La situación de excepcionalidad provocada por el covid-19 ha dejado al descubierto muchas de las carencias que los gobiernos occidentales tenían escondidas bajo la alfombra, como ha demostrado la crítica situación del sector sanitario o la vulnerabilidad social de muchos ciudadanos, latente antes de esta pandemia, pero que ha terminado de explotar. En el caso de España, a la irreparable muerte de miles de personas y al impacto nacional que ha comportado en algunas fases la práctica paralización de buena parte del país, se suma la dificultad del Gobierno para articular una rápida –y a veces confusa– respuesta, en un contexto que ha puesto en evidencia la total dependencia que el país tiene del entorno digital. Y no sólo desde el punto de vista tecnológico, sino económico y social.
La declaración del estado de alarma el pasado mes de marzo por la crisis sanitaria comportó uno de los mayores desafíos para el sector de las telecomunicaciones, que debido al confinamiento de los ciudadanos se enfrentaba al enorme desafío de garantizar el funcionamiento de las redes nacionales. Y en parte ha sido gracias a que este sector ha podido gestionar la enorme demanda de los usuarios que se ha podido mantener con cierta normalidad la actividad de muchas empresas y de la administración pública. Pero sin duda, aquellas compañías y negocios que mejor han adaptado sus actividades al ámbito online –o, como mínimo, a través de la venta telefónica– han sido las que han podido sortear con mejor suerte este temporal en comparación a las que directamente han tenido que cerrar a la espera de poder retomar su actividad de forma presencial.
En este sentido, el comercio online ha sido fundamental para garantizar bienes y servicios básicos, como la entrega de alimentos y bienes de primera necesidad a nuestros mayores. A su vez, ha posibilitado que muchas personas pudieran obtener los elementos necesarios para adaptar un espacio de su vivienda para realizar su trabajo, lo que no sólo ha permitido que millones de personas pudieran teletrabajar y mantener así sus puestos de trabajo, sino también que la rueda de la economía siguiera en funcionamiento. Esta situación de excepcionalidad ha potenciado la experiencia del teletrabajo a escala nacional y quién sabe si de forma definitiva se va a incorporar al debate político, lo que comportaría un cambio en nuestra forma de entender y relacionarnos con nuestro entorno laboral y familiar. Fomentar el teletrabajo aprovechando las oportunidades que nos ofrecen las tecnologías digitales sería un cambio significativo en España, pero para ello hará falta no sólo un cambio en la visión empresarial, sino también adaptar tanto la infraestructura como la propia mentalidad a una nueva forma de trabajar. Antes del covid-19, España se situaba por debajo de la media europea en este aspecto y muy lejos de Países Bajos, Finlandia, Luxemburgo, Austria o Dinamarca, los países dónde más extendido está el teletrabajo.
Por otro lado, la disponibilidad de Internet ha permitido la comunicación entre familiares y amigos que de otra manera hubiese sido imposible. Mucha gente ha tenido que pasar sola esta cuarentena y todavía hoy no ha podido desplazarse o estar con sus seres queridos. Sólo gracias a las tecnologías y a que se ha garantizado el acceso a Internet ha sido posible mantener un contacto visual y afectivo difícil de entender sin la Red.
Pero de nuevo, mientras se potenciaba el entorno digital como vía para mantener la actividad económica y las relaciones personales, y aprovechándose de que gran parte de la sociedad ha permanecido en casa haciendo un uso intensivo de Internet, los bulos y noticias falsas han corrido como la pólvora sirviéndose de un elemento esencial para propagarse: la sobreinformación. La humanidad no había vivido en directo, 24/7, una crisis de estas características, pero el confinamiento ha generado una demanda constante de información por parte de una ciudadanía hambrienta por conocer el origen del virus, por saber como curarlo, y por qué no decirlo, porque tenía que matar las horas de aburrimiento. Y aquí es dónde los bulos han tenido una amplia aceptación y difusión para todos los gustos: desde el posible origen del virus (del murciélago al pangolín), a las distintas teorías de la conspiración que incluyen gobiernos y actividades científicas secretas, pasando por los remedios para curar el virus haciendo gárgaras con sal o ingiriendo orina de bebé.
Independientemente del origen que más nos guste o del remedio milagroso que alguno haya querido probar quisiera poner la atención en un elemento central de esta cuestión: cada una de estas opciones ha sido verdad en algún momento. Los grupos de WhatsApp –o cualquier otra aplicación de mensajería instantánea– han creado corredores de información que sin ninguna necesidad de ser contrastada han obtenido el estatus de verídica. Una verdad que tenía el salvoconducto emocional y que se considera incuestionable, ya que esa información nos ha llegado a través de grupos de familiares y amigos. Si un ser querido nos envía esa información, será verdad, y como tal la distribuimos a otros contactos. Otro ejemplo es la creencia de que el virus puede desaparecer con el aumento de las temperaturas y la llegada del verano. Pero tampoco han hecho falta estudios científicos para afirmar que esto va a ser así.
A pesar de que esta situación de excepcionalidad es indudablemente una crisis sanitaria, sus efectos son tan amplios que tienen consecuencias en todos los sectores de nuestra sociedad, bien sea en el ámbito financiero, sanitario, político, social o educativo. Y en todos ellos se han evidenciado las limitaciones que nuestro sistema actual tiene para hacer frente a situaciones excepcionales. Si bien ha sido gracias a las tecnologías digitales que hemos podido mantener en algunos sectores unos niveles aceptables de productividad, hemos podido teletrabajar, mantener el contacto con nuestros seres queridos o informarnos de una situación que todavía tardaremos un tiempo en entender, también se ha evidenciado la fragilidad de una sociedad que exige respuestas inmediatas y que para ello está dispuesta a creerse el primer tweet que aparezca en su pantalla.
Estas semanas hemos visto imágenes impensables hace tan sólo unos meses como un Congreso prácticamente vacío que debatía el estado de alarma, ruedas de prensa telemáticas, o propuestas de que los centros educativos de enseñanza primaria y secundaria, así como los centros universitarios, debían adaptarse casi de inmediato a un formato exclusivamente virtual. Pero lo que en realidad han mostrado son las limitaciones materiales, organizativas y de adaptación de una sociedad que todavía tiene un largo camino por recorrer para estar inmersa en la era digital. Para lograr este objetivo debemos empezar por comprender que nuestras sociedades tienen que ser más flexibles y adaptarse a escenarios cambiantes, pero no con viejas recetas. La solución al drama económico y social que deja tras de sí el coronavirus no puede ser únicamente –y de nuevo– la construcción, la hostelería, el turismo o la automoción. España no debe apostar sólo por soluciones cortoplacistas, sino tomar nota de las carencias que ha reflejado la pandemia y apostar por un cambio que involucre a toda la sociedad en los próximos años, donde la digitalización ocupará un lugar central.
Por ello, el reto consiste en planificar nuevos escenarios partiendo de la descomunal dependencia que nuestra sociedad tiene del ciberespacio. Obviar este hecho podría suponer, en el peor de los escenarios, un colapso casi total de las sociedades más avanzadas tecnológicamente. Imaginemos un fuerte rebrote dentro de unos meses –u otro suceso que nos haga estar de nuevo confinados en casa–, pero esta vez sin Internet. Ya va siendo hora de que nos demos cuenta de que Internet no es únicamente las redes sociales o lo que nos permite ver series online, sino que la dependencia del entorno cibernético hace que sea esencial garantizar su disponibilidad y acceso como un elemento central para el funcionamiento de nuestra sociedad.
Actualmente España se encuentra en un período de transición hacia una sociedad digital, pero todavía con enormes desigualdades entre los distintos sectores y territorios nacionales. Por lo tanto, uno de los principales retos a corto y medio plazo debería ser, por un lado, disminuir la brecha de desigualdad social y, por otro, reforzar la seguridad del entorno digital para garantizar su disponibilidad. Y seguridad no significa incrementar la vigilancia de la población y secuestrar la privacidad de los usuarios, sino garantizar el funcionamiento de las redes y sistemas que nos permitan mantener nuestra vida diaria y evitar así una nueva paralización del país.
La situación de excepcionalidad provocada por el covid-19 ha dejado al descubierto muchas de las carencias que los gobiernos occidentales tenían escondidas bajo la alfombra, como ha demostrado la crítica situación del sector sanitario o la vulnerabilidad social de muchos ciudadanos, latente antes de esta pandemia, pero que ha terminado de explotar. En el caso de España, a la irreparable muerte de miles de personas y al impacto nacional que ha comportado en algunas fases la práctica paralización de buena parte del país, se suma la dificultad del Gobierno para articular una rápida –y a veces confusa– respuesta, en un contexto que ha puesto en evidencia la total dependencia que el país tiene del entorno digital. Y no sólo desde el punto de vista tecnológico, sino económico y social.