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A los no lectores de infoLibre, también

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Barcelona, 20 de julio de 1936. Centenares, miles de hombres de todas las edades, subiéndose a un camión para parar el fascismo en Aragón. No habían leído ni a Marx ni a Bakunin, pocos pertenecían a un partido político, pero les unía un sentimiento profundo que les empujaba a arriesgar sus vidas para conservar los avances que estaba consiguiendo la República. También en Madrid, Málaga o Badajoz. Tenían algo en común. También con las mujeres que se aprestaron a ir a las trincheras o a coser uniformes, a hacer de enfermeras o maestras. Sabían, intuían, lo que defendían, había una conciencia global, difusa pero que abarcaba a un elevado porcentaje de lo que podemos llamar 'pueblo'.

Y hoy en día, ¿qué podemos tener en común los que pensamos que se está a punto de perder lo conseguido tras décadas de esfuerzo? ¿Se puede aún hablar de “conciencia de clase”? Quizá sí en algunos casos, pero ¿qué entendemos por clase en este 2023? ¿Dónde está el sustrato común que pueda favorecer el crecimiento de proyectos, convicciones y posicionamientos?, ¿quién lo riega?

Me quito el sombrero ante la honesta y profesional labor de infoLibre, pero no puedo evitar pensar en quién estará leyendo ahora estas líneas. A buen seguro, cientos, miles de personas, visitarán su web en algún momento del día; algunos quizá tropiecen con este artículo. Casi siempre los mismos: concienciados, sensibles a los avatares de la sociedad; insuficientes.

Me dirijo a los lectores, y también a tantos y tantos círculos de gente consciente de la gravedad de la situación. Se realizan esfuerzos encomiables para fomentar el debate y la reflexión, pero habitualmente se hace en círculos ya iniciados que difícilmente trascienden más allá de sí mismos. Abundan las piscinas, pero escasea el riego. Sentimiento individual de estar cumpliendo con la conciencia, eso sí, pero insuficiente.

Vayamos ahora a cualquier concierto de los que ensordecen nuestras noches: oteando sobre el mar de cabezas iluminadas por su móvil, pensemos: ¿Cuántos son conscientes de lo que está en juego? Algunos sí, claro, pero para la gran mayoría su punto de encuentro no pasa de un afán insaciable de placer y, a menudo, olvido de lo que está pasando.

O bien cuando, estrujado en el Metro, percibo sudor, móviles y algún pisotón; cansancio, preocupación por el trabajo, el colegio de los niños, quizá algún problema de salud, y me pregunto: ¿Hay un mínimo de conciencia compartida? ¿Qué porcentaje es consciente de que lo avanzado en sanidad, educación o pensiones, está hoy en riesgo de regresión?, ¿Cuántos van a tenerlo presente al emitir su voto?, e incluso: ¿cuántos de ellos y ellas irán a votar?

En algún artículo anterior puse la frase: Si las mareas se unieran serían un tsunami. Bonita, lapidaria, pero incierta. No basta con las mareas, por meritorias, heroicas, que sean. Para conseguir una verdadera fuerza deberían trascender su ámbito y llegar a toda la población, les afectara o no la reivindicación que les mueve.

Insisto: ¿Puede haber un mínimo denominador común de tanta y tanta gente que está a punto de ver virar su destino a la derecha? Si no existe, habría que generarlo. Pero para ello, debería llegarse hasta el más recóndito núcleo social.

Pensemos en un ciudadano o ciudadana de a pie: trabajo, familia, salud… Bastante tiene con ir tirando y si queda un momento, divertirse para conseguir “no pensar en nada”. ¿Qué parte de su tiempo puede dedicar a informarse y reflexionar sobre la situación política y social? En una encuesta nacional [i], casi el 70% respondía que no participaban (a cualquier nivel y ámbito) por no disponer de tiempo. Y sin embargo, aún sin involucrarse en algo, ¿qué recibe?: ruido, ruido, ruido, hecho adrede para ahogar la música de los infolibres, diarios, o públicos de turno.

¿Qué tienen en común un indignado pendiente de una prótesis de cadera, un homosexual marginado por su condición, un pensionista que no llega a final de mes, una mujer cobrando menos que su equivalente masculino o aquel preocupado por el cambio climático? Trascendamos la valiosa, antigua, división basada en el trabajo. Preocupado cada cuál por un tema, no siempre se siente concernido por los otros. Y sin embargo, todos tienen una raíz común: Se está condicionando su destino, sin que ni tan solo la población tenga conciencia de ello, y menos de los medios para corregir una deriva que les somete cada día más. Salvo unos pocos círculos hipermotivados, predomina el fatalismo o la simple ignorancia en todos los ámbitos sociales: desde los que sí llegan a final de mes y pueden permitirse hacer vacaciones, ir al gimnasio o al concierto de turno hasta los que hacen cola en el Banco de Alimentos, los desahuciados o los sin papeles. Unos, porque suponen que ya les está bien y los otros por creer que, por mucho que cambie, ellos tendrán siempre las de perder.

Primero fue el control de la mano de obra: esclavos, siervos…, luego el dominio de los medios de producción y el dinero. Si antes se amenazaba con la horca y luego con la miseria, ahora se condiciona el futuro sin imponerlo, simplemente inoculando la inopia. Entrado ya el siglo XXI, se perfila ya el control de las mentes mediante la Inteligencia Artificial. Ante ello cabe una constatación: La gente cada vez es menos dueña de su destino y además, gran baza de los explotadores, sin que se perciba o haya interés en verlo. Podemos alegar que esto ha sido así desde siempre, y es cierto. Pero quizá lo que es más novedoso es que se ignora, se acata sin rechistar por parte de una gran parte de la población. Hasta no hace mucho, había distinciones claras que, incluso inconscientemente, circunscribían el ámbito en el que vivía cada uno, lo que favorecía la conciencia reivindicativa: “soy trabajador, ergo voto a las izquierdas”. Ahora no. Si nos centramos en la división entre los que deciden el destino de las colectividades y los que se ven fatalmente arrastrados a él, en este segundo segmento, que incluye a la mayoría de la gente, no existe tal conciencia aglutinante. Se han rendido en la lucha por entender dónde vamos a parar. El mundo es demasiado complicado, se aduce: el futuro se decide fuera de mi alcance, Washington, Pekín, Silicon Valey, a lo sumo Bruselas, así que, si puedo, me voy a la playa o al concierto, y ¡que salga el sol por Antequera! (por cierto, con mayoría absoluta del PP). En caso contrario, si no puedo ir a ningún sitio, pues me aguanto y me limito a alejarme de cualquier disquisición sobre las causas de mi desgracia. Intento huir del sistema. Y, ¿qué mejor huida que destruirlo, o seguir a los que predican su aniquilamiento, aunque sea de boquilla? (en tiempos de desánimo y fatalismo, proliferan los flautistas de Hamelin de pacotilla).

Esta es la baza de la derecha que está penetrando en todas partes. Oculto dentro del “burro de Troya”, está un ejército de destructores del sistema que tanto ha costado levantar. Les basta con el mensaje, cierto o no, de lo fatal que está lo establecido. Una vez en el poder, por descontado, no lo destruirán, se limitarán a exprimirlo, envileciéndolo. Ya lo dijo Azaña: Mi temor más fuerte no es que la República se hunda, sino que se envilezca[ii]. Noventa años después, siguen en ello. Por eso sigue también vigente la pregunta que se hace don Manuel, que sigue: ¿Estoy obligado a acomodarme con la zafiedad, con la politiquería, con las ruines intenciones, con las gentes que conciben el presente y el porvenir de España según le dictan el interés personal y la preparación de caciques o la ambición de serlo? Y concluye: ¿Qué hago yo aquí? De cuanto he realizado, lo más beneficioso sería la siembra por el ejemplo. Pero el ejemplo no se ve, acaso, oculto por la polvareda de la batalla cotidiana. Ni lo sabrán ver nunca. Trágicas y actuales palabras.

¿Imaginamos hoy en día tal prédica por el ejemplo? ¿Llega al conjunto de la sociedad la intensa y meritoria labor realizada por la izquierda (con errores y dudas, pero muy positiva en definitiva), en tiempos de hedonismo y mercantilización de la vida diaria? Si en su tiempo ya no llegaba, qué decir en días de redes sociales, televisiones y medios difundiendo el “¡diviértase quién pueda!”.

A mi entender, este ha sido el error, o el olvido, de los partidos y colectivos de izquierdas. Han trabajado honesta e intensamente, pero no han llegado a impregnar la sociedad con una conciencia aglutinadora y reconocedora de dichos esfuerzos. No vale con unos días de campaña, la conciencia se labra día a día, en cada momento y rincón, ante todo tipo de públicos, en especial con los no interesados. Paso a paso, charla a charla, verso a verso. Es duro, a menudo ingrato, pero nos va el futuro. Si la mancha de aceite no se extiende, tenemos los días contados.

Sí, quizá proceda la unión de los que aún queremos ser conscientes de nuestro destino, como dijo André Malraux en el último párrafo de su novela La esperanza[iii]: Manuel oía por primera vez la voz de aquello que es más grave que la sangre de los hombres, más inquietante que su presencia en la tierra: la posibilidad infinita de su destino. ¿Lo vamos a dejar en manos de chapuceros fascistas? Por mi parte, aquí lo dejo y bajo al bar a dar la vara.

[i] CIS, 2017.

[ii] CONTRERAS, Josep. (2008). Azaña y Cataluña. Barcelona, Edhasa. Página 191. Citando la entrada del 11 de junio de 1933 de sus Diarios completos.

[iii] MALRAUX, André (1995). La esperanza. Madrid, Ed. Cátedra. Página 551.

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Antoni Cisteró es sociólogo y escritor. Es autor de 'Participar hoy. Notas para una participación eficaz' y miembro de la Sociedad de Amigos de infoLibre.

Barcelona, 20 de julio de 1936. Centenares, miles de hombres de todas las edades, subiéndose a un camión para parar el fascismo en Aragón. No habían leído ni a Marx ni a Bakunin, pocos pertenecían a un partido político, pero les unía un sentimiento profundo que les empujaba a arriesgar sus vidas para conservar los avances que estaba consiguiendo la República. También en Madrid, Málaga o Badajoz. Tenían algo en común. También con las mujeres que se aprestaron a ir a las trincheras o a coser uniformes, a hacer de enfermeras o maestras. Sabían, intuían, lo que defendían, había una conciencia global, difusa pero que abarcaba a un elevado porcentaje de lo que podemos llamar 'pueblo'.

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