Las autoridades hablan de confinamiento, distancia social, protección. De seguridad, de contener el virus. Y mientras lo dicen, el despertador de Gonzalo sigue sonando a la misma hora, Concepción tiene que seguir yendo a trabajar a distintos domicilios, Agustín todavía no ha podido ver a sus padres y a Eva apenas le queda un hilo de voz por las secuelas de la lejía con la que limpia el hospital.
Son algunos de los trabajadores que transitan las calles porque no tienen más opción y pese al estado de alarma. Personas que desempeñan una labor esencial para el bienestar de los demás, mientras encaran una batalla permanente con la inseguridad y el miedo.
"Soy un 'héroe' sin contrato fijo y con un sueldo precario"
Gonzalo López es madrileño. Lleva desde los 18 trabajando como cajero o reponedor en diferentes supermercados. La crisis del coronavirus le pilló, a sus 24 años, en el pequeño Carrefour donde fue contratado a finales de febrero. Aterrizó allí como cajero prácticamente al principio de todo esto, repara con tono irónico al otro lado del teléfono. Aunque su contrato se formalizó cuando la crisis empezaba a ser algo más que una intuición, lo que se iría sucediendo con el transcurrir de los días fue toda una sorpresa. "Nos pilló sin esperárnoslo", reconoce. Se refiere a la avalancha de clientes que empezaron a llegar a las tiendas de alimentación, allá por la semana del 9 de marzo. "Se acabó el papel higiénico, el aceite, los huevos, la pasta", enumera.
La falta de previsión llevó a que "las medidas fueran llegando a cuentagotas: el primer día ninguna, el segundo tampoco". Sólo a partir del estado de alarma y de forma muy progresiva. "Primero nos dieron guantes, más tarde mascarillas y geles, luego medidas de separación" que ni siquiera son del todo estrictas: "En mi supermercado el tamaño del pasillo es el de la distancia obligatoria", de manera que "si hay dos personas en él ya se supera" ese requisito de separación. Ni Gonzalo ni sus compañeros tienen uniforme, deben apañarse con ropa propia o prestada e ingeniárselas para lavarla cada día. "Todo es nuevo y un poco extraño", confiesa, "la sensación es que la respuesta ha sido un poco improvisada y tampoco sabíamos muy bien cómo actuar".
La marabunta de gente parece haberse ido relajando. Lo dice, Gonzalo, con cierta cautela: "Ayer un señor llenó dos carros y sigue llegando gente que se lleva diez paquetes de papel". Lo cierto es que todavía reina el "descontrol" y los supermercados, al final, "son focos muy grandes" de riesgo. También "la gente parece que se olvida de tener cuidado y tomar distancia, se lo tenemos que recordar pero no siempre podemos estar pendientes de todo".
Gonzalo entra a trabajar a las 13:30 y termina a las 22:00 horas. Su tienda ha reducido el horario: el cierre ya no es a las 00:00 horas sino a las 21:00, una medida que el trabajador cree del todo insuficiente. "Tendríamos que exponernos lo menos posible", opina. Su jornada semanal es de 40 horas, aunque empezó haciendo 25. Sin embargo, en las últimas semanas se han ido acumulando bajas que han tenido que ir cubriendo. Una compañera, explica, se acogió a la baja después de haber experimentado síntomas evidentes. "Empezó con dolor de cabeza y tos, pero el gerente de mi tienda tuvo la idea de decirle que siguiera trabajando quedándose en el almacén. Al día siguiente cogió la baja".
Aunque reconoce –casi celebra– que descansa bien, subraya también que lo hace sencillamente porque llega a su casa "reventado". Lo dice tras comentar que lleva "ocho días seguidos sin librar". Para Gonzalo, desconectar no es una tarea titánica. "Te pones una serie por la mañana y preparas la comida. Poco más. No intento hacer diez cosas diferentes nada más levantarme, hago lo que puedo". Vive en Begoña, cerca del Hospital La Paz, con su abuela. Una circunstancia que le obliga a extremar las precauciones. Sus compañeros también conviven con el miedo de contagiar a su entorno, especialmente cuando se trata de colectivos con cierto riesgo.
Los ánimos también van por días. "Al principio la gente te daba las gracias", pero conforme se fue calmando la situación la excepción dejó de ser norma. Gonzalo declina el concepto de héroe. "Es bonito que te lo digan, pero yo soy un 'héroe' con un contrato que no es fijo ni lo será y con un sueldo precario". Con todo, sí confía en el potencial de un mensaje que ha ido calando: "Si no es por la cajera que está pasando la compra o por el reponedor, tú no comes". Es uno de los aprendizajes que cree podrían extraerse de una crisis cuyo final no acierta a entrever. "Que no se olvide esto. No queremos que nos lo agradezcan todos los días. Ser cajero es fácil, no necesitas una carrera, pero somos indispensables".
"Queremos que dignifiquen este trabajo"
Concepción Real también apela al cansancio cuando dice que cada noche concilia el sueño nada más abrazar su cama. Al cansancio y a tener la conciencia tranquila. Su sueño es profundo, dice, aunque no se prolonga por más de cuatro horas y media. "Después me despierto y ya no vuelvo a dormir". Es auxiliar de ayuda a domicilio en el municipio madrileño de Getafe. "Como delegada de prevención hace veinte días que no descanso y mi jornada no termina cuando llego a casa", explica en conversación la tarde del viernes.
"No solamente duermo poco, sino que me despierto angustiada, con la espalda bloqueada, con constantes ganas de llorar". Al otro lado del teléfono se impone el silencio. Pero continúa y desvía la mirada hacia lo global: "A mis compañeras ya no sé qué decirles". Al principio, detalla, se mantenía con fuerzas. "Venga, que somos unas guerreras", animaba. "Pero ya no tengo ganas de mentir, vamos a pecho descubierto" y aunque su labor es la de "cuidar a los más débiles", su derecho es además "hacerlo en condiciones".
Concepción sale todas las mañanas a trabajar en cuatro domicilios y "con el nudo en la garganta". El miedo del que no puede librarse es el de "transmitir la enfermedad", aunque ella trata de desplazarse en coche y mantener toda la precaución posible. "Cuando llegas al domicilio del mayor tampoco tienes ganas de hablar, pero tienen la tele puesta" e inevitablemente saben todo lo que ocurre fuera.
Cuando llega a su casa al final de la mañana, lo primero que hace es ducharse, poner la lavadora, saludar a su familia y engancharse al teléfono. Su hija de 22 años está en casa con ella y aunque apenas se ven, son fieles a la cita de las 20:00 horas. "¡Mamá, toca aplaudir!". Y se asoman a la ventana. El aplauso también va por sus compañeras, si bien la trabajadora recuerda que las auxiliares de ayuda a domicilio son "heroínas todos los días". "Pero el reconocimiento que queremos que nos hagan es que dignifiquen este trabajo y nos pongan en el lugar que nos merecemos", reflexiona. Heroínas que, subraya, trabajan unas treinta horas a la semana por menos de ochocientos euros al mes.
La de Concepción es una batalla constante por usuarios y auxiliares, pero en situaciones extremas la paciencia pide tregua. "Esto pone sobre la mesa que la privatización de los servicios públicos no hace más que dar un mal servicio y tener en malas condiciones a las trabajadoras, no me voy a cansar de decirlo". Entretanto, parte de los usuarios se han dado de baja "porque tienen miedo" y el equipo de trabajadoras empieza a no soportar las secuelas de la crisis. La plantilla a la que pertenece Concepción cuenta con 29 auxiliares en activo, de las 60 que hay habitualmente.
La auxiliar dice ser consciente de que no hay Equipos de Protección Individual (EPI), pero pide garantías. "Una mascarilla de papel es reírse de nosotras", lamenta. Ella tiene suerte, admite, porque su marido es agente forestal y su mascarilla le está sirviendo como recurso estos días. Sólo espera que, cuando esto pase, "haya un antes y un después en el servicio a domicilio". Confía en que sea más pronto que tarde.
"Nunca he visto nada parecido"
Lleva más de dos décadas en la UCI del Gregorio Marañón y nunca había visto nada igual. Atiende a este periódico cuando son cerca de las 14:00 de la tarde. "No te preocupes, podemos hablar, acabo de despertarme". Agustín Vázquez hace el turno nocturno, de 22:00 de la noche a 8:00 de la mañana. "En mi unidad lo que hay son pacientes ingresados con neumonía que están graves", explica. El espacio que custodia cada noche cuenta con "23 camas para unos cien enfermos", que se han ido "distribuyendo por donde se puede". Todos están aislados, dice, la mayoría entubados y con ventilación mecánica.
Su turno es discontinuo: trabaja una noche y otra descansa. Lleva en ese servicio desde el año 1999, detalla y "nunca había visto nada parecido". Agustín lo compara, añadiendo algún que otro matiz, con la carga de trabajo que se experimentó durante los atentados de Atocha. "Pero aquello pasó más rápido, esto va a ser muy largo", vaticina. Aquel 11 de marzo de 2004 tampoco existía riesgo de contagio, repara. El Covid-19 es distinto. "Llevamos equipos muy incómodos" explica al tiempo que trata de describir las marcas ya habituales en su rostro al finalizar cada turno.
Los profesionales, reconoce, viven el día a día con temor. Este jueves, Agustín y sus compañeros recibieron por primera vez una primera visita de un equipo de psicólogos. "Han venido para ver cuándo podemos hablar con ellos y todos queremos hacerlo ya". Lo cuenta como anécdota y a la vez como síntoma evidente del impacto que la crisis del coronavirus está teniendo entre los profesionales. "Toda mi vida preparándome para atender a pacientes críticos, pero esto no lo hemos vivido nunca".
La forma de trabajar la han tenido que ir aprendiendo también de manera acelerada. "Han surgido incluso conflictos entre nosotros", añade, aunque por encima de los roces pone en valor el trabajo en equipo. El enfermero se detiene también en la falta de material, pero recalca que en su unidad la situación no es crítica. Su supervisor, expone, les mantiene bien surtidos. También porque fueron de "los primeros en tener pacientes de este tipo" y porque son "muy coherentes con el gasto". "Usamos mascarillas FFP3, porque con los pacientes que tienen ventilación mecánica surgen muchos aerosoles y está en riesgo nuestra salud". Es precisamente el riesgo que afrontan otro de los quebraderos de cabeza de los enfermeros.
Él vive solo, pero reconoce que sus hábitos han experimentado un cambio absoluto desde el inicio de la crisis. "Vivo muy cerca del hospital y siempre he ido en autobús, pero desde que vi esto empecé a usar el coche, por miedo al contagio pero también por ser un vector de transmisión", narra el enfermero. Sus padres, que son mayores, no lo llevan del todo bien. "Lo pasan mal porque no les veo, al principio no lo entendieron". El corte de las relaciones sociales es una de las consecuencias necesarias del virus. En medio de la crisis, cuenta Agustín, fue el cumpleaños de su madre. Efectos colaterales asumibles cuando la salud está en juego. Aunque el enfermero se confiesa pesimista en sus pronósticos. "Esto va a ir para largo y de alguna manera nos va a tocar a todos".
"Estamos aquí por humanidad"
Eva Sobrado dice que, antes de hablar con este diario, preguntó a sus compañeros cómo se sentían en medio de la crisis del coronavirus. "Mi palabra es frustración y otros compañeros me han dicho impotencia, rabia o que se sienten pisoteados. Somos el estamento más bajo del hospital". Habla en plural porque lo hace en su nombre y en el de sus compañeros. A ellos se refiere con especial orgullo. Eva trabaja en el servicio de limpieza del Hospital Ramón y Cajal, en Madrid. "La lucha que tenemos allí es un poco por humanidad", asegura.
"No tenemos contacto directo con los pacientes, pero creemos que los protocolos no son justos". Cada día, los trabajadores entran a limpiar habitaciones con la advertencia "carga viral" en la puerta. "Tienes a dos personas tosiendo mientras tú limpias" y aunque "no somos personal sanitario, también somos humanos, también asumimos el riesgo y también tenemos familia". La suya, en concreto, lleva sin verla desde que todo esto empezó. Vive con su marido y con sus dos hijos, pero los pequeños permanecen con sus abuelos desde que las escuelas se cerraron, antes del estado de alarma. "Yo sabía que iba a tener que estar en el hospital todo lo que me pidiesen", sin libranzas, sin festivos y sin fines de semana. "Los confinamos con los abuelos antes de que hubiera riesgo de contagio y desde entonces no los he visto. Es lo que se me hace más cuesta arriba".
Eva lleva 19 años trabajando en el hospital y dice que es "prácticamente el único trabajo" que ha conocido. "Durante todos estos años hemos limpiado de todo, también en alertas por varios virus, pero nunca de esta magnitud". El personal, subrogado y con la empresa Clece desde hace seis años, también recibió a la crisis sin la preparación suficiente. Veían que podía llegar por lo que se anunciaba en televisión, explica la trabajadora, luego empezaron a recibir casos que eran derivados al Hospital Carlos III y algunos grupos de empleados comenzaron a recibir formación. "Pero todo esto se desmadró en cuestión de tres días" y ahora es prácticamente inabordable.
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Entretanto, parte del servicio está en cuarentena por sospechas de contagio o por casos confirmados. "Muchas se han ido contagiando y el hospital no nos hace las pruebas porque no somos personal sanitario". Ese es uno de los principales problemas que denuncia la empleada: los trabajadores de la limpieza están un escalón por detrás y por tanto su protección no es prioritaria. La falta de EPI atraviesa al sector e incluso algunos trabajadores tienen que reutilizar el material para sacarle el máximo provecho.
La limpieza, además, se ha vuelto mucho más agresiva. "Hemos tenido que subir la dosis de hipoclorito, porque el bicho se mata con lejía", explica. "Así tenemos la garganta", añade mientras aclara la voz. Pese a lo duro de las condiciones, los trabajadores asumen la carga. "Soy miembro del comité de empresa y todos trabajamos codo a codo para dar el máximo rendimiento posible, pero aún así no es suficiente".
Otros muchos compañeros, explica, se han dado de baja porque arrastraban problemas de salud previos o eran mayores. El resultado es que están "bajo mínimos" y aunque hay nuevas contrataciones, los empleados sin experiencia en hospitales "vienen un día y no vuelven porque tienen miedo". Pese a ello, Eva cree que la situación comienza a relajarse. "Las primeras semanas fueron muy duras, no dormíamos por la noche, teníamos un estrés grandísimo", describe la trabajadora. Secuelas que ahora intenta esquivar pero que van haciendo mella. Cuando todo pase, reflexiona, "los que estamos aquí seremos los que tendremos que quedarnos en casa y recuperarnos".
Las autoridades hablan de confinamiento, distancia social, protección. De seguridad, de contener el virus. Y mientras lo dicen, el despertador de Gonzalo sigue sonando a la misma hora, Concepción tiene que seguir yendo a trabajar a distintos domicilios, Agustín todavía no ha podido ver a sus padres y a Eva apenas le queda un hilo de voz por las secuelas de la lejía con la que limpia el hospital.