El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, clama para que las grandes fortunas paguen más impuestos. En Alemania, su flamante canciller, Olaf Scholz, apuesta por la nacionalización de una empresa de energía. Aquí, en España, el Gobierno ha recibido el visto bueno de la Unión Europea para intervenir el mercado del gas y la electricidad. Y también se han aplicado limitaciones de precios a productos como las mascarillas o a mercados como el del alquiler. Todas las políticas expresamente rechazadas por la ortodoxia económica que pilotó la última Gran Recesión son ahora tendencia. Descartada la hipótesis de que EEUU o Bruselas estén en manos de dirigentes radicales antisistema, la conclusión es que la pandemia, primero, y la guerra, después, parecen haber acelerado un histórico cambio de paradigma.
“En los últimos años se ha producido un cambio muy significativo en el sentido común económico”, dice Nacho Álvarez, secretario de Estado de Derechos Sociales y economista de cabecera de Podemos. “Hace siete u ocho años nosotros ya hacíamos estas propuestas y nos decían que eran imposibles”, recuerda. La pregunta es qué es lo que ha cambiado en tan poco tiempo para que políticas basadas en los recortes y la austeridad hayan sido completamente descartadas en favor de una hoja de ruta tan alejada de los dogmas neoliberales que imperaban hasta hace no mucho. Y todo el mundo tiene claro que la respuesta es la pandemia.
“El covid-19 supuso un shock de demanda derivado de una emergencia sanitaria que llevó a la activación de unas políticas que obligatoriamente tenían que dar una salida social a la crisis”, exponen desde el Ministerio de Economía, donde comparan los resultados de las medidas aplicadas ahora con las de la crisis de 2008. “La idea principal aquí es que se necesitaban resultados diferentes y que, por tanto, las políticas tenían que ser distintas”.
Una de las diferencias más emblemáticas de ese cambio de paradigma tiene que ver con las medidas implementadas en materia laboral. De abaratar el despido y flexibilizar el mercado para facilitar que las empresas puedan deshacerse de sus empleados se ha pasado a favorecer los ERTE, un mecanismo impulsado desde el Ministerio de Trabajo y mediante el cual el Estado soporta gran parte de los costes laborales en momentos puntuales de crisis a cambio de que se mantengan los empleos. “Se ha revelado como una red de protección que ha llevado a superar la crisis del empleo mucho antes que con anteriores recetas”, destaca Nacho Álvarez. Desde el Ministerio de Economía igualmente ensalzan “el cordón umbilical” que han supuesto los ERTE entre trabajadores y empresarios, y que ha significado en la práctica que se preserven millones de puestos de trabajo a pesar de la grave crisis económica derivada de la pandemia.
Pero el cambio de paradigma no solo se da en materia laboral. La intervención de lo público en los mercados, algo impensable hace apenas un par de años y emparentado con latitudes muy sureñas, se ha convertido en una política recurrente y completamente homologable en cualquier país de nuestro entorno. El Gobierno español, de hecho, acaba de impulsar en el seno de la Unión Europea una intervención en el mercado energético para limitar el precio del gas generador de electricidad después de meses de precios desorbitados.
“Está claro que tenemos un mercado energético disfuncional”, aseguró Pedro Sánchez tras el último Consejo Europeo. La moraleja es que ni ese mercado ni otros muchos han llegado a “regularse solos”, uno de los grandes mantras del neoliberalismo que imperó en Europa y en Estados Unidos durante las dos primeras décadas del siglo y que ahora la pandemia y la guerra parecen echar por tierra. Las autoridades comunitarias han dado el visto bueno a los gobiernos de España y Portugal para que intervengan directamente en el mercado energético imponiendo límites al precio del gas. Una política que, a otra escala, también se había aplicado ya en España en otros mercados durante la presente legislatura.
En el peor momento de la pandemia, por ejemplo, el Gobierno se vio obligado a imponer un precio máximo a las mascarillas, un bien de primera necesidad para una emergencia sanitaria que había sufrido un proceso inflacionista inasumible para muchas familias. Un planteamiento parecido, en el fondo, a lo que esboza la ley de vivienda impulsada por el Ejecutivo de coalición. Fruto de una intensa discusión entre PSOE y Unidas Podemos, el texto de esa ley concluye que la vivienda puede ser un bien de mercado pero debe ser, ante todo, un derecho. Y como tal, ante la incapacidad del mercado de autorregular su acceso, la conclusión es que debe regular lo público.
En el último decreto de medidas económicas para paliar los efectos de la guerra, por ejemplo, el Gobierno establece un límite del 2% para las subidas de nuevos contratos de alquiler. En la citada ley de vivienda, que aún se encuentra en trámite parlamentario y no ha entrado en vigor, el Ejecutivo también introduce un mecanismo de control de precios en el mercado inmobiliario, aunque es menos ambicioso que ese decreto. Muchos socios parlamentarios del Gobierno, de hecho, critican ese texto por no tener fijado el límite del 2% que ahora estará en vigor hasta el 30 de junio a través del decreto. En la ley, se ciñen las limitaciones a grandes propietarios jurídicos (empresas con más de diez inmuebles en propiedad), y en base a un índice de precios aún no elaborado.
En cualquier caso, el secretario de Estado de Derechos Sociales defiende que la senda económica está trazada: “La desigualdad importa y hacen falta políticas para reducirla por razones tanto sociales como de eficiencia económica”. Una posición que ahora parece revelarse como triunfadora en el eterno debate de las escuelas económicas y que también tiene que ver con el impulso a prestaciones hasta ahora inéditas y que empiezan a ser tendencia en muchos países de Europa como el ingreso mínimo vital.
Política fiscal expansiva
Hace tan solo unos días, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, le dijo al PP que su propuesta de llevar a cabo una bajada generalizada de impuestos resultaba “suicida para el mantenimiento del Estado del bienestar”. El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ya ha anunciado subidas generalizadas de impuestos a las grandes fortunas norteamericanas y, recientemente, incluso ha hecho un llamamiento a las grandes empresas petroleras que están viendo multiplicar sus beneficios como consecuencia de la guerra: “Ya basta de acumular beneficios obscenos, bonus, recompra de acciones... los estadounidenses están observando. El mundo les está observando”.
En España está pendiente una reforma fiscal para la que Podemos, uno de los partidos de la coalición, plantea seguir la senda marcada por Estados Unidos y subir los impuestos a los ricos. “Queda mucho por avanzar en impuestos a la riqueza, aunque el Gobierno ya ha fijado en el 15% el tipo mínimo del impuesto de sociedades, se ha subido el IRPF en los tramos más altos y se ha subido un 1% el impuesto de patrimonio”, recuerda Nacho Álvarez.
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En la sala de máquinas de la Vicepresidencia económica destacan la relevancia de haber dado pasos en la puesta en común de una fiscalidad europea. “Hemos dado un paso adelante y hemos entendido que la política fiscal mutualizada es un instrumento básico para las recuperaciones. Frente a las consolidaciones fiscales de la anterior crisis, que se traducían básicamente en recortes de servicios públicos, ahora la idea es impulsar la inversión”, explican desde Economía, donde resumen el alma del Plan de Recuperación como “que Europa crezca mucho es la única forma de hacer sostenible el estilo de vida europeo: seguridad en todos los sentidos, seguridad social, política y económica”.
¿Nacionalizar empresas?
A principios de abril, el Gobierno del flamante canciller alemán, Olaf Scholz, anunció la nacionalización de la filial germana de la empresa rusa de energía Gazprom ante la amenaza de problemas en el suministro de gas por la invasión de Ucrania a manos de Vladímir Putin. El encargado de hacerlo oficial fue el ministro de Economía, Robert Habeck: “Este paso es obligatorio y sirve para proteger la seguridad y el orden público y para mantener la seguridad de la oferta, que está actualmente garantizada”. Antes de ese anuncio, a mediados de marzo, el presidente francés, Enmanuel Macron, también apostó por las nacionalizaciones: “Tendremos que retomar el control de varios actores industriales. El Estado deberá hacerse cargo de varios aspectos del sector energético”, aseguró durante una comparecencia.
En España, varios partidos también han planteado ya abiertamente la implantación de una empresa de energía pública o incluso una banca estatal, medidas que defiende Unidas Podemos desde el Gobierno. Desde el Ministerio de Economía, sin embargo, son más cautos respecto a las medidas adoptadas por Francia y Alemania y creen que, por el momento, las intervenciones en mercados como el de la energía deben ser muy puntuales: “Las intervenciones en el mercado son medidas quirúrgicas para que sean lo menos distorsionantes y lo más eficaces posible. El objetivo es encauzar la evolución del IPC y garantizar el suministro, y la política comunitaria no va precisamente por la vía de las nacionalizaciones”, señalan.
El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, clama para que las grandes fortunas paguen más impuestos. En Alemania, su flamante canciller, Olaf Scholz, apuesta por la nacionalización de una empresa de energía. Aquí, en España, el Gobierno ha recibido el visto bueno de la Unión Europea para intervenir el mercado del gas y la electricidad. Y también se han aplicado limitaciones de precios a productos como las mascarillas o a mercados como el del alquiler. Todas las políticas expresamente rechazadas por la ortodoxia económica que pilotó la última Gran Recesión son ahora tendencia. Descartada la hipótesis de que EEUU o Bruselas estén en manos de dirigentes radicales antisistema, la conclusión es que la pandemia, primero, y la guerra, después, parecen haber acelerado un histórico cambio de paradigma.