(infoLibre publica a continuación el primer capítulo del libro El exterminio de la memoria, escrito por el periodista Fernando I. Lizundia. Publicado por la Editorial Catarata y la Fundación Internacional Baltasar Garzón (Fibgar), el libro se pone a la venta este lunes 25 de mayo)
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Capítulo 1. Josefa Celda: "Desde aquel día no he podido volver a reír ni a llorar"
“La víspera de fusilar a mi padre mi tía me llevó a la cárcel a verlo por última vez. Mi padre cogido a la reja, parece que estoy viéndolo, me dijo: "Filla les ganes que té el padre d'abrasarte y les ganes se quedarà". ["Las ganas que tiene tu padre de abrazarte y con las ganas se va a quedar"]. Pero, antes de entrar, mi tía me dijo que iba a ver a mi padre por última vez y que no me cayera una lágrima [para no entristecerlo aún más]. Y no lloré. Como prometí a mi tía, no me cayó ni una sola lágrima, pero desde aquel día he sido incapaz de llorar. Cuando me emociono, me queda aquí dentro una cosa que me ahoga, pero no puedo llorar… tampoco soy capaz de reír. Aquello me impactó de tal forma que no he vuelto a ser una persona normal, porque lo normal es poder llorar y reír.”
Así contaba Josefa Celda Soler, Pepica, el 28 de febrero de 2015, cómo fue aquel encuentro con su padre. A los 83 años, aún recordaba vivamente los detalles de la última vez que vio con vida a aquel hombre serio, fuerte y trabajador al que siempre adoró. Habrían de pasar 73 años desde aquel 13 de septiembre de 1940, en que fue fusilado en el cementerio de Paterna, hasta que pudo volver a reunirse con él, con los restos extraídos de aquella fosa común en la que Pepe Celda aguardó casi tres cuartos de siglo, junto con otros 14 convecinos de Massamagrell y los cadáveres de otras 200 personas, a que vinieran a rescatarlo del olvido.
Todos ellos fueron condenados a muerte en juicios sin ninguna garantía procesal y, por tanto, asesinados en nombre de Francisco Franco y la Nueva España, que, para poder existir, requirió el exterminio de no menos de 150.000 personas, las penurias impuestas por decreto a más de tres millones de españoles y el exilio de otros muchos miles más.
“Mi padre, José Celda Beneyto, era labrador. Era un hombre alto y fuerte [moreno y de ojos verdes, medía 1,82 metros, un gigante en aquella época]. Era de esos hombres de los que solo sale uno por generación. Cuando lo detuvieron, con 45 años, fueron a por él al campo. Allí solo quedó la azada. No hubo testigos. Nadie sabía qué le había pasado. Nosotras [su esposa y sus dos hijas] estábamos en casa esperándole, para comer. Cuando vimos que no llegaba fuimos al campo a ver qué le pasaba y allí no estaba”.
“Fueron los falangistas, dirigidos por José Mascarell, creo que ese era el apellido, al que todos en Massamagrell conocían por su apodo de El Morret”, comenta Vicent G. Devís, periodista y sobrino nieto de Pepe Celda. “Este hombre le acusaba de que había intentado matarle. En realidad, habían tenido un rifirrafe años antes en plena plaza del pueblo, cuando Pepe se negó a trabajar para él y le acabó gritando: 'Los que se aprovechan de los trabajadores habrían de estar en un barco agujereado en medio del mar.'”
“El Morret se la guardó durante años, hasta que en 1939 por fin tuvo la oportunidad de saldar cuentas con él y aprovechó su condición de falangista para incluirlo en el lote de aquellos 15 hombres, conocidos posteriormente como 'los 15 de Massamagrell', a los que acusaba de haber matado a uno de sus hermanos. Como ya ha contado Pepica, ella y su padre estaban en Amposta, en la campaña del arroz, cuando se registraron estos hechos, así que Pepe Celda era inocente”.
“Como ya ha relatado mi tía, fueron a por Pepe Celda cuando trabajaba en la huerta en sus alcachofas y sus hortalizas. Cuando ya caía la noche y, al ver que no regresaba, su mujer, Manuela Soler Barral, y sus dos hijas, Pepica y Carmen fueron al campo a ver qué sucedía, pero solo encontraron la azada tirada en el suelo.” “Primero lo llevaron al ayuntamiento de Massamagrell”, enlaza Josefa, e inmediatamente aclara: “Entonces, los ayuntamientos, conventos y colegios estaban llenos de personas detenidas por política.” “De allí”, prosigue Vicent, “los trasladaron a una naves en Sagunto. A su mujer también la detuvieron y la encerraron en el convento de Santa Clara, allí había monjas que llevaban pistola al cinto”. “Las niñas, con menos de 10 años, quedaron desamparadas, abandonadas, nadie les prestó atención. Consiguieron pasar una noche con su padre en Sagunto y otra con su madre, en Santa Clara. Luego unos tíos se hicieron cargo de ellas”.
Pepica sostiene que su padre no tenía filiación política ni sindical, pero Vicent aclara que “era afiliado de Izquierda Republicana, el partido de Manuel Azaña, de ideología moderada. De hecho, Pepe era hombre de misa. Otra cosa era Manuela, su mujer, natural de Massalfassar y comunista militante, una especie de Pasionaria y, como Dolores Ibárruri, muy brava”. Vicent se muestra convencido de que, aparte de por el desaire a El Morret, se llevaron a Pepe por la ideología de su mujer.
Y llegó el juicio, sumarísimo, como era costumbre en la época. “Duró 20 segundos y juzgaban a 70 personas”, explica Vicent G. Devís. “A mi padre le preguntaron si conocía a fulano de tal”, dice Pepica para referirse a Mascarell, “pero en los pueblos todos se llamaban por el apodo [en este caso El Morret, que acusaba a Celda de haber participado en la muerte de su hermano] y a mi padre aquel apellido no le sonaba, así que respondió que no. 'Lo niega todo, condenado a muerte', fue la sentencia del juez. Pero mi padre estaba condenado desde el inicio, porque yo era la única que había estado con él en Canals [localidad próxima a Xàtiva, a casi 100 kilómetros de Massamagrell], cuando sucedieron los hechos, y no me dejaron declarar”.
Manuela, la madre, también fue juzgada, “pero era valiente y decidida como la Pasionaria. Hizo frente a las acusaciones que se formularon en su contra y dijo que ella cosía pantalones para los soldados de la República y que convenció a otras para que lo hiciesen por caridad”, cuenta el sobrino de Josefa.
De nada habían servido las advertencias de una de las hermanas de Pepe, que vivía en la Pobla de Farnals, y que, según señala Vicent, les advirtió de que “los nacionales estaban ya en Sagunto. Les pidió que retirasen el retrato de la Pasionaria que tenían en casa y que colocasen en su lugar algún cuadro de contenido religioso, La última cena, El Corazón de Jesús o cualquier otro. También le dijo a Pepe que, en caso de que tuviera algún delito de sangre o de otro tipo, que había barcos en Gandía, en Valencia y en Alicante, y que abordase cualquiera de ellos y, en cualquier caso, que se ocultara durante los primeros días de ocupación, que siempre eran los peores. José respondió que no, que solo había pertenecido a Izquierda Republicana, un partido de centro izquierda, que era un simple labrador, que no había participado en ningún tipo de actos violentos y que él se quedaba”.
Después de ser condenado a muerte, José Celda fue trasladado a la cárcel Modelo de Valencia. Allí conoció el horror de las “sacas”, de las rondas nocturnas para reunir a los presos que iban a ser inmediatamente pasados por las armas. El pelo se le encaneció totalmente en tan solo ocho días. Pepe recibe visitas de algún familiar, pero no las de sus queridas hijas, a las que, al ser tan pequeñas, no les permiten ver al preso. “Yo era alta y a veces me vestían de chica más mayor, pero el centinela no me permitía pasar y nos teníamos que quedar allí, llorando, esperando a que la persona que nos había llevado acabase la visita. Como nos había visto llorar tanto, por eso el 13 de septiembre de 1940 nuestra tía nos dijo que no quería que se nos cayese ni una lágrima. Ese día el centinela sí nos dejó pasar”.
Pepica asegura que ella y su hermana cumplieron, pero que “no sucedió lo mismo con otros familiares de presos, que se aferraban a las rejas y no había manera de que se soltasen y salieran”. Para Josefa, aquello “era normal, porque había quien allí dentro dejaba hijo y marido, los tenían delante y sabían que no los iban a ver más. Cuando subimos al tranvía que pasaba delante de la Modelo, todas aquellas personas iban llorando, y una señora muy enjoyada comentó en tono despectivo que aquello parecía el anuncio del Juicio Final, luego, al ver cuántos éramos, se quedó encogida”.
Vicent cuenta cómo mientras sus tías Pepica y Carmen hacían la última visita a su padre, a unos kilómetros de allí, en el convento de Santa Clara, las monjas vestían de negro, de luto riguroso, a Manuela Soler Barral, esposa de José Celda, para que supiese que era una viuda virtual, porque la ejecución de su marido era inminente.
Pura, hermana de Pepe, y uno de sus sobrinos acuden al cementerio de Paterna, donde se encuentra el “Paredón de España”, frente al que los pelotones de ejecución franquistas fusilaron a unas 2.000 personas entre 1939 y 1956. Se esconden entre unos algarrobos y el chico sube a uno de los árboles, “menos mal que no lo cogieron, porque lo hubiesen matado allí mismo”, comenta Pepica. Desde allí, cuenta Josefa que el chaval logra ver el asesinato de “los 15 de Massamagrell”, parte de los 39 ejecutados aquella jornada. También presencia cómo “uno de los soldados se negó a disparar contra otro de los condenados, porque aquel hombre era su padre. Sus compañeros lo desarmaron, lo maniataron, los colocaron juntos y los mataron allí mismo, porque no eran voluntarios, como pretendían hacernos creer”.
Tras el fusilamiento, Pura se cuela en el cementerio, localiza a Leoncio Badía Navarro, un republicano al que habían indultado a cambio de convertirse en enterrador, y le convence para que sitúe los cuerpos de los “15 de Massamagrell” en la fosa 126, que ya se disponía a cerrar, porque ya contenía 200 cuerpos, en lugar de en el fondo de la siguiente zanja. Abonan 25 pesetas (casi 50 euros) por cada uno. Con ese dinero pagan, entre otras cosas, el ataúd. Leoncio permite que coloquen debajo de la nuca de cada cadáver una botellita —unas de medicina, otras de perfume— con un papel en su interior con el nombre y apellidos del finado, la fecha de la ejecución y el lugar de procedencia. En este caso, “José Celda Beneyto. 14 de septiembre de 1940. Massamagrell”. El sepulturero también permite que le corten un mechón de pelo a José Celda, como que la familia tenga un recuerdo. “Conservo la onda de pelo, tengo la botellita y también la bala”, el proyectil del tiro de gracia. Al ser tan alto, a Pepe las balas del pelotón le impactaron en el pecho, mientras que a los demás les alcanzaron en la parte alta del torso y la cabeza.
“Me he preguntado muchas veces en qué pensaría mi padre mientras lo llevaban en un camión desde la Modelo hasta Paterna, porque nos escribió una carta esa noche despidiéndose de la familia. La encontramos ocho días más tarde, porque la había disimulado en el dobladillo del pantalón. Nos la hizo llegar a través de su hermano, cuando fue a verle a la cárcel, se quitó la ropa, se la dio a su hermano y le dijo: 'Esa ropa que está mejor, quédatela tú, porque a mí ya me sobra todo' y se puso la más vieja que tenía”, narra Josefa.
“En la carta, escrita en un trozo de papel higiénico, les pide a su hermana y a su hermano que cuiden y respeten a sus dos hijas, a Carmen y a mí, porque somos lo que más quiere en este mundo y que lo que habían hecho hasta entonces por ellas no se paga con todo el dinero del mundo. Concluye la misiva diciendo: 'Lo que han hecho de mí sin ser culpable es de no tener alma ni corazón, pero confío en que tendréis memoria de mí'”.
Tres meses más tarde, en diciembre de 1940, se recibió notificación de que José Celda, al no tener las manos manchadas de sangre, había sido indultado. Se conmutaba la pena capital por otra de prisión mayor. Desgraciadamente, la orden llegó demasiado tarde.
“Tras el fusilamiento de mi padre y la encarcelación de mi madre, nos quedamos solas. Desde muy pequeñita, con solo 9 años, me pasé la vida sin padre ni madre, sin poder ir al colegio, ganándome la vida fregando y haciendo lo que podía para poder comer. Me tocó vivir con una tía, luego con otra y otra, y también ir a Valencia a la plaza del Collado, allí había un quiosco de un amigo de mis padres, que me cogió de recadista. Iba para ocho días y me quedé seis años”, recuerda.
“Mi madre no me podía mantener, tenía que ganarme yo el pan. Además, tuve mala suerte en el matrimonio y nunca he tenido cariño de padres, ni de marido, ni ayuda. Tuve dos hijas y me tocó sacarlas adelante a mí sola, porque yo he sido muy trabajadora y muy cabezota, como mi padre, y ahora estoy hecha polvo. Estoy marcada, estoy marcada”, repite como una letanía.
“Nos trasladamos a Massalfassar, el pueblo de mi madre, porque no podíamos vivir en Massamagrell, estábamos señaladas. Por si no se lo cree, le voy a poner un ejemplo: una vez que mi madre y yo regresamos a Massamagrell a comprar algo, porque Massalfassar era muy pequeño y no había casi nada, caminábamos por la calle cuando el que había denunciado a mi padre [El Morret], le dijo a mi madre: 'Manuela, ¿tú por aquí?, pero si tenías que estar enterrada con tu marido'”.
“En otra ocasión, mi madre y yo íbamos en el tren, veníamos de Alicante, y oímos a unos de la Falange que decían: 'Ahora mataremos a los padres y luego a los hijos, y así exterminaremos a la raza de los rojos'. Y nosotras calladas, porque entonces no podías decir nada. Eso sí, a veces pasábamos por el tejado a la casa de los vecinos para escuchar la [Radio] Pirenaica, que entonces se hacía mucho, pero había mucho miedo y no tienes derechos, eras 'roja' y nada más”.
Los años pasaron y en 2005 Josefa viajó a Bruselas con una de sus primas. Allí se encontraron con Vicent G. Devís, su sobrino, que era corresponsal de Canal 9. Durante la sobremesa de una cena, comentaron el caso de José Celda y Pepica manifestó su deseo de recuperar el cuerpo de su padre para honrar su memoria, tal y como su progenitor se lo había pedido en su última carta. “Aquella era una historia que yo había oído contar desde niño, pero la tomaba como un cuento del capitán Trueno. A mí aquello me removió las entrañas. La Memoria Histórica era para mí algo desconocido, me gustaba la historia, pero hace 10 años nadie hablaba de esto, hace 20 era tabú y hace 30 era prisión”.
“Empiezo a sonsacarle información y le sugiero que vaya al ayuntamiento [de Massamagrell] y que presente una solicitud de búsqueda y traslado. Lo hacen, pero la solicitud la pierde el consistorio, que es del PP y que se ve que no quiere remover aquello. A mí me sorprendía aquella actitud, porque en Bélgica tenía muchos amigos alemanes, mi hijo iba a un colegio alemán y estudiaban Auschwitz y del Holocausto y hablaban de ello con naturalidad y van abuelitos a explicarlo, y aquí se pretende convertir la Guerra Civil en las Guerras Napoleónicas, dejar que pase el tiempo y luego ya veremos cómo lo contamos”.
“Se pierde el papel, hacemos otra. Además, movilizo a amigos de Público, El País, Levante… y denunciamos al ayuntamiento por perder el papel y a la Generalitat Valenciana por no facilitarlo, y nos ponemos en manos de Matías Alonso, coordinador del Grupo para la Recuperación de la Memoria Histórica. Al final se consigue que Josefa Celda reciba la que acabaría siendo la última ayuda concedida por el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, que entonces ya estaba en funciones, para la exhumación de víctimas de crímenes franquistas”.
“La Generalitat puso muchas trabas y el ayuntamiento contribuyó a la confusión filtrando informaciones que lograron movilizar a otros parientes de los fusilados, que se oponían a que se abriese la fosa y a que se extrajesen cuerpos”, explica Vicent. “Al final logramos iniciar los trabajos, que los llevó a cabo el paleontólogo Manuel Polo, especialista en Antropología Forense y profesor de la Universidad de Valencia.”
Gracias a los fondos entregados a Josefa para la exhumación de su padre se pudo identificar a cuatro personas: a Ramón Gandía Belda, porque era el único que tenía la botellita debajo de la nuca. Las identidades de José Celda Beneyto, Francisco Fenollosa Soriano y Manuel Gimeno Ballester fueron establecidas comparando el ADN. “Manuel es el único que no fue reclamado por ningún familiar, así que sus restos fueron devueltos a la fosa 126, con su ataúd de plástico y la identificación genética”.
El 12 de abril de 2013, los restos fueron entregados a sus familiares. “Cuando recuperé los restos de mi padre, tuve los huesos dos días en mi casa, hablé mucho con él y le di las gracias por todo. El 14 de abril le dimos tierra en Massalfassar, para que descansara al lado de mi madre, que está allí enterrada. Todo lo que queríamos era darle una sepultura digna. Él nos pidió que no le olvidásemos y, si desde donde esté puede vernos, sabrá que su hija no le ha olvidado”.
(infoLibre publica a continuación el primer capítulo del libro El exterminio de la memoria, escrito por el periodista Fernando I. Lizundia. Publicado por la Editorial Catarata y la Fundación Internacional Baltasar Garzón (Fibgar), el libro se pone a la venta este lunes 25 de mayo)