Suele decirse que de tal palo, tal astilla. No siempre es así, aunque en el caso de Rocío Pérez Cortés el dicho sí que tiene validez. Su madre, enfermera, dio los primeros pasos de la Residencia Mirasierra de Cercedilla hace 30 años y desde hace algún tiempo es ella la que ha cogido los mandos y ejerce de directora y de gerente del centro. Es una empresa familiar, y por ello no tiene que rendir cuentas a nadie, según explica desde el otro lado del teléfono. "Si a final de año hemos sacado cinco duros, cinco duros que reinvertimos en la residencia", afirma. Ha mantenido siempre las 46 plazas con las que arrancó su madre porque cree que con eso es suficiente para alcanzar sus dos objetivos: que el centro sea rentable y que la atención sea lo suficientemente personalizada para que cada residente sea conocido por quién es, quién ha sido y quién es su familia. Y que cada trabajador y trabajadora pueda llegar a conocerlos de esta manera. Una forma de funcionar que, a juicio de Rocío, además de ofrecer un mejor servicio, ha permitido que el centro se convierta en una especie de fortín a salvo del coronavirus. "No hemos tenido ningún caso", dice, orgullosa. No es para menos. A tan solo 35 minutos de su residencia, en la ciudad de Madrid, el covid-19 ha golpeado con fuerza a los centros de mayores, convertidos en los peores focos de la enfermedad.
Residencia Mirasierra de Cercedilla.
La opacidad de la Comunidad es máxima, pero los números acaban saliendo a la luz. Y son desoladores. Madrid es la región que, con enorme diferencia, acumula más muertes en sus geriátricos por la pandemia. En las 475 residencias de la región han fallecido desde el 8 de marzo hasta el 22 de abril al menos 7.007 personas y, de ellas, 1.017 tenían covid-19 y 4.596 sufrían sintomatología compatible con el coronavirus. En total, 5.613 mayores muertos con afección segura o probable del covid-19, lo que equivale al 80% del total de decesos. Cataluña, el otro gran foco del coronavirus, tampoco se queda atrás: a 30 de abril habían fallecido en residencias catalanas 1.046 personas con positivo confirmado y 1.950 con síntomas compatibles. 2.996 fallecimientos en total.
Pero allí también hay fortines donde el coronavirus todavía no ha entrado. A poca distancia de la Sagrada Familia, en el distrito del Eixample de Barcelona, se encuentra la residencia Senior Centre, dirigida por Agustí Ramón. Se sitúa a kilómetros de distancia del centro de Rocío, pero ambos tienen mucho en común. La residencia catalana tiene tan solo tres plazas más que la madrileña. "Son 49 residentes, 44 de ellos en plazas públicas y cinco en privadas", explica Agustí. El 'truco' que utiliza es el mismo: da cobijo a pocos ancianos, pero todos son tratados de la manera más personalizada e individualizada posible. Algo que, dice por teléfono, no puede hacerse en centros que sobrepasan el centenar de usuarios. "El número ideal de residentes está entre 50 y 70 personas. Si hay menos, hay demasiadas complicaciones económicas, y si hay más, dejamos de conocer al residente por su nombre y por sus costumbres", explica Agustí. "Cuando hay muchas personas, el señor Pedro deja de ser el señor Pedro para convertirse en el residente de la 214. Ahí empieza a despersonalizarse todo", lamenta.
Luchando contra el covid-19
Residencia Mirasierra de Cercedilla.
No ha sido fácil, ni para una ni para otro. Proteger a los casi 100 residentes que suman entre los dos ha sido la tarea que se marcaron desde que en marzo el coronavirus empezó a mostrar su virulencia, especialmente contra las personas mayores. En el centro de Rocío pudieron comenzar a hacerlo gracias a la experiencia que ya tenían sus 20 trabajadoras en la lucha contra la gripe, "que año a año también se lleva a muchos ancianos", lamenta. "Todos los años, además de vacunar a residentes y trabajadores, hacemos mucho hincapié en las medidas de higiene", relata. Así que lo primero fue copiar ese modus operandi. Lo hicieron a mediados de febrero, cuando también comenzaron a controlar a todos los familiares que entraban en la residencia. "Todos los hacían por la misma puerta, se higienizaban las manos y tenían acotados los espacios por los que podían transitar", relata. Si normalmente tienen abiertos cinco salones, entonces empezaron a permitir el paso solo por dos. Las trabajadoras, del mismo modo, tuvieron que extremar las precauciones. Ninguna empezaba a trabajar sin el adecuado lavado de manos y sin cambiarse el uniforme que, desde entonces, debía permanecer en la residencia para ser lavado y desinfectado allí mismo.
Así, entre lavado y lavado de manos y entre control y control de familiares, llegaron al mes de marzo. "Empezamos a ver que venía un tsunami", relata Rocío. Así que el siguiente paso fue "empezar a concienciar a los familiares". Habló con ellos y les indicó que habría que empezar a tomar medidas más drásticas. "Una de las primeras fue prohibir que sacaran a los mayores a comer fuera de la residencia", recuerda. Hasta el 6 de marzo. Ese día echaron el cierre.
"A partir de entonces el objetivo fue reducir las posibilidades de contagio", explica Rocío. En un lugar en el que los residentes no salen a la calle, la única manera de que el virus entrara era que lo hiciera con algún trabajador o con alguna persona que llegara desde el exterior. Así que redujo los proveedores a dos y mantuvo a seis trabajadoras viviendo en el centro. Cuatro ya lo hacían desde antes, pero las otras dos vivían en pisos compartidos y suponían un riesgo mayor. "Además, así me aseguraba que aunque hubiera bajas la atención a los residentes se iba a poder mantener sin mermar los servicios que les damos", dice. Prevención, en una palabra.
Y conocimiento de los usuarios, en otra. Volvieron a utilizar los cinco salones, puesto que así eran capaces de mantener mejor las distancias de seguridad entre unos y otros, pero uno lo dedicaron en exclusiva a seis personas con patologías respiratorias. "Así pudimos tenerlos mucho más controlados. Sonaba una tos e iba la doctora" propia que tienen contratada en el centro —a pesar de que la ley solo obliga a ello en los centros de más de 50 residentes. "Como conocemos bien a los mayores, podemos sectorizarlos bien. En las grandes residencias lo han hecho por zonas, pero no se puede aislar a un mayor 15 días en una habitación. Si no se lo lleva el covid-19, se lo lleva la pena", lamenta Rocío.
Por eso también era importante que, ante una pandemia que irrumpió de la noche a la mañana, los mayores supieran lo que estaba ocurriendo. Y esa fue la labor que llevó a cabo Agustí con la psicóloga de su centro, que trabajó con todos y cada uno de los residentes para explicarles que sus familiares no irían a verles. En paralelo, la trabajadora social, la administrativa y él mismo, con el listín telefónico delante, llamaron uno por uno a los familiares. "Había que decirles lo que pasaba, cómo estaba su familiar e indicarles que les llamaríamos en todo momento, pero que ellos también podían hacerlo cuando quisieran. Y siempre les atendimos", recuerda. Gracias a eso, dice, la confianza entre el centro y las familias fue total. Esa, precisamente, fue una de las cosas que fallaron en la gestión que desde la residencia madrileña Adolfo Suárez hicieron de la pandemia: teléfonos que comunicaban sin parar y falta de información. En el caso de Agustí, lo contrario.
Residencia Senior Centre de Barcelona.
Ese era el problema, lamenta Agustí. Hasta mediados de abril la Generalitat no les envió materiales. ¿Qué hicieron, entonces? "Tenemos un equipo muy creativo", bromea. Construyeron sus propias mascarillas, pantallas protectoras y batas con bolsas de basura. Y si no había de algo, se iba farmacia por farmacia hasta que se encontraba. "Nos hemos gastado más de 4.000 euros en material", dice. "4.000 euros muy bien invertidos", añade. "Ha habido un trabajo intenso de higiene y de control de los ancianos. Además, lo importante era poner los medios necesarios, aunque tuvieran que ser artesanales", dice. Pero eso no fue todo. Igual que en el caso de Rocío, había que hacer de la puerta de la residencia una barrera contra el virus. ¿Cómo? Controlando quién entra y quién sale. Sobre todo, a los trabajadores. Del mismo modo que ocurría en Cercedilla, al entrar tenían que cambiarse de ropa —porque los uniformes tampoco podían salir del centro— y lavarse las manos pormenorizadamente. Y ponerse las mascarillas, los guantes, las batas, etc.
La personalización y el conocimiento de residentes y trabajadores: el cambio necesario
Todo el esfuerzo ha funcionado. El coronavirus no ha entrado en ninguno de los dos centros. Una parte, según Agustí, tiene que ver con "la suerte", pero otra, dicen ambos, con el modelo de residencia que ambos entienden como el idóneo. Niguno llega al medio centenar de residentes y ambos tienen a alrededor de una veintena de personas trabajando en el centro. Las cifras no son baladí y no son las mismas por casualidad. La conjunción de ambas consigue lo más importante: los residentes son conocidos, sus familias son conocidas y los directores saben bien quiénes trabajan con ellos. De otra manera, Rocío no habría podido recomendar a dos de sus trabajadoras que se confinaran en la residencia de Cercedilla. No eran dos personas aleatorias, eran aquellas que más expuestas estaban a un contagio. "Como conozco al personal, sé qué tipo de vida llevan y sé en quién tengo que poner más hincapié", relata. En una residencia grande todo es menos personalizado. Los trabajadores son simples empleados y los residentes son simples números.
Ese es el problema, coinciden los dos. Por eso hay que repensar el modelo para hacerlo más individualizado y personalizado, aunque Rocío indica que "va a ser muy difícil". No hay que perder de vista que una residencia es un negocio, dicen, pero el objetivo no puede ser exclusivamente lucrativo, sino de servicio y atención social. Si se pierde eso de vista, las residencias dejan de funcionar. "El sector nació con un espíritu y unos objetivos que se han desvirtualizado cuando el negocio ha comenzado a entenderse como algo mercantil. Yo trabajo con la vida de 46 residentes y 20 empleadas y tomármelo así hace que actúe de otra manera", dice Rocío, que se fija en el modelo de los países nórdicos. Allí triunfa el esquema de Gruppboende, residencias conformadas por un conjunto de pequeños apartamentos en los que conviven grupos reducidos de internos, algo que facilita las relaciones sociales.
Residencia Senior Centre de Barcelona.
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¿Sería posible en España? Como mínimo sería conveniente plantearlo, también arquitectónicamente. "El problema es que se han hecho estructuras residenciales modo hotel y modo hospital. Una residencia grande está sectorizada por plantas, pero el problema es que el personal rota por esas plantas y esos turnos, por lo que se dificulta el contacto directo con el anciano. Hay que repensar el modelo que queremos, en cuanto al entorno, a la arquitectura, todo", dice. Y Agustí opina igual. "Una residencia de 20 personas no es viable económicamente, pero distribuir un edificio de 60 personas en unidades de 20 parcialmente independientes mejoraría la atención", dice.
Por eso critican el modelo actual, en el que hay una buena parte de grupos que gestionan varias residencias, incluso decenas. Actualmente, el sector en España es muy diverso. En abril de 2019 existían en nuestro país 5.417 centros residenciales –cifras que incluyen todo tipo de alojamientos colectivos, no solo residencias–, según los datos de Envejecimiento en red, una plataforma ligada al CSIC. De ellos, el 29% eran públicos y el otro 71% estaban en manos privadas. Dentro de este último grupo, la mayoría no pertenecen a grandes cadenas. Sin embargo, en la última década se ha producido un proceso acelerado de concentración. Hay al menos 13 grupos que gestionan quince o más residencias en suelo español. Según una investigación realizada por infoLibre, los seis más potentes –acumulan en conjunto casi cuatro centenares de centros– tienen como principales accionistas a fondos en las islas Jersey (Vitalia Home y Colisée), a un fondo inglés (DomusVi), a un fondo de pensiones canadiense (Orpea), a una entidad sin ánimo de lucro británica (Sanitas) y al presidente de la constructora ACS y del Real Madrid, Florentino Pérez. Un negocio al que también se ha sumado capital francés o suizo e, incluso, empresarios vinculados a escándalos de corrupción del PP.
"No somos funcionarios, pero nuestro pensamiento, nuestro comportamiento y nuestro sentir han de ser de servidores públicos. Yo creo que trabajar con personas debe ser una opción de vida, una vocación. No es suficiente con trabajar y cobrar", sentencia Agustí.