La patria y la quijada perdida de Caín

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José Manuel Rambla

En las novelas de Galdós los niños madrileños jugaban a la guerra civil. Y en esas seguimos. No hay espacio a salvo de esta afición, que Goya tan bien supo inmortalizar, por transformar los debates nacionales en garrotazos. La tortilla de patatas, propuesta gastronómica que con más consenso asume el adjetivo de española, desatará el más despiadado San Quintín con tan solo nombrar a la cebolla. De los desencuentros por la receta de la paella, ya ni les cuento. Tal es la interiorización de estas actitudes que a nadie le sorprendería si mañana los arqueólogos descubrieran en Atapuerca la quijada perdida de Caín.

España parece como esos archipiélagos condenados a estar separados por lo que les une, en lugar de alegrarse de estar unidos por lo que les separa. O al menos esa es la tradición a la que se aferra con más fuerza la derecha española. Cuanto más confirman la diversidad de sensibilidades que componen la realidad plural de este país, más se empecinan los conservadores en la inamovible defensa de su unidad de destino en lo universal. Así es desde que el término España comenzó a desplazar ese otro preferido por los antiguos de 'las Españas'. Aquel mismo día irrumpió en el pensamiento conservador la idea de la antiEspaña, que desde Fernando VII no ha dejado de inspirar justificaciones para el palo y tentetieso.

El espíritu de los estatutos de limpieza de sangre fue de este modo asimilado como quintaesencia de una quimérica noción de patria incapaz de asumir otra reacción ante la diversidad que no pase por la amputación de la parte considerada corrupta. Sefarditas y moriscos serían los primeros en sufrirlo, antes incluso de que la patria misma empezara a imaginarse. Desde entonces la obsesión por salvar a España de la antiEspaña ha sido una constante: ”A cualquier precio”, contestó sin vacilar Franco cuando en 1936 le preguntó el periodista norteamericano Jay Allen si eso implicaba fusilar a media España; “no queda más remedio que empezar a fusilar a 26 millones de hijos de puta”, replicará por whatsapp en 2020, como un eco grotesco, el general retirado Francisco Beca.

Este afán por monopolizar las esencias patrias no es, claro, un fenómeno exclusivo de la derecha española. En 1914 los internacionalistas europeos comprobaron trágicamente la facilidad con que las clases trabajadoras asumían el discurso patriótico conservador mientras eran conducidas, animadas por la socialdemocracia establecida, al matadero de la Gran Guerra. Incluso hace pocas semanas hemos visto con estupor cómo cientos de militares franceses hacían velados llamamientos al golpe de estado para frenar a las “hordas” de inmigrantes y pobres. Sin embargo, lo que hace peculiar al caso español es la perseverancia del pensamiento conservador en reservar toda su inquina en exclusiva contra el imaginario enemigo interior.

De este modo, la derecha de estas tierras no solo se apropia de la idea de patria sino también del sentimiento del rencor, esa oscura pasión que a menudo es el único consuelo de los perdedores pero que aquí, paradójicamente, se ha convertido en privilegio exclusivo de los vencedores. Tanto es así que, como destaca Marc Ferro en su ensayo sobre el resentimiento en la historia, al único colectivo de perdedores al que, en nombre de una supuesta concordia, se le ha negado el derecho a este sentimiento ha sido a los viejos republicanos españoles. Una idealizada reconciliación que los conservadores aprovechan aún hoy para disfrazar su rencor y tildar de “revanchismo” cualquier tímido intento de reivindicar una memoria democrática que vaya más allá de 1978.

Patria y rencor son de este modo los dos grandes activos ideológicos de la derecha española, especialmente ahora que el dogma neoliberal parece encontrarse en horas bajas. Es la España siempre lista al “a por ellos” contra esa antiEspaña sin otra ambición que destruir, por pura maldad, las esencias de la nación. Un discurso capaz de calar en no pocos sectores sociales ávidos de referentes con los que combatir la fragmentación de una realidad donde, además, la agonía de las viejas comunidades alternativas, como la gloriosa clase obrera, ha dejado a la izquierda desorientada ante la poliédrica composición de las nuevas clases populares. Especialmente cuando las corrientes progresistas ni siquiera se atreven a reivindicar el hedonismo libertario y juvenil del sesenta y ocho para generar identidad, atenazadas hoy por lo políticamente correcto y las restricciones sanitarias. Miguel Ángel Rodríguez e Isabel Ayuso lo tuvieron claro y supieron aprovechar aquel espíritu transgresor y burlón para, tamizándolo por el individualismo posesivo liberal, actualizar la rancia consigna de Dios, Patria y Rey con su versión madrileña de Patria, Rencor y Cañas.

La consecuencia de todo esto es el bucle inmovilista al que la derecha está condenando al país. Lo demostraron con su frentismo contra la reforma del Estatut de Catalunya en 2006, su nauseabundo uso de las víctimas del ETA o su premura en convertir el poder judicial en la reserva espiritual de Occidente, cerrando así la puerta al más mínimo debate político. Más aún, ese eterno retorno instalado en el argumentario conservador no duda en situar cada vez más lejos el punto originario: si Abascal enraizó en Don Pelayo su proyecto ultra de reconquista, Pablo Casado y su peculiar concepción del centroderecha no dudan en dar un pasito más atrás para presentar el indulto a los presos catalanes casi como una reedición de la traición del conde Don Julián. Esperpento y surrealismo son la versión nacional del costumbrismo, como bien intuyeron Valle-Inclán y Buñuel.

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Por eso, por mucho que a Alberto Feijóo todo esto le suene a gaita destemplada, la plaza de Colón se ha convertido en la gran foto de la derecha española. Una instantánea con olor rancio a daguerrotipo viejo, con independencia de que los posados sean más o menos explícitos. ¿Pero qué importan las reticencias del gallego? ¿O qué importa que se excluya del debate cualquier proyecto de futuro, territorial o social, para este país? El futuro es algo que solo preocupa a quienes carecen de presente: jóvenes precarizados, trabajadores, periféricos, excluidos, pobres. Proyectar un mañana para ellos siempre tiene algo de utópico, y las utopías, ya se sabe, nunca traen nada bueno. Sobre todo para quienes controlan el presente desde el barrio de Salamanca o La Moraleja. Por eso resulta más cómodo para la derecha aferrarse a un pasado idealizado, aunque los males enquistados del país terminen en necrosis. No importa nada. Lo crucial es dejar constancia de su abolengo clasista, el único metafísicamente legitimado para gobernar el reino, aunque sean incapaces de atraer al más pequeño interlocutor parlamentario para hacerlo. Lo decisivo es hegemonizar gramscianamente las peroratas de cuñado en las barras del bar, acaparar likes en Twitter y liderar los sondeos. Y estar siempre en el lado bueno de la Historia, con mayúscula, esa privilegiada posición que solo se alcanza cuando te llaman fascista.

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José Manuel Rambla es periodista.

En las novelas de Galdós los niños madrileños jugaban a la guerra civil. Y en esas seguimos. No hay espacio a salvo de esta afición, que Goya tan bien supo inmortalizar, por transformar los debates nacionales en garrotazos. La tortilla de patatas, propuesta gastronómica que con más consenso asume el adjetivo de española, desatará el más despiadado San Quintín con tan solo nombrar a la cebolla. De los desencuentros por la receta de la paella, ya ni les cuento. Tal es la interiorización de estas actitudes que a nadie le sorprendería si mañana los arqueólogos descubrieran en Atapuerca la quijada perdida de Caín.

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