Auge y caída de la Baader Meinhof

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Carmen Rosa Fernández

“Son la generación de Auschwitz. Con los que construyeron Auschwitz no se puede discutir. Y ellos van armados. Tenemos que conseguir armas. La violencia es la única solución”. Esta frase, gritada por la veinteañera Gudrun Ensslin en un piso okupa de Berlín Occidental en el verano de 1967, resume la diferencia fundamental entre el espíritu que encendería al año siguiente a los jóvenes franceses armados con adoquines en el mayo parisino y la rabia que rebosaban sus contemporáneos alemanes. En Berlín, las piedras que querían lanzar los estudiantes les pesaban sobre todo en las entrañas. Tenían sabor a rabia, vergüenza e irresponsabilidad colectiva, y forma de esvástica. Sólo habían pasado 25 años del final de la Segunda Guerra Mundial y los “hijos de la reconstrucción”, nacidos durante o justo al acabar el conflicto, no sólo no admiraban a sus padres, sino que los acusaban de ser cómplices del Holocausto, la mayor masacre de la historia reciente. A sus ojos, además, aquella generación seguía mirando para otro lado, tanto como para votar en 1966 a un exmiembro de la SS, Kurt Georg Kiesinger, como canciller de la República Federal de Alemania. Los jóvenes sentían la necesidad de restablecer la moral perdida y ponerse esta vez en el lugar bueno de la historia, al lado de los oprimidos, no en el de los opresores.

En el verano de 1967, Ensslin, estudiante de doctorado en Berlín Occidental de 27 años, aún no había fundado oficialmente la Fracción del Ejército Rojo, la RAF, el grupo terrorista más letal y famoso del país y que la prensa bautizaría, injustamente para ella, como la banda Baader Meinhof. Todavía no había ocurrido nada de esto, pero estaba a punto. Hija de un pastor evangélico al que no soportaba, y madre ya de un bebé de meses, estaba convencida de la necesidad de pasar cuanto antes de las palabras a la lucha armada para conseguir un cambio real y poder enfrentarse como iguales al capitalismo y a un Gobierno alemán que seguía siendo compinche, esta vez de otros líderes tiranos: los que bombardeaban Vietnam y los que reprimían brutalmente en Teherán. Para Ensslin, discutir ya no servía con “los cerdos” (“Die Schweine”), como bautizaron a todos los actores de un Estado al que consideraba neofascista.

Era una teoría que compartían muchos de los melenudos que, como en otros rincones de Europa, se reunían para citar a Mao y admirar al Che Guevara. Algo había que hacer, pero faltaba la chispa que encendiera la mecha de su primavera, o en este caso, de su verano. Las revoluciones suelen nacer con un muerto y la alemana no podía ser la que se saltara el guión. Allí el muerto se llamó Benno Ohnesorg, un estudiante que, en la primera manifestación a la que acudió, tuvo la mala fortuna de convertirse en mártir. La policía le disparó frente a la Ópera de Berlín durante las protestas contra la visita del Sha de Persia a Alemania. Aquella primera víctima del Estado era, para los defensores de la opción violenta, la prueba irrefutable de que la guerra era la única opción del antifascismo. Entre esas voces sonaba, de vez en cuando, la de Andreas Baader.

Baader, un delincuente de segunda, un poco adicto a las drogas y mucho a la acción, tenía 25 años, una colección de fichas policiales y una cara conocida entre los círculos anarquistas de Berlín. Era un tipo dispuesto a todo y sin miedo a nada, justo lo que Ensslin buscaba en su lucha y en su vida. Según sus compañeros de filas, Andreas era guapo, bastante arrogante y de sonrisa canalla. Paseaba chupas de cuero, gafas de sol y arranques de ira. Le chiflaba cruzar líneas rojas y saltar por precipicios. Ensslin era alta, delgada, con una larga melena rubia y los ojos siempre llenos de una fe ciega en sus ideales, en la lucha. Juntos formaron la pareja revolucionaria con más rollo de aquel Berlín al que le sobraban los agitadores. Una imagen de Bonnie y Clyde antifascistas que les ayudó después a ganarse la admiración de sus compatriotas más jóvenes.

Meinhof, la intelectual burguesa

Al año siguiente, en 1968, llevaron a cabo, con otros colaboradores, su primer ataque: la detonación nocturna de varias bombas en un centro comercial de Fráncfort. Causaron muchas pérdidas materiales, pero ninguna víctima mortal. Fue su carta de presentación, su grito de atención que escuchó alto y claro todo el país. El juicio posterior a su detención resultó el escenario soñado desde el que seguir dándose a conocer. Las fotografías de Baader en el banco de los acusados con gafas de sol, sonriendo y fumando puros con Thorwald Proll y Horst Söhnlein; y las de Ensslin riéndose en la cara del juez ante la decepcionada mirada de su padre, presente en la sala, parecían pensadas por el mejor publicista. En la calle, sus fans se multiplicaban. Había nacido el mito Baader Ensslin. Tras escapar de prisión, se marcharon de gira por Francia, Italia y la Alemania comunista donde los acogieron grupos hermanos y les ayudaron, entre otros, la propia Stasi. Pero el objetivo era volver a Berlín Occidental y dejarse de nimiedades. Atacar al Estado de frente y en el corazón, es decir, a banqueros, políticos, medios de comunicación y jueces. Para conseguirlo les faltaban dos elementos fundamentales: las armas, lo que implicaba dinero y una base intelectual que otorgara cierta respetabilidad a su glamour guerrillero. Les faltaba Ulrike Meinhof.

En 2008, el realizador Uli Edel estrenó la película más cara de la historia de Alemania, Der Baader Meinhof Komplex (titulada en España Fracción del ejército Rojo). El filme relata la historia de la RAF y está basada en un libro de Stefan Aust, exdirector de Der Spiegel y una de las voces más expertas en la banda Baader Meinhof. Entre otras cosas, porque compartió redacción con Ulrike Meinhof en Hamburgo.

La película arranca en la isla de Sylt, en el Mar del Norte, lugar de veraneo y asueto de la gente pudiente de la ciudad más acaudalada de Alemania, Hamburgo. Ulrike Meinhof, una de las periodistas de izquierdas más respetadas del país, informa a sus gemelas que es hora de salir del agua. Su marido, el también periodista Klaus Reiner Röhl filma la escena. Con 30 años, Meinhof era la exitosa redactora jefa de Konkret, la popular revista de izquierdas desde donde apoyaba los movimientos estudiantiles y las revueltas en las calles. Ella, burguesa, intelectual, con una vida tranquila tras la máquina de escribir, estaba un poco harta de las revoluciones de salón y siguió con admiración el juicio a Baader y Ensslin y decidió entrevistar a Gudrun Ensslin en prisión. Aquel encuentro supuso un antes y un después para ella, especialmente escuchar la respuesta de la reclusa a una pregunta clave: ¿Habría activado las bombas si hubiera habido gente dentro del centro comercial? El sí rotundo de Ensslin, que Meinhof cambió en su texto final para poder publicar la charla, dejaba claro que aquellos dos contestatarios no iban de farol.

Poco después Meinhof se divorció y se mudó con sus dos hijas a Berlín Occidental, donde llegó a acoger en su casa a sus nuevos compañeros, huidos de la justicia tras su viaje europeo. La fusión definitiva de este triunvirato revolucionario se produjo cuando la renombrada periodista accedió a ayudar a Ensslin en una peligrosa misión: liberar a Andreas Baader, que, con una torpeza de la que su novia afortunadamente carecía, había sido detenido tras ser cazado por la carretera con un coche robado a muchos kilómetros por hora.

El plan resultó sencillo, en mayo de 1970 Meinhof consiguió que Baader obtuviera un permiso para trabajar con ella en un libro sobre las preocupaciones de los jóvenes alemanes. El lugar de encuentro fue el Instituto de Investigaciones Sociales de Berlín y el preso fue incluso liberado amablemente de sus esposas para poder trabajar mejor con la periodista. Grave error del guardián que, minutos después, vio como Gudrun Ensslin y su grupo de compañeras y amigas entraban a golpe de gas lacrimógeno y Baader escapaba por la ventana. Como muchas de las acciones de la aún no bautizada como RAF, el asalto no salió con la limpieza planeada y el grupo dejó a un bibliotecario muerto. Pero esa no fue la mayor sorpresa de aquel día. Según lo acordado, Ulrike Meinhof debía permanecer en la habitación, mientras Baader y las demás escapaban, desvinculándose así de cualquier relación con el suceso. Pero entonces sucedió lo inesperado, Ulrike saltó también por la ventana para convertirse, durante la breve vida que le quedaba, en una de las fugitivas más buscadas de la historia de Alemania. Para algunos, una muestra de su compromiso ciego; para otros, la peor decisión de su vida. Lo cierto es que nadie puede saber con exactitud lo que empujó a Ulrike Meinhof, con 36 años, dos hijas y una solvente carrera, a seguir a dos aprendices de terroristas a la sangrienta guerra en la que se zambullirían los siguientes dos años.

El día siguiente de la fuga, todo Berlín amaneció empapelado con el rostro de Ulrike Meinhof y una cifra: 10.000 marcos alemanes para aquel que condujera hasta ella, la enemigo público número uno del Estado alemán. Como aquel germen de grupo armado de extrema izquierda aún no tenía nombre oficial -y eso ya se sabe lo que fastidia un titular-, la prensa se inventó el definitivo Banda Baader Meinhof, por el revolucionario callejero y su liberadora, la respetada intelectual. La verdadera Bonnie se quedó fuera del rótulo, pero no de la acción.

“Debemos trazar una línea clara entre nosotros y el enemigo”. Con esta cita de Mao Tse-Tung abrió Ulrike Meinhof en 1971 el primer manifiesto público de la banda, El concepto de guerrilla urbana. En él, la periodista fugitiva introducía su concepto de lucha armada, basado en las guerrillas rurales latinoamericanas y del que habían aprendido en el Minimanual del Guerrillero Urbano, del brasileño Carlos Marighella (1969). En el escrito, los Baader Meinhof presentan también su nombre oficial: Rote Armee Fraktion (Fracción del Ejército Rojo), inspirado en el ejército rojo japonés; y el logo: las siglas RAF sobre una estrella roja y una ametralladora.

Pero la revolución en la que Meinhof se había metido resultaba agotadora por el estado de clandestinidad que implicaba, y también muy cara. Además, ninguno de los miembros era experto guerrillero, ni de campo ni de ciudad. La solución a esta carencia se la ofrecieron sus amigos de la resistencia palestina invitándoles a su campo de entrenamiento en Amman, Jordania. Lo que sucedió en el desierto jordano es quizá uno de los capítulos más hilarantes de la poco chistosa historia de la RAF. Los palestinos no soportaron a los alemanes y sus costumbres: hombres y mujeres compartiendo casa, mujeres tomaban el sol denudas, Baader gritando improperios sexuales y todos jugando a ser Rambo con las metralletas, malgastando la preciada munición. La RAF también se hartó. Aquel entrenamiento no les servía para su objetivo inmediato: robar bancos para financiar los gastos que conllevaba la lucha armada. La tensión entre los miembros de la banda crecía. Peter Homann, amigo de Meinhof, acabó literalmente a puñetazos con Baader y fue expulsado del grupo. Él relató después a Stefan Aust cómo Ensslin, la única del grupo que hablaba inglés, pidió a los palestinos que le fusilaran alegando que era un espía israelí, algo que afortunadamente para él, sus anfitriones no se creyeron.

Arranca la lucha armada

De vuelta en Berlín, el grupo recolectó un buen botín con los saqueos de bancos, pero la policía les seguía los pasos y varios miembros fueron detenidos. A Meinhof, a la que su madre adoptiva describió como “salida directamente de una novela de Dostoievski”, se le acababa la paciencia. La desorganización del grupo la desesperaba tanto como la falta de planificación y decisión. A Baader, en cambio, le parecía que todo iba sobre ruedas y respondía enfurecido a sus críticas. Finalmente, en mayo de 1972 lanzaron su primera y única gran ofensiva. Durante dos sangrientas semanas la RAF acabó con la vida de cuatro personas e hirió a 70. Detonaron bombas en cuarteles de policía de Augsburgo y Múnich, explotaron el coche de un eminente juez con su mujer en el interior, volaron una planta de la sede de la editorial Axel Springer en Hamburgo y pusieron explosivos en tres coches en la base estadounidense de Heidelberg, matando a tres soldados americanos.

Aquello fue el pistoletazo de salida de la caza de los Baader Meinhof. El terror había cundido entre un gobierno y en una población que vivía su crisis más grave desde el final de la Segunda Guerra Mundial y los enemigos, además, estaban en casa. Fue precisamente esa población a la que pretendían liberar del yugo imperialista fascista la que acabó delatando a los fundadores de la RAF. Baader fue sitiado junto con Holger en un garaje de Fráncfort tras la llamada de un vecino. En cuanto a Ensslin, una dependienta en una tienda de Hamburgo contactó a la policía cuando vio la pistola que llevaba en el bolsillo. Y a Meinhof fue su casero en Hannover el que hizo saltar las alarmas. En su caso, su aspecto había cambiado tanto que costó confirmar que se trataba de ella. Dicen que lloró desconsoladamente durante el arresto. El sueño le había durado apenas dos años y lo peor para ella estaba por llegar. Durante ocho meses, entre 1972 y 1973, Gudrun Ensslin, Andreas Baader y Ulrike Meinhof estuvieron completamente aislados en una situación que Amnistía Internacional llegó a denunciar como “tortura blanca”. Un aislamiento sensorial total que Meinhof llevó mucho peor que sus compañeros. “Es como si me explotara la cabeza”, escribió la periodista. Finalmente los RAF fueron reunidos, aunque siguieron aislados de otros presos, en el piso séptimo la prisión de máxima seguridad de Stammheim, en Stuttgart. Pero la calle se siguió llenando de manifestaciones exigiendo la mejora de sus condiciones. Intelectuales internacionales mandaron mensajes de apoyo a los prisioneros y criticaron duramente al Gobierno alemán que veía que su campaña contra los terroristas comunistas les reventaba en la cara y conseguía el efecto contrario: elevarlos a los altares del firmamento revolucionario. La imagen de Jean Paul-Sartre tras visitar a Andreas Baader, afirmando que “tenía el rostro de un hombre torturado”, dio la vuelta al mundo. Los presos optaron por una huelga de hambre que se cobró la vida de Holger Meins, el mártir por la causa.

Y mientras la leyenda se formaba en Stammheim, el Gobierno alemán, sin proponérselo, seguía endiosándolos con ideas como la de construir un millonario palacio de justicia dentro de la cárcel exclusivamente para juzgar a la RAF. La carpa del circo mediático estaba lista y se llenó hasta la bandera cuando, el 21 de mayo de 1975, arrancó el juicio de la década. Para entonces las desavenencias entre Ulrike Meinhof y Gudrun Ensslin eran más que evidentes, con continuas broncas muy subidas de tono. Meinhof, se fue alejando de sus socios hasta el punto de llegar a preguntar al tribunal cómo y a quién una presa en aislamiento podía expresar que había cambiado de opinión. El 9 de mayo de 1976, con 42 años, Ulrike Meinhof se suicidó en su celda, colgándose con los jirones de su toalla. Sus compañeros acusaron inmediatamente al Estado de asesinato y el juicio siguió su curso.

Última oportunidad: lucha o muerte

Durante los 192 días que duró el juicio, Ensslin creó un sofisticado sistema para intercambiar información con el exterior, enviar directrices a la nueva hornada de guerrilleros urbanos, decididos a sacar del apuro a sus amados líderes. Sus abogados metieron en Stammheim, la prisión en teoría más segura de Alemania, walkie-talkies, radios y también pistolas. Por si los mensajes eran interceptados, Ensslin creó nombres en clave para cada miembro de la RAF, todos sacados de la novela Moby Dick, de Herman Melville. El capitán Ahab era, por supuesto Baader. Y la ansiada ballena blanca simbolizaba el Estado, al que había que dar caza aunque a uno le llevara toda la vida.

En cuanto el juez dictó la pena de cadena perpetua para los miembros de la RAF, sus tropas en el exterior se pusieron manos a la obra según instrucciones resumidas en presionar al Gobierno hasta conseguir la liberación de los presos. La fortuna quiso que la mejor alumna de esta nueva promoción, Brigitte Mohnhaupt, pasara seis meses en Stammheim con ellos. Allí, Baader, Ensslin y Raspe la entrenaron para ser la nueva líder de la RAF. Brigitte, junto con su pareja, Peter-Jürgen Boock, llevaron a cabo nuevos atentados en los que superaron con creces a sus maestros en lo sanguinario, pero sobre todo por los peces gordos con los que acabaron durante su caza de la ballena blanca.

El otoño de 1977 se conoce como El otoño alemán, el periodo más sangriento de la historia de Alemania desde la Segunda Guerra Mundial. En abril, el asesinato del fiscal general Siegfried Buback a sangre fría dentro de su coche ya había causado una conmoción considerable. En verano, Mohnhaupt y Boock reivindicaron haber cosido a balazos al banquero Jürgen Ponto en su casa. Después llegaría el secuestro del presidente de la Asociación de Industriales y de la Patronal de Alemania, Hanns Martin Schleyer, ferviente anticomunista y exnazi. Nada parecía doblegar al canciller Helmut Schmidt, él mismo objetivo número uno de la RAF. La decisión de no negociar con terroristas fue inquebrantable, incluso cuando miembros del Frente Popular por la Liberación de Palestina secuestraron en octubre un Boeing 737 de Lufthansa que viajaba de Fráncfort a Palma de Mallorca con 91 personas a bordo. La petición de los terroristas era clara: la liberación de los miembros de la RAF encarcelados en Stammheim. Aquella operación era la última carta que les quedaba a Baader, Ensslin, Raspe y el resto de presos, y no salió bien. El avión fue finalmente liberado en una pista del aeropuerto de Mogadiscio, Somalia, por las fuerzas especiales alemanas. Las únicas bajas, los terroristas.

Al conocer esta noticia, la RAF asesinó a Schleyer y a la mañana siguiente Andreas Baader apareció muerto en su celda con un disparo en el cuello. El disco There’s one in every crowd, de Eric Clapton, seguía en su tocadiscos. El cadáver de Jan-Carl Raspe también tenía una herida mortal de bala, el de Gudrun Ensslin colgaba de la ventana de su celda con el cable del tocadiscos. La única que sobrevivió fue Irmgard Möller, a la que encontraron con varias puñaladas. Aunque todo apuntaba a un suicidio colectivo, algo que la propia Mohnhaupt había predicho, desde el primer día se especuló con el asesinato. Esta teoría, sigue resonando hoy por la poca transparencia policial. El diario Stern llegó a pedir que se reabriera el caso por incongruencias en el informe forense y el hermano de Ensslin presentó en 2012, coincidiendo con el 35 aniversario, 31 puntos sobre la muerte de su hermana que pedía resolver al Gobierno.

La lucha se desvanece

Con mayor o menor intensidad, la RAF siguió matando en los ochenta, aunque tras la caída de la Unión Soviética, el mito se fue diluyendo. Su última víctima fue el industrial Detlev Karsten Rohwedder, en 1991. En 1998, la organización anunció, por carta a la agencia Reuters, su fin definitivo. Rainer Weiner Fassbinder trató en su filme La tercera generación (1979) lo descolorido de estos herederos de la RAF.

Los Baader Meinhof fueron para muchos unos asesinos despiadados que acabaron con la vida de decenas de personas. Y aunque algunos aún los consideran valientes que se atrevieron a enfrentarse cara a cara al capitalismo, hoy autores como Aust o Edel, así como los hijos de las víctimas, se esfuerzan por desprenderles para siempre del aire cinematográfico y revelar lo despiadado de la mayor banda terrorista que ha visto la Alemania moderna. Camisetas con el logo de la RAF o con el giro chic del Prada Meinhof que se vieron por Berlín a principios de 2000, demuestran, sin embargo, que el romanticismo de la figura del guerrillero, venga de la selva colombiana o del asfalto berlinés, es difícil de arrancar del imaginario alemán, hambriento de héroes y exotismo.

El mundo del arte y la música ayudó durante los primeros años, pero también después, a exaltar el mito. Dario Fo escribió un monólogo sobre el confinamiento de Ulrike Meinhof. Marianne Faithfull ha admitido que estaba “fascinada con ella” y en 1979 firmó la canción Broken English. Brian Eno compuso el tema R.A.F. y Gerhard Richter, uno de los artistas alemanes vivos más importantes, volcó su obsesión por ellos en 1988 en la serie 18 de octubre de 1977, con retratos en blanco y negro. En 1995, el MOMA adquirió esta obra y hoy los rostros de Meinhof, Baader y Ensslin se exponen de forma permanente en Nueva York.

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De vez en cuando, un titular vuelve a recuperar a la banda en Alemania, a veces con nuevos giros rocambolescos sobre sus fundadores. Como en 2002, 26 años después del suicidio de Meinhof, cuando su hija, la periodista Bettina Röhl, descubrió que el cerebro de su madre no estaba enterrado con ella, sino que se encontraba en una clínica de Magdeburgo donde había sido estudiado sin el consentimiento de la familia. Los médicos querían obtener explicación científica a los comportamientos violentos. Junto con su hermana, consiguió que se llevara junto al cadáver en Berlín no sin antes ser informadas del dictamen neurológico de aquel macabro estudio, la última y más certera estocada que los Schweine podían asestar a los ideales de la RAF. Según los médicos, Ulrike Meinhof no fue dueña de sus actos.

*Este artículo está publicado en el número de abril de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí

 

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