Quienes trabajamos en el ámbito de la política internacional nos lamentamos a menudo del poco peso que tienen las cuestiones geopolíticas en el debate público. Hay procesos decisivos y determinantes para el futuro de nuestras sociedades (de los acuerdos climáticos o comerciales a las negociaciones presupuestarias de Bruselas) que contemplamos desde demasiado lejos. En general seguimos considerando que la política exterior es algo secundario, que cada tanto se hace presente bajo forma de desastre o de catástrofe (la crisis financiera, el calentamiento global, los atentados terroristas: sucesos que nos golpean desde un afuera que vemos como espectadores, como sujetos pasivos). La distancia y la falta de interés legitiman la escasísima ambición de nuestro Gobierno y refuerzan una opacidad que le permite no rendir cuentas por las decisiones –en ocasiones desastrosas– que está tomando en nuestro nombre en la escena internacional.
La posición de España frente al Tratado internacional de Prohibición de Armas Nucleares (TPAN) es un claro ejemplo de todo ello. Hay al menos tres buenas razones para tener un debate público sobre el TPAN. La primera es que, aunque suene exagerado o cueste tomar en serio el mediocre folletín de insultos intercambiados por Kim Jong Un y Donald Trump, es un hecho objetivo que vivimos el mayor riesgo de confrontación nuclear conocido desde la Guerra Fría. La segunda, más anecdótica, aunque también significativa, es que este domingo le han dado el Nobel de la Paz a la Campaña Internacional para la Abolición de las Armas Nucleares, una plataforma de la sociedad civil que ha tomado la iniciativa en el desarrollo del Tratado (y que, a diferencia de unos cuantos galardonados anteriores, no es sospechosa de cometer ni haber cometido ningún tipo de violaciones de derechos humanos o crímenes contra la humanidad). La tercera es que más de 122 países participaron en el proceso para la adopción del TPAN, que 56 ya lo han firmado, y que España no es uno de ellos. De hecho, el Gobierno ni siquiera participó en esas conversaciones, ha obstaculizado por todos los medios el proceso, y no ha tenido que dar hasta ahora ni media explicación pública sobre quién ha tomado esa decisión, por qué razones, o cuál es la posición oficial de nuestro país al respecto.
Es una cuestión, sin embargo, que bien merecería ese debate. Resulta extraño que existan instrumentos internacionales (que se han demostrado en general exitosos) para prohibir armas con menor capacidad destructiva como las minas antipersona o las bombas de racimo, y que sin embargo haya un vacío legal sobre la prohibición de las armas que mayor peligro objetivo suponen para la humanidad. El marco existente en esta materia, el Tratado de No Proliferación concluido en 1968, no sólo estaba pensado para un mundo muy diferente del actual, sino que además fracasó en su objetivo principal: que ningún país diferente a las potencias nucleares de 1968 lograra adquirir armas nucleares. Desde aquel año, al menos Israel, India, Pakistán y Corea del Norte lo consiguieron y las mantienen, y en el caso de Irán han sido necesarios años de un arduo proceso de mediación y negociación internacional para evitarlo –que como todo lo que es sensato en este mundo, podría tener las horas contadas en la era Trump–. Desde hace muchos años, en todo caso, es un constante motivo de alerta y preocupación que esas armas existentes no se mantengan en buenas condiciones o que puedan acabar en manos de actores estatales o no estatales (como grupos terroristas) dispuestos a utilizarlas.
No parece muy sensato insistir en un paradigma fallido, y eso es lo que plantea el TPAN: superar el actual régimen internacional de seguridad nuclear y adoptar un enfoque de prohibición y desarme que se ha mostrado exitoso para otros tipos de armas. La principal crítica a ese planteamiento –esgrimida, ya es casualidad, por los países que tienen armas nucleares– es su falta de realismo: el paradigma de la prohibición está condenado al fracaso porque las potencias nucleares, es decir, ellos mismos, nunca van a renunciar a mantener sus armas. Es evidente que esas potencias nunca harán algo así en un mundo regido por sus propios intereses. Pero el Tratado no plantea en ningún caso gestos unilaterales o inocentes. De hecho parte de la premisa exactamente contraria: los Estados que poseen armas nucleares renunciarán a las mismas únicamente cuando otros Estados, que consideran enemigos, renuncien a poseerlas. Para que esto ocurra es necesario partir de un compromiso común y equivalente para todos los gobiernos: la prohibición obligatoria y con garantías de las mismas. Existen mecanismos suficientes para asegurarlo. Lo que no existe es voluntad política para ello: el TPAN ha sido activamente boicoteado por la OTAN, que ha prohibido la firma a sus países miembros.
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Aquí llegamos al punto de inicio: la posición de España, que se resume sencillamente en estar con “los países de la OTAN” y reforzar ese silogismo tramposo que dice que algo es imposible porque no hay voluntad para hacerlo. Con esa postura, España ha renunciado a tener una voz propia en un ámbito decisivo para la política de seguridad global. El discurso oficial –que consiste en decir que no hay otra alternativa que estar con "nuestros socios", como si España no tuviera más socios que la OTAN, o como si la OTAN implicara carecer absolutamente de autonomía o de voz propia– es sencillamente falso. Países con posiciones geopolíticas similares a la nuestra apoyan una política antinuclear mucho más avanzada. Es el caso de Austria, que ha liderado los trabajos del TPAN, o Nueva Zelanda, un importante aliado militar de los Estados Unidos que, pese a su oposición frontal, aprobó en el año 1988 una ley que prohibía las armas nucleares en su territorio. La lógica es exactamente la contraria. Sin presión internacional, sin esfuerzos coordinados para superar un orden pensado para la Guerra Fría (con sus dinámicas de bipolaridad y previsibilidad de bloques), será imposible garantizar una seguridad real en el siglo XXI. Que la ley de la selva, el rearme o la carrera armamentística seduzcan a Donald Trump parece comprensible. Que eso vaya en el interés de España, no.
Hablemos por tanto con claridad. Si España decide obedecer los mandatos de la OTAN en esta materia no es porque no haya alternativa, sino porque se ha tomado la decisión estratégica de asumir una posición subalterna respecto a los intereses de los Estados Unidos, que se consideran como propios. Esta posición, originada en la visión del mundo y el discurso ideológico del aznarismo, sería legítima –aunque igualmente desastrosa– si se explicitara y se explicara públicamente. El problema es que el Gobierno no lo dice, ni rinde cuentas por decisiones que afectan y comprometen la seguridad de todos y todas.
Hace 20 años España firmó tras muchas reticencias el Tratado de No Proliferación. Lo hizo un presidente que, en un programa de televisión dos años antes, había descrito el TNP como "una de las mayores hipocresías del mundo, un tratado que imponen los países que tienen armas nucleares a los que no las tienen. Yo no tengo intención de fabricar armas nucleares, pero tampoco acepto que me humillen". Entonces los EEUU nos impusieron firmar un tratado antinuclear y España obedeció hablando de mantener la dignidad. Hoy nos exigen no firmarlo, y España obedece sin decir media palabra. Es una decisión torpe en geopolítica, pobre en democracia y una enorme irresponsabilidad de Estado. ______________________Pablo Bustinduy es secretario de Relaciones Internacionales de Podemos y José Medina forma parte de ese órgano.
Quienes trabajamos en el ámbito de la política internacional nos lamentamos a menudo del poco peso que tienen las cuestiones geopolíticas en el debate público. Hay procesos decisivos y determinantes para el futuro de nuestras sociedades (de los acuerdos climáticos o comerciales a las negociaciones presupuestarias de Bruselas) que contemplamos desde demasiado lejos. En general seguimos considerando que la política exterior es algo secundario, que cada tanto se hace presente bajo forma de desastre o de catástrofe (la crisis financiera, el calentamiento global, los atentados terroristas: sucesos que nos golpean desde un afuera que vemos como espectadores, como sujetos pasivos). La distancia y la falta de interés legitiman la escasísima ambición de nuestro Gobierno y refuerzan una opacidad que le permite no rendir cuentas por las decisiones –en ocasiones desastrosas– que está tomando en nuestro nombre en la escena internacional.