Es el elefante en la habitación: los que saben de su existencia, lo ignoran, y son muchos, demasiados, los que no lo conocen. Hablamos del Tratado sobre la Carta de la Energía, un acuerdo firmado por España y casi 50 países más de todo el mundo cuyo fin es proteger las inversiones de las corporaciones dedicadas al petróleo y al gas. Al margen de las leyes de los países, al margen de la justicia nacional e internacional, al margen de la fiscalización del Parlamento y de casi toda la sociedad civil. No toda, porque varios grupos de activistas lo llevan denunciando años. A su juicio, se trata de un mecanismo opaco mediante el cual la industria de los combustibles fósiles puede denunciar a los Estados, frenar la transición energética y, de paso, llevarse unos cuantos millones pagados por todos los contribuyentes.
La Carta de la Energía nació a principios de la década de los años 90 gracias a la intención del sector de amarrar las inversiones en los países de la antigua URSS. La tarta a repartir era grande y suculenta: se trataba de estados recién salidos del comunismo, con muchísimos recursos naturales a explotar y donde el capital aún no había podido entrar. Las compañías energéticas buscaron un mecanismo por el cual poder invertir en estos territorios sin riesgo: es decir, sin el temor a que un futuro cambio político les cortara las alas en forma de cambio legislativo o nacionalización. En diciembre de 1994 se firmó el Tratado sobre la Carta de Energía, auspiciado por el Secretariado, un órgano creado por los firmantes, que formaron la llamada Conferencia de la Carta de la Energía.
España firmó el tratado en 1994. Concretamente lo hizo el Gobierno de Felipe González. El Congreso le dio su visto bueno el 16 de marzo de 1995 y entró en vigor en 1998. Desde entonces pasó absolutamente desapercibido hasta décadas después, cuando inversores internacionales –o no tan internacionales– empezaron a denunciar en cascada al Estado por el hachazo a las renovables perpetrado por el Gobierno de Rajoy.hachazo No por los tribunales ordinarios, ni siquiera a través de tribunales internacionales, sino a través de organismos de arbitraje. No son jueces los que obligan al país cada dos por tres a pagar cantidades millonarias a estas empresas, que reclaman que se les compense por lo invertido antes de un cambio legislativo que dio al traste con el negocio. Son árbitros.
Son árbitros porque así lo establece el Tratado sobre la Carta de la Energía. En el caso de desavenencias entre el inversor extranjero y el Estado, el conflicto se redime a través de un arbitraje, que no cuenta con las mismas garantías de independencia e imparcialidad que la justicia. Aproximadamente 25 de estos árbitros, según datos de Ecologistas en Acción, se llevan el 44% de los casos. La concentración, denuncia el activista de la organización Tom Kucharz, se explica entendiendo que si los árbitros "fallan de manera favorable a los inversores, es probable que la empresa vuelva a contratarlos": se trata de un sistema "abierto a conflictos de intereses de toda clase", asegura. "Los abogados de las empresas de petróleo y gas fueron quienes escribieron las bases legales del tratado".
"El tratado otorga a las grandes empresas un enorme poder sobre nuestros sistemas energéticos", ya que cuentan con facilidades y garantías para denunciar a los Gobiernos, aseguran desde el Corporate Europe Observatory (CEO) y el Transnational Institute (TN), que realizaron en junio de 2018 un informe sobre el tema. Las empresas denuncian no solo por el dinero que pierden por cambios legislativos que les afectan, sino por el dinero que dejan de ganar: los beneficios futuros. Fue el caso, por ejemplo, de la petrolera Rockhopper, que le reclama entre 200 y 300 millones de dólares a Italia por las supuestas ganancias que habría generado un yacimiento prohibido en el mar Adriático.
No es el único caso en el que una gran corporación de combustibles fósiles reclama millones a un Estado por torpedear sus proyectos contaminantes. Es famoso el caso de Vatenfall, en Alemania: "Exigía 1.400 millones de euros por los cambios introducidos en las normas ambientales que afectaban a una central eléctrica de carbón en Alemania. Obligó al gobierno local a flexibilizar las regulaciones para resolver el caso", explican las organizaciones en el informe. No solo denuncian por regulaciones que afectan directamente a su actividad, también por normativas que les afectan indirectamente, como las de Bulgaria, que buscaba reducir el precio de la factura de la electricidad a los consumidores.
"El TCE es una herramienta poderosa en manos de grandes compañías de petróleo, gas y carbón para disuadir a los Gobiernos de efectuar la transición hacia la energía limpia", concluye el informe de las organizaciones de vigilancia a las multinacionales. Lo paradójico es que, en España, el tratado ha tenido el efecto contrario. Son las empresas encargadas de efectuar dicha transición las que torpedean al Gobierno por su freno a las renovables. Para Kucharz, hay que abandonar el esquema renovables buenas-Gobierno malo para abordar este debate: más allá de lo conveniente del hachazo ejecutado por el gabinete de Rajoy, el Tratado sobre la Carta de la Energía es un mecanismo que resta soberanía.
El caso paradójico de España
La última sentencia en la que se condena a España frente a una empresa que le pedía millones de euros por recortar la retribución a las energías renovables se hizo pública hace poco. Este pasado miércoles, el Ciadi, el tribunal de arbitraje del Banco Mundial, comunicó que el Estado debía pagar 30 millones de euros a la sicav maltesa OperaFund y la firma suiza Schwab Holdings AC en concepto de indemnización por los recortes a las renovables. Las inversoras han sido asesoradas por Quatrecasas, el bufete al que entró la exvicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, experto en este tipo de cuestiones.
España, miembro prácticamente fundador del Tratado sobre la Carta de la Energía, es el segundo país del mundo más demandado ante organismos de arbitraje de inversiones. Ha sido denunciada 45 veces por el recorte a los renovables. Solo los dos primeros han sido resueltos a favor del Estado. El resto, o están pendientes o el país ha sido condenado. Y el dinero a pagar sale a cuenta del contribuyente, por supuesto. El informe del Corporate Europe Observatory y el Transnational Institute señala las "contradicciones" del Gobierno español en este tema: "Por un lado, defiende férreamente el sistema de protección de inversiones en los tratados comerciales de la UE (…). Por otro lado, intenta por todas las vías legales posibles evitar el pago de los procedimientos arbitrales que ha perdido o que están por venir".
En este último objetivo, el Gobierno cuenta con un poderoso aliado: la Comisión Europea. Competencia ya se ha manifestado en varias ocasiones en contra de estos pagos de los Estados a grandes multinacionales al margen de la justicia ordinaria: los considera pagos públicos a empresas contaminantes privadas, subsidios injustificados. Se trata de un criterio que el Ejecutivo comunitario defiende con especial dureza: las centrales y las minas de carbón del norte de España pueden dar buena cuenta de ello.
La imparcialidad de los árbitros
Buena parte de las críticas a la Carta de la Energía se dirigen a su particular gobierno: el Secretariado. Este órgano se define como "neutral" y mantiene que su principal misión es ampliar el ámbito de acción del Tratado a otros países que aún no son miembros de la Conferencia. Los activistas tienen sus dudas. "En ocasiones, la propia Secretaría del TCE actúa como un bufete de abogados empresariales, como cuando su personal anuncia a las grandes empresas los privilegios que consagra el tratado para los inversores. Por ejemplo, en un taller que se celebró en 2017, el abogado principal de la Secretaría explicó a las compañías de petróleo y gas cuándo 'recurrir al Tratado en situaciones de controversia' y 'cómo usar el Tratado desde un comienzo para estructurar los proyectos' de forma que los Estados puedan ser demandados", afirma el informe.
No solo se trata de prácticas, sino de nombres. Tal y como se puede comprobar en su página web, el encargado de "asuntos legales", dentro del organigrama del Secretariado, es Alejandro Carballo, un abogado que estuvo años, antes de ocupar ese puesto, en el bufete Cuatrecasas. Cuatrecasas es uno de los bufetes que más ha ganado con el hachazo a las renovables: está especializado en asesorar a las inversoras que denuncian a España. hachazo Si las sospechas de los activistas fueran ciertas, y el Secretariado se encargara de apoyar a las empresas frente a los Estados pese a que se define "neutral", un responsable de Asuntos Legales con experiencia en Cuatrecasas sería valiosísimo.
Carballo responde, ante las acusaciones, que "la Secretaría ofrece sus buenos oficios de forma neutral intentando facilitar el dialogo entre inversor y estado". Asegura, además, que en los eventos y cursos que organiza el ente "participan tanto empresas (incluidas renovables) como funcionarios gubernamentales". Destaca, además, que de todos los miembros del Secretariado, solo él trabajó previamente en un despacho, "dando asesoramiento tanto a inversores como a estados".
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El futuro del Tratado
Las exigencias y los mecanismos del Tratado sobre la Carta de la Energía van a ser reformados. Así lo dictaminó en julio el Consejo de la Unión Europea (formado por todos los Estados miembro), que instó a la Comisión a abrir negociaciones para "modernizar las disposiciones del Tratado de forma que tenga en cuenta los objetivos de desarrollo sostenible y relativos al clima, así como las normas modernas de protección de las inversiones y resolución de litigios entre inversores y Estados". Eso sí, la Unión Europea "también tendrá el objetivo de velar por que el Tratado modernizado siga aspirando a un elevado nivel de protección de las inversiones", según explicó el Consejo en una nota de prensa.
Hay países de la Unión Europea, sin embargo, que no han esperado o que no van a esperar a una reforma. Italia se salió en 2015 del Tratado, siendo el primer Estado miembro que toma esta decisión. Y Luxemburgo parece que va por el mismo camino. "No podemos seguir teniendo mecanismos de protección de inversión para combustibles fósiles. He dado instrucciones a mi gabinete de que el Tratado sobre la Carta de la Energía es una prioridad", aseguró en un encuentro en Bruselas la semana pasada el ministro de Energía del ducado. Por ahora, España, por el momento, apuesta por el cambio más que por la ruptura, a pesar de ser el país más perjudicado del continente por este tipo de acuerdos opacos.
Es el elefante en la habitación: los que saben de su existencia, lo ignoran, y son muchos, demasiados, los que no lo conocen. Hablamos del Tratado sobre la Carta de la Energía, un acuerdo firmado por España y casi 50 países más de todo el mundo cuyo fin es proteger las inversiones de las corporaciones dedicadas al petróleo y al gas. Al margen de las leyes de los países, al margen de la justicia nacional e internacional, al margen de la fiscalización del Parlamento y de casi toda la sociedad civil. No toda, porque varios grupos de activistas lo llevan denunciando años. A su juicio, se trata de un mecanismo opaco mediante el cual la industria de los combustibles fósiles puede denunciar a los Estados, frenar la transición energética y, de paso, llevarse unos cuantos millones pagados por todos los contribuyentes.