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La palabra Patria ha dado algunos tumbos a lo largo de la historia. Y los sigue dando. Ha ofrecido semblantes diversos hasta llegar a nuestros días. Como les ha ocurrido a otras palabras, llega a nosotros muy magreada. Ha recorrido un largo camino durante el que su significado ha variado, se ha enriquecido, o se ha deslucido, ha adquirido nuevos sentidos, con frecuencia exaltadores, a veces denigratorios. Ha sido muy zarandeada y, de manera preponderante, ha quedado supeditada a la intencionalidad de ciertos usos.
Advirtamos, ante todo, que la palabra patria no es una palabra cualquiera. Tiene rango, tiene clase, categoría y enjundia. O al menos eso pretenden muchos de quienes la invocan. Otros creen que es una palabra que arrastra mucha chatarra, mucha retórica huera y falsa. De modo que, sea su índole elevada y noble, o engañosa y astutamente artificiosa, lo cierto es que es una palabra que tiende a la solemnidad y aspira a designar algo indiscutiblemente noble.
El término latino patria la definía como “la tierra donde uno ha nacido”. El Código de las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio (1252-1284) siguió concibiendo la patria como “la tierra en que se nace”, implicando también a las instituciones que la rigen, a las que es preciso obedecer: “Son tenudos los omes de loar a Dios y obedecer a sus padres e a sus madres e a su tierra que dicen en latín patria”. Entre esas obligaciones estaba la de morir por la patria, en consonancia con el ideal clásico expresado en el célebre verso de Horacio: “dulce et decorum est pro patria mori”.
Durante el Renacimiento español, ya en transición hacia el Barroco, Francisco de Quevedo expresó en un célebre soneto, escrito en el año 1613, su sentimiento abatido ante la decadencia de la patria, a la que equiparaba a la España imperial: “Miré los muros de la patria mía,/ si un tiempo fuertes ya desmoronados/ de la carrera de la edad cansados/ por quien caduca ya su valentía. (...)”
Y ya en el siglo XVIII, el falso patriotismo exhibido por quienes ocultaban tras él sus propios intereses, fue denunciado por el eminente escritor inglés Samuel Johnson (1709-1784). Suya es la conocida frase: “El patriotismo es el último refugio de un canalla”. Escribió un opúsculo titulado The Patriot en el que distingue a los verdaderos patriotas de los falsos, cuestión que ha dado mucho que hablar hasta nuestros días. Para Samuel Johnson, un patriota es aquel cuya conducta pública está guiada por un solo motivo, el amor a su país.”
La Ilustración dio a la palabra patria una significación políticamente nueva y trascendente. La Enciclopedia la definió no solo como el lugar o territorio en que se nace, sino también como “el Estado libre del que somos miembros y cuyas leyes garantizan nuestras libertades y nuestra felicidad”. En consecuencia, los enciclopedistas sostienen que no puede haber patria bajo el despotismo. Con este nuevo significado, garante de las libertades y de la felicidad, la palabra patria, en esta versión ennoblecida, pasó a ser de uso habitual por parte de los Ilustrados, tanto en Europa como en América.
Ese elevado concepto de la Patria, introducido por la Ilustración, llevó a la Constitución española de 1812 a proclamarla como merecedora de amor y de sacrificios por defenderla. Dice en su artículo 6 que “el amor a la Patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles y asimismo el ser justos y benéficos.” Y el artículo 9 de ese texto elaborado por las Cortes de Cádiz establece que “está asimismo obligado todo español a defender la Patria con las armas cuando sea llamado por la ley.” Quedaba ya claro que se trataba de una “palabra mayor”, algo elevado que obligaba a amarlo y a defenderlo con las armas si preciso fuere.
En España, durante la dictadura del general Franco, el concepto Patria (entonces se la escribía siempre con mayúscula) quedó muy degradado. La palabra Patria, junto con las banderas, el himno nacional y la exaltación de ciertas “glorias nacionales”, formaban parte de un falso decorado que desentonaba con la realidad de un país que pasaba hambre, que había sido hundido en la pobreza por la guerra y por un Régimen dictatorial al servicio de los sectores privilegiados. Desde la época de Franco, el nacionalismo español se identificó con un lenguaje patriotero exaltador del unitarismo, las políticas centralistas, la represión y el militarismo.
En esos cuarenta años de dictadura franquista se intensificaron dos maneras muy diferentes de concebir la patria, o lo que es lo mismo, dos maneras de concebir la identidad nacional. Esas dos maneras, tan distintas, ya las había retratado magistralmente el poeta Antonio Machado al escribir en su Juan de Mairena sobre la patria: “En los trances más duros los señoritos la invocan y la venden, el pueblo la compra con su sangre y no la mienta siquiera”.
El calificativo de “patriota” sigue conservando, desde luego, un sentido francamente elogioso. Pueden encontrarse ejemplos recientes de ello. Baste recordar ese uso rotundamente laudatorio por parte de un presidente del Gobierno: el mes de mayo de 2020, el día 23, Pedro Sánchez llamó “patriota” al presidente de la patronal, Antonio Garamendi, en una rueda de prensa en la que un periodista había preguntado al presidente por el abandono de Garamendi de las conversaciones con el Gobierno de cara a la consecución de un pacto social. Garamendi lo había hecho como protesta por el acuerdo al que había llegado Sánchez con Bildu para derogar íntegramente la reforma laboral que el PP había implantado en 2012. “El diálogo social se retomará cuanto antes, —anunció Pedro Sánchez, y añadió—, el señor Garamendi es un gran patriota y tiene un gran sentido de Estado y de la responsabilidad”.
Pero el término patriota, cuando se le añade algún calificativo, como el de “patriota de pacotilla”, o “de boquilla”, o “de tres al cuarto”..., o cuando se pronuncia esa palabra con retintín y sarcasmo, (como está ocurriendo ahora con la expresión “policía patriótica”), adquiere un significado claramente ominoso.
Hace unos años, estando Rodríguez Zapatero en la oposición, llamó “patriota de pacotilla” a José María Aznar y este se sintió muy ofendido, sin duda porque los dirigentes políticos de la derecha española aman esa palabra ampulosa y grandilocuente que para ellos implica ensalzar la concepción tradicional de la unidad de España y de su convenida grandeza. Les gusta presumir de ser patriotas, lo proclaman y tratan de apropiarse el término con exclusividad. Pero ese supuesto patriotismo suele desvanecerse a la hora de la verdad, por ejemplo, cuando llega el momento de aportar a la caja común lo que a cada cual corresponde según su renta y su patrimonio, como ha denunciado Jesús Maraña en su reciente artículo Open Lux, el periodismo y los patriotas. Y ejemplos de ese patriotismo huero los hemos visto en los pasados meses, en los momentos más difíciles de la pandemia, cuando los llamamientos del Gobierno a la unidad de todas las fuerzas políticas ante los enormes problemas que había que afrontar fueron desoídos por los partidos de la derecha que estaban muy ocupados en intentar desestabilizar al Gobierno. “¿Dónde están ahora los patriotas de la pulserita?”, se preguntaron entonces algunos columnistas.
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Pero ese uso espurio de la palabra patria no debiera ensombrecer el anhelo de su significado más noble y profundo, al que se refirió el gran poeta alemán Friedrick Hölderlin en su célebre obra Hiperión, en la que exclama: “¡Dichoso el hombre al que una patria floreciente alegra y fortifica el corazón.”
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Félix Santos es periodista y exdirector de 'Cuadernos para el Diálogo'.
La palabra Patria ha dado algunos tumbos a lo largo de la historia. Y los sigue dando. Ha ofrecido semblantes diversos hasta llegar a nuestros días. Como les ha ocurrido a otras palabras, llega a nosotros muy magreada. Ha recorrido un largo camino durante el que su significado ha variado, se ha enriquecido, o se ha deslucido, ha adquirido nuevos sentidos, con frecuencia exaltadores, a veces denigratorios. Ha sido muy zarandeada y, de manera preponderante, ha quedado supeditada a la intencionalidad de ciertos usos.
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