Este otoño se cumplirán 30 años desde que más de 500 lonas inundaran el madrileño Paseo de la Castellana en la que fue la primera gran acampada de protesta en España. Se replicó por toda la geografía. Tanto fue así, que llegó a haber más de 4.000 tiendas de campaña en 30 lugares diferentes. Algunas duraban un fin de semana, otras sin embargo no se levantaban. No, al menos, hasta conseguir su objetivo. Era un porcentaje: 0,7%, y representaba la proporción del Producto Interior Bruto (PIB) que reclamaban para los países en vías de desarrollo. Pero no lo decían ellos, lo había pactado la ONU. Por eso cuando el ministro de Economía de entonces, Pedro Solbes, se comprometió a destinar un 0,35% el año siguiente, recogieron. Pero las promesas nunca se cumplieron. Y las acampadas regresaron a las calles en varias ocasiones.
Año 2001. Siete años después. 1.500 trabajadores, algunos acompañados de sus familias, siguen el ejemplo de las movilizaciones por el 0,7% y se plantan, también sine die, frente al Ministerio de Industria, también en Madrid. Sus razones también estaban claras: la empresa Sintel, que se dedicaba a la instalación de líneas y redes de cables para Telefónica, se declaró en suspensión de pagos, planteó un ERE que afectaba a 1.200 empleados y dejó a otros tantos pendientes del cobro de sus nóminas, algo por lo que tuvieron que esperar hasta 2013 para ser indemnizados.
Dos años antes de aquello, en 2011, las tiendas de campaña volvieron. Entonces las plantaron varios de los jóvenes que concluyeron que la manifestación que había recorrido las calles de Madrid aquel 15 de mayo no era suficiente para mostrar su indignación. Era lo que les movía y lo que les hizo sentarse durante 79 días en la madrileña Puerta del Sol y durante otros tantos en distintas plazas de toda España. Una crisis económica de dimensiones históricas y un bipartidismo que, cantaban, no les representaba, dejaba a una "juventud sin futuro" que, con ese movimiento bautizado 15M, consiguió romper un tablero político que había permanecido inalterable toda la democracia. Eran "los de abajo" e iban a por "los de arriba", decían.
No han sido las únicas acampadas que han tenido lugar en España. Ramón Adell Argilés, profesor de Sociología en la UNED y experto en movimientos sociales, no obstante, no duda en destacarlas como las más importantes. Tanto por su impacto como por su duración. Pero también recuerda otras. Lo hace en su artículo La movilización de los indignados del 15-M. Aportaciones desde la sociología de la protesta, donde cita otras movilizaciones similares llevadas a cabo en Madrid, como la de los trabajadores de Santa Bárbara (1994), o de Panrico (2003), la de los vecinos de los Huertos de Vallecas pidiendo viviendas de alquiler (1991) o, la más antigua, la de mujeres en solidaridad con el campamento de Greenham Common (1984). "Protestar mediante una acampada no es lo más habitual, pero tampoco puede decirse que sea una fórmula novedosa. Desde los 90, ha habido cerca de medio centenar de movilizaciones así sólo en la ciudad de Madrid", apunta, en conversación con infoLibre.
La última allí se instaló este martes, pero antes ya lo habían hecho en València, Barcelona y País Vasco. Y después lo hicieron también en Andalucía, Aragón o Navarra. Esta vez, con el objetivo de romper con Israel para hacer frente al "genocidio" que se está cometiendo en la Franja de Gaza. Lo piden en sentido amplio. Desde la universidad, que es precisamente donde se están produciendo estas acampadas y donde han conseguido de hecho su primera victoria, hasta el Gobierno. "No pararemos hasta ver rota toda la cadena de complicidades con el Estado genocida [de Israel], desde las universidades públicas hasta el Gobierno de la Generalitat y del Estado", señalaron este viernes desde la acampada de la Universitat de Barcelona.
El precedente de EEUU en apoyo a Gaza: la acampada como método global de protesta
Todas las que inundan los campus desde hace más de una semana se han inspirado en el mismo referente: el de Estados Unidos. Allí fue donde empezaron a organizarse las primeras movilizaciones que, al contrario que en España, han sido reprimidas con una violencia que se ha saldado, por ahora, con la detención de más de 2.000 estudiantes y profesores. Pero también se han replicado en otros países europeos. Ha pasado en Francia, Alemania, Países Bajos (que han calcado también los desalojos estadounidenses), Irlanda, Canadá, Australia, Suiza o Reino Unido.
Porque fuera de nuestras fronteras, la acampada como método de protesta tampoco es una experiencia nueva. En la hemeroteca se puede encontrar la del parque Gezi, en Estambul, contra el recorte de libertades del Gobierno turco. O el campamento por la paz instalado en Bogotá en 2013. O las que se bautizaron como Occupy Wall Street y tuvieron lugar en Nueva York. Pero hay una que destaca: la que se instaló en el mes de febrero de 2011 en la Plaza Tahrir de El Cairo y que culminó con la caída de Hosni Mubarak y con la semilla de la llamada primavera árabe que luego tuvo su eco en la ocupación de las plazas españolas durante el 15M.
"No es casualidad que adquiriera la misma forma que las manifestaciones de la primavera árabe. No fue coincidencia, por tanto, que la manifestación de aquel 15 de mayo de 2011 decidiera quedarse en la Puerta del Sol de Madrid, que tampoco era un lugar cualquiera, sino que es el centro geográfico del país y el lugar público por antonomasia", explica José Luis Ledesma, profesor de Historia de los movimientos sociales en la Universidad Complutense de Madrid (UCM). "Los manifestantes se fijaron en la Plaza Tahrir porque había sido eficaz y, sobre todo, porque se había convertido en algo icónico", añade.
Fue a nivel global, un alcance que adquieren todos los movimientos sociales de las últimas décadas gracias, sobre todo, a las nuevas formas de comunicación. "La generalización de la televisión primero y la irrupción de internet después consiguieron que la difusión de cualquier protesta fuese mucho más amplia y casi en tiempo real. Así se consigue que las formas se copien de unas ciudades a otras, de unos países a otros y hasta de unos continentes a otros", dice. Por eso todos los universitarios, a nivel global, están llevando a cabo las mismas movilizaciones. "Pasó en 2011 y está pasando ahora", sentencia.
No siempre el más efectivo, pero siempre el más visible... y reprimido
¿Quiere decir eso que este tipo de protesta sea el más eficaz o efectivo? Todos los expertos coinciden: no tiene porqué. Ahora bien, si ese impacto lo medimos en repercusión, entonces la respuesta es afirmativa. En todos los casos, también en el de las acampadas que se están propagando por España y Europa condenando el sufrimiento del pueblo palestino. Hasta el momento hay dos muestras de esto. Una está en España, porque la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE) ya se ha comprometido a revisar y suspender sus colaboraciones con centros israelíes que no estén "comprometidos con la paz". La otra está fuera de nuestras fronteras.
"La popularidad de Joe Biden en Estados Unidos ya ha caído en picado", señala Olga Rodríguez, periodista, investigadora y escritora española especializada en información internacional, Oriente Medio y derechos humanos. El presidente, de hecho, ya amenazó este jueves con dejar de enviar armamento a su socio israelí en caso de que inicie una incursión a gran escala en Rafah, en el sur de la Franja de Gaza. Es algo meramente "simbólico", critica la experta, pero es, al menos, una declaración con la que el demócrata ha pretendido marcar distancias con su socio Benjamin Netanyahu y distanciarse, a su vez, del apoyo sin fisuras que le ha mostrado hasta ahora.
"Ocurrió lo mismo con las protestas estudiantiles contra la guerra de Vietnam, algo que hizo muchísimo daño al Gobierno de entonces de Estados Unidos y, de hecho, condicionó sus siguientes pasos", señala Rodríguez, recordando que ya ha habido historiadores que han comparado sin ambages este movimiento al que ahora clama por la situación en Gaza.
"Que sea la manera más eficaz depende de las oportunidades políticas, pero desde luego la acampada es al forma más visible de protesta", opina Ledesma. Y los motivos están claros. Como explica Adell Argilés, se trata de una "forma disruptiva del ritual clásico de manifestación". "Se convocan sine die y generalmente ocupan espacios dominados por el poder político y urbano, lo que provoca cierta incomodidad", detalla.
A esto apunta también Julia Cámara. Ella es militante de Anticapitalistas y también activista feminista en Zaragoza, pero en 2011 estuvo presente en el movimiento estudiantil surgido al calor del 15M y llamado, además, Toma la facultad. "La importancia de la acampada está en esa ocupación del espacio público, que siempre se dice que es nuestro, y es mentira. Lo hemos normalizado, pero esos espacios siempre están ocupados por, por ejemplo, propaganda comercial. Acampar es tratar de acabar con eso y, además, tratar de cortocircuitar el funcionamiento normal de las cosas", apunta. Por eso también son movilizaciones reprimidas, como incide Rodríguez, volviendo de nuevo a Estados Unidos.
La comunidad y el método horizontal frente a la verticalidad del sistema
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Pero ya no es sólo eso. Si hay otra "disrupción" de la acampada como forma de protesta esa es, precisamente, el propio funcionamiento de las mismas. Se está viendo ahora en las universidades españolas, donde todas las decisiones se toman en consenso asambleario y donde, además, el apoyo mutuo es continuo, compartiendo desde una tienda de campaña hasta conocimiento, a través de talleres. Ocurrió igual durante el 15M, donde incluso los "indignados" elaboraron planos para organizar mejor el día a día de los acampados.
Tampoco es casual que el funcionamiento sea este. Como argumenta Ledesma, la acampada es la movilización que "respeta más los valores de quienes participan de ellas, que generalmente son personas jóvenes". "No hay jerarquías y el lenguaje y todo lo demás es plenamente inclusivo. La organización es completamente horizontal", señala, contraponiendo este aspecto al de la política tradicional (jerárquico) e incluso a las manifestaciones clásicas, "donde siempre hay alguien que va delante, sosteniendo la pancarta". "En una acampada todo el mundo está en el mismo plano, nadie es imprescindible. Se comparte el tiempo, el espacio, el desayuno, la cena...", dice.
Esa es una forma, continúa Rodríguez, de contraponerse precisamente contra lo que se protesta. Se ve bien en las acampadas por Palestina. "Se trata de una construcción de comunidad, de una ciudad de paz frente a la guerra. Es, en síntesis, un hermanamiento frente al contexto bélico", subraya.
Este otoño se cumplirán 30 años desde que más de 500 lonas inundaran el madrileño Paseo de la Castellana en la que fue la primera gran acampada de protesta en España. Se replicó por toda la geografía. Tanto fue así, que llegó a haber más de 4.000 tiendas de campaña en 30 lugares diferentes. Algunas duraban un fin de semana, otras sin embargo no se levantaban. No, al menos, hasta conseguir su objetivo. Era un porcentaje: 0,7%, y representaba la proporción del Producto Interior Bruto (PIB) que reclamaban para los países en vías de desarrollo. Pero no lo decían ellos, lo había pactado la ONU. Por eso cuando el ministro de Economía de entonces, Pedro Solbes, se comprometió a destinar un 0,35% el año siguiente, recogieron. Pero las promesas nunca se cumplieron. Y las acampadas regresaron a las calles en varias ocasiones.