los comicios, en el sentido de que “Los puntos X, Y, Z formarán parte de nuestra hoja de ruta, apoyándola tanto si estamos dentro como fuera del gobierno”? Habría, lógicamente, alguna discrepancia y muchos matices, pero el sentimiento de una cierta homogeneidad en cómo afrontar los retos de futuro daría un calorcillo elector hoy no solo inexistente sino incluso erosionado por las críticas constantes. Decía Santos Juliá respecto al Frente Popular: “Volvió a encenderse, en aquella mitad de España que se sintió derrotada en las elecciones de 1933, la esperanza de un nuevo triunfo, inspirado no tanto por lo que el pacto decía, sino por el simple hecho de decirlo, por la escueta razón de su existencia”. El positivo efecto, previo a los comicios, del anuncio de esta mínima pero suficiente empatía. ¿Podemos sumar?, ¿querremos?, ¿sabremos?
Además, quizás la oportunidad de poner sus siglas en una declaración conjunta de intenciones sería una vía para dar visibilidad a colectivos y grupos que, hasta ahora ninguneados por los medios, optan por presentar candidaturas sin ninguna opción al mínimo éxito. No quiero herir susceptibilidades, pero si se consiguiera un sólido acuerdo “de izquierdas” sobre el maltrato animal o las energías renovables, quizá muchos de los votos que van a opciones ecologistas o animalistas recalarían en los partidos que sí tienen posibilidades de conseguir escaños, avanzando así en las propuestas compartidas. Se requeriría una práctica constante de dicha apertura, no como oportunismo electoral sino como fruto de un compromiso firme de mantener en el tiempo dicha reflexión conjunta y apertura a los participantes. Muy lejos de lo que hoy se proclama con buena dosis de fariseísmo como “participación”.
La proliferación de candidaturas, que aparentemente facilita la decisión del votante, requiere de una dedicación de esfuerzos sin ninguna recompensa política que serían, son y serán necesarios para empujar día a día en dirección a un mundo más justo y solidario… y ecologista, y feminista, y animalista… ¿De verdad la mejor manera de avanzar en tales reivindicaciones es invertir gran parte de la energía disponible en obtener algunas decenas de miles de votos improductivos? Volviendo al Brasil: ¿Algún lector puede citarme las propuestas que bajo el paraguas de “otros”, arañaron en la primera vuelta casi los dos millones que le faltaron a Lula?
¿Razones? En primer lugar, difícilmente se vota lo que no se conoce. Y la mayoría de las opciones claramente minoritarias solo llegan a los avisados: a los pocos que votarán, y a los de opciones similares que nunca lo harían. Sin embargo, posters, viajes, mítines, valen un dinero y requieren de un tiempo que si se emplearan en la lucha cotidiana por las causas que se defienden, quizá obtendrían mayor logro.
En segundo lugar, el que gente entregada, de militancia heroica en sus precarias condiciones, se decida a lanzarse al ruedo indica una falta de disposición honesta de los partidos con opciones electorales a recoger sus reivindicaciones. En partidos donde reinan los taifas envanecidos (y no hablo solo de los barones), ¡qué les van a decir esos frikis de causas perdidas! En la derecha, aunque exista el mismo problema, el daño es menor dado que quien realmente decide son los poderes fácticos, cuya autoridad no niega nadie puesto que ahí reside su misma razón de ser.
¿Utópico? Pues sí, pero en la carrera entre derechas/izquierdas para controlar/convencer a la ciudadanía, van ganando las primeras. Van quedando pocos reductos donde aún se piense en el pueblo como sujeto de dignidad intrínseco y no como mero cliente. En cada rifirrafe político hay abandonos y colectivos de lucha social que se derrumban. Y entretanto va subiendo la marea ultraconservadora y las viejas estructuras no solo no la paran, sino que, con su inadaptación, favorecen su ascenso. Así que ¡manos a la obra!
El pensador y exministro Manuel Castells escribió: Si tuviéramos que identificar un objetivo unificador del movimiento (indignados), este sería la transformación del proceso político democrático. Se imaginaron muchas versiones distintas de la democracia, y cómo conseguirla. Uno de los temas más populares era la reforma de la Ley Electoral… La idea era que sin unas instituciones políticas realmente democráticas, cualquier política progresista o las decisiones adoptadas no se implantarían, ya que los políticos no serían responsables ante sus ciudadanos y seguirían sirviendo a los poderes establecidos. De ello hace ya diez años.
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Antoni Cisteró es sociólogo y escritor. Es autor de 'Participar hoy. Notas para una participación eficaz' y miembro de la Sociedad de Amigos de infoLibre
Ganó Lula. ¡Bravo! A esquerda ganhou ¡Bien! ¿Bien? Quizá no tanto. ¿Ganó? Las presidenciales sí. Más allá de posibles reacciones alérgicas del rebaño populista, ganó. Pero por un estrecho margen y debiendo enfrentarse a un Parlamento y numerosos entes locales contrarios a sus planteamientos, que quizás no sean (o sí) partidarios de los exabruptos de Bolsonaro, pero que están muy alejados de cualquier aroma de izquierdas que pueda emanar de una ley.