¿Y ahora qué?

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Josep Ramoneda

Hay una respuesta de manual: ahora, política. Pero, ¿qué quiere decir? Porque política es el proceso catalán, como lo son las respuestas que recibió de las instituciones españolas. De modo que si el tópico del momento es ahora, política, simplemente es para señalar el objetivo inmediato: que el conflicto transite a través del poder político (ejecutivo y legislativo) y no del poder judicial, que es donde recae en este momento, por la incompetencia de quienes tenían la responsabilidad de encauzarlo. Es la desviación del conflicto a la justicia la que ha embarrado definitivamente el escenario, porque resulta muy difícil entrar en una negociación serena mientras una de las partes tiene sobre sí el peso de los tribunales, que a su vez sufren una contaminación peligrosa que afecta a su autoridad: la justicia no está para resolver problemas políticos y, cuando se entra en esta tesitura, inevitablemente su comportamiento se politiza en la medida en que sus decisiones tienen consecuencias políticas claras y concretas.

Han pasado más de dos años desde el choque de octubre del 2017. Dos años de bloqueo en que la anormalidad se ha ido normalizando, como si fuera un destino ineludible, al tiempo que la política sufría el desgaste de su impotencia. Enfangados en un pantano, algunos políticos han creado su hábitat en este espacio y han hecho de la irresolución del conflicto su modus vivendi. Esto resulta patente en una parte del independentismo, especialmente en torno al núcleo duro de Junts per Cat, con Torra como esfinge y Puigdemont como faro. Pero lo es también en buena parte de una derecha española dividida y a la baja, arrastrada por el espectro de Vox, que ha conseguido poner en evidencia la fragilidad —por no decir la inexistencia— de una cultura liberal en el PP. En tiempos de mudanza, la derecha española ha demostrado ser todavía muy deudora de su pasado. A un PP desubicado, al que la fuerza se le está yendo por la boca, le resulta cómodo el clima de confrontación sin desbordamientos mayores en el que su pésima gestión del conflicto nos ha colocado. De este modo, el PP puede sobrevivir en la bronca contra el independentismo y contra el PSOE, caricaturizado como su aliado.

Por tanto, ¿ahora qué? depende mucho de la disposición de los actores políticos. La confluencia en el tiempo de la crisis de gobernanza de las democracias bipartidistas liberales (que se hizo carne con la crisis) y el desafío, como le gusta decir a cierta prensa, independentista han erosionado sensiblemente la vida política, poniendo en evidencia el agotamiento del régimen de la Transición que desde 2014 vive su fase post, y ha colocado al país en una especie de huelga de gobernanza —en el que el griterío ha pasado por encima de los problemas— al que esperemos que el nuevo Gobierno ponga fin. Además de recuperar en Europa el protagonismo perdido desde que, después de cinco años (2012/2017) sin ser capaz de encauzar el problema, Rajoy entró en el momento de vergüenza de suspender a un gobierno elegido democráticamente y desapareció de la escena internacional.

¿Quieren realmente ahora los diversos actores explorar vías de resolución política del problema? ¿Han servido estos dos años a la espera de la sentencia del Supremo para sacar las lecciones justas de lo ocurrido? Una y otra pregunta van ligadas. Y, en realidad, ambas plantean una tercera: ¿están las partes dispuestas a darse mutuo reconocimiento? Tengo la sensación de que gran parte del problema está en la incapacidad de entender desde las instituciones españolas qué es Cataluña y qué ocurre en ella; y, desde el soberanismo catalán, acabar con una cierta actitud de superioridad a la hora de mirar a España y con una cierta incapacidad para comprender lo que es un Estado. Cuando Rajoy decía, en cierta ocasión, que no conseguía saber quién mandaba en Cataluña estaba certificando que, para él, como para muchos, Cataluña es territorio apache. Y no se esfuerzan en entender sus claves. ¿Se imaginan a Macron diciendo que no sabe quién manda en la Bretaña o en Alsacia?

Por tanto, la clave de la situación está en hasta qué punto ambas partes han aprendido las lecciones de estos dos años: que, hoy por hoy (y puede ser un tiempo muy extenso), no se dan las condiciones para que Cataluña pueda constituirse unilateralmente en una república; y que el independentismo está aquí para quedarse y su derrota absoluta (como algunos pretenden reclamando su ilegalización) es imposible sin llevarse a la democracia por delante. Además de aceptar, a su vez, que hay en Cataluña una amplia conciencia de nación que puede ser muy esotérica, pero no lo es más que la conciencia de nación española. Y que si se niega —y se ridiculiza— el nacionalismo catalán mientras el español se considera lo más normal del mundo es simplemente porque uno tiene Estado y el otro no.

Etapa de diálogo

No me gusta repetirme, pero a veces es necesario para remachar lo evidente. Cataluña no dispone de ninguno de los factores necesarios para una ruptura unilateral: el independentismo no tiene una mayoría social clara, carece de poder insurreccional real (unas cuantas fogatas durante un par de semanas no van más allá de incidencias de orden público), carece de poder coercitivo para imponer una nueva legalidad, no cuenta con el favor de las élites económicas locales (salvo muy concretas excepciones) y no dispone del apoyo de ninguna potencia mundial. Pero tiene fuerza electoral, poder ideológico y soporte social suficiente para que la fantasía de derrotarlo sea posible sin forzar las reglas del juego de un sistema democrático.

Por necesidad, más que por virtud, porque ha vacilado hasta el último momento, parece que Pedro Sánchez y los suyos han asumido esta experiencia. Y han dado los primeros pasos para el reconocimiento del independentismo, lo que resulta imprescindible para cualquier regreso a la vía política. No es así el caso de la derecha, para la cual el independentismo se asocia con delincuencia. Y a Sánchez se le hace responsable de un delito de lesa patria por intentar negociar con ellos. De modo que, por esa parte, solo la izquierda, PSOE y Unidas Podemos, se plantean ¿ahora, qué? Del lado del soberanismo cada vez son más los que han adquirido conciencia de que el programa de máximos no está hoy en el orden del día. Y que es necesario entrar en una nueva etapa de diálogo que pueda permitir ir desjudicializando el conflicto y esbozar algún marco de entendimiento. Falta, sin embargo, saber hasta dónde aspira llegar en su bloqueo el sector irredento del independentismo. Y aquí las claves son ya de dominio interno: la lucha por la hegemonía entre JuntsxCat y ERC.

Toca, por tanto, una fase tentativa para sentar las bases de una negociación, con la esperanza de que adquiera un desarrollo suficientemente atractivo como para que los que, a uno y otro lado, siguen en la confrontación se vean obligados a acercarse al diálogo. Pero en la mejor de la hipótesis es un proceso largo, en el que el reconocimiento mutuo de las partes no significa la puesta en primer plano del programa de máximos. Todo lo contrario: empezar una negociación con exigencias que se sabe que ahora mismo la otra parte no puede asumir es un viaje a ninguna parte. Y quedarse al margen, en nombre de los objetivos irrenunciables, puede condenar al independentismo a cierto decaimiento, porque la principal razón para creer que la vía política es viable consiste en que la ciudadanía está a favor. En el conjunto de España son clara mayoría, al decir de las encuestas, los que quieren una solución negociada; y en Cataluña empieza a sentirse el agotamiento social ante una política monotemática que, en nombre de que solo en la independencia está la salvación, ha eliminado del escenario el lenguaje de atención a la ciudadanía y de gobernanza de los problemas económicos y sociales.

España hay más de una

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La mesa de negociación es un primer paso. Requiere decisión y atrevimiento, aun a costa de tocar algunos tabús, para ir construyendo confianza. Pero requiere también de sentido del tiempo y de la prudencia: es un proceso largo. De momento, debe fijar su horizonte en un clima de comprensión y en medidas concretas susceptibles de ser acordadas con la mayoría parlamentaria de la que ahora se dispone. Y, si por este camino se avanzara, lo demás se daría por añadidura. Sin prisa, pero con decisión. La pregunta es: ¿tiene Sánchez autoridad para dar pasos que pueden generar incomprensión en la ciudadanía y hay en el independentismo liderazgos capaces de desafiar las fabulaciones que mantiene viva la llama? Afortunadamente, la ciudadanía va a menudo por delante de los políticos y cuando estos les dicen temblando que los reyes son los padres, ellos les responden, como los niños, que ya lo sabían.

* Josep Ramoneda es periodista, filósofo y escritor. Ha editado el ensayo colectivo ‘Cataluña-España: ¿qué nos ha pasado?’ (Galaxia Gutenberg).Cataluña-España: ¿qué nos ha pasado?

Este artículo está publicado en el número de febrero de tintaLibre. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí. aquí

Hay una respuesta de manual: ahora, política. Pero, ¿qué quiere decir? Porque política es el proceso catalán, como lo son las respuestas que recibió de las instituciones españolas. De modo que si el tópico del momento es ahora, política, simplemente es para señalar el objetivo inmediato: que el conflicto transite a través del poder político (ejecutivo y legislativo) y no del poder judicial, que es donde recae en este momento, por la incompetencia de quienes tenían la responsabilidad de encauzarlo. Es la desviación del conflicto a la justicia la que ha embarrado definitivamente el escenario, porque resulta muy difícil entrar en una negociación serena mientras una de las partes tiene sobre sí el peso de los tribunales, que a su vez sufren una contaminación peligrosa que afecta a su autoridad: la justicia no está para resolver problemas políticos y, cuando se entra en esta tesitura, inevitablemente su comportamiento se politiza en la medida en que sus decisiones tienen consecuencias políticas claras y concretas.

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