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Comuneras

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Una mujer de mediana edad, cabello desgreñado y rostro de arpía se alza contra un fondo de mansiones incendiadas. La mujer, que viste un gorro frigio y una túnica de color rojo de la que se escapa un pecho desnudo y mustio, lleva en una mano una regadera con la que vierte un líquido y una antorcha en la otra. Una leyenda escrita sobre la regadera nos informa de que la mujer es una pétroleuse, una incendiaria. Otra leyenda, en el ángulo superior derecho de la imagen, reza: La Commune.

Así presentaba a las comuneras del París de 1871 una de las muchas postales propagandísticas impresas en Versalles, el cuartel general de los partidarios de la ley y el orden que combatían a cañonazos la insurrección popular en la capital de Francia. Si la Comuna, con su ideal de libertad y justicia social, era una pesadilla para la burguesía y la aristocracia francesas, sus mujeres encarnaban al mismísimo Satán.

Versalles terminó ganando doblemente. Su abrumadora superioridad en soldados y armamento le dio la victoria militar antes de que terminara la primavera. Su aplastante superioridad comunicativa impuso de modo duradero el relato de que el alzamiento popular fue absurdo, bárbaro y merecedor de un castigo implacable. Significativa fue la inquina con la que su propaganda se cebó en los miles de mujeres que participaron en la Comuna. El relato versallesco las presentó como tigresas sedientas de sangre, brujas vandálicas, pirómanas enloquecidas. 

Se cumple esta primavera el 150 aniversario de la Comuna, el primer gobierno obrero y popular de la historia. Un gobierno elegido democráticamente que incluía a todas las sensibilidades progresistas de la capital francesa —republicanos, liberales, federalistas, radicales, socialistas, anarquistas…— y cuyos miembros no se consideraban representantes sino delegados de sus electores, que podían revocarlos en cualquier momento. Un gobierno pluralista que promulgó decretos para establecer el laicismo, conceder una moratoria al pago de alquileres, perdonar los intereses de las deudas, implantar pensiones de viudedad, favorecer la autogestión de los obreros en las empresas abandonadas por sus dueños, abrir guarderías para los hijos de las trabajadoras y otras medidas que paliaban la pobreza crónica de miles de parisinos, agravada por la reciente guerra franco-prusiana.

El sueño libertario e igualitario de la Comuna fue breve, apenas los dos meses primaverales que transcurrieron entre el 18 de marzo y el 28 de mayo de 1871. Terminó con el mayor ejercicio de brutalidad conocido en la historia de París, la llamada Semana Sangrienta, cuando las tropas de la coalición conservadora de burgueses y aristócratas que presidía Adolphe Thiers en Versalles la conquistaron calle a calle, barricada tras barricada.

Las parisinas, que ya habían tenido un papel significativo en la Revolución de 1789, dieron con la Comuna un decisivo paso adelante en su incorporación a los debates y las causas políticas y sociales. Para empezar, fueron decenas de mujeres las que, el 18 de marzo de 1871, se opusieron físicamente a la incautación por las tropas de Thiers de los cañones de la Guardia Nacional en Belleville y Montmartre. Aquellos cañones eran suyos, habían sido pagados con el dinero del pueblo de París, y la Guardia Nacional era la milicia popular de la ciudad. Acto seguido, los soldados de Thiers se negaron a obedecer las órdenes de disparar contra las desarmadas mujeres, los ánimos se inflamaron y dos de los generales más beligerantes del bando versallesco terminaron siendo fusilados por los rebeldes. Así nació la Comuna.

República democrática y social

París tenía entonces dos millones de habitantes. Pronto se celebraron allí elecciones para constituir el Consejo Comunal, un ejecutivo municipal de 92 miembros. La participación de obreros, artesanos, pequeños comerciantes, maestros, médicos, periodistas y otros profesionales fue amplia y entusiasta. El Consejo Comunal quedó gozosamente constituido el 28 de marzo, proclamó que su objetivo era la république démocratique et sociale y comenzó a legislar a favor de las clases populares. Entretanto, las tropas de Versalles completaron el cerco de la ciudad.

Las mujeres no pudieron votar ni ser elegidas en aquellos comicios comunales. Eso no las desmovilizó, al contrario. Unas cuantas protestaron por semejante discriminación política; muchas más comenzaron a reivindicar derechos relacionados con su trabajo y su vida individual y familiar; algunas dieron otro paso y constituyeron lo que podemos considerar las primeras organizaciones feministas de la historia. La maestra anarquista Louise Michel, la Vierge Rouge que da hoy nombre a decenas de escuelas y centros culturales en Francia, fue la más notoria.

El 3 de abril una multitud de mujeres caminó en dirección a Versalles para proponer una solución pacífica y negociada al pulso entre la rebelde Comuna y el gobierno oficial de Thiers. No consiguieron su objetivo por la intransigencia de los conservadores, pero de ahí nació, el 11 de abril, l’Union des femmes pour la défense de Paris et les soins aux blessés. Considerada por el actual feminismo francés como su precursora, l’Union des femmes coordinó buena parte de la participación de las mujeres en las pocas semanas de vida que le quedaban a la Comuna. Sus militantes, entre los que destacaron la socialista Élisabeth Dmitrieff y la encuadernadora anarquista Nathalie Lemel, se reunían en las iglesias para organizar la atención a los heridos en los combates y el reparto de suministros a los ciudadanos. También debatían las reivindicaciones específicas de las mujeres, en particular la igualdad salarial, el acceso de las niñas a la educación y el cierre de los prostíbulos. Y con tal vigor que numerosos comités y clubes femeninos florecieron en los barrios populares siguiendo su ejemplo. La historia ha retenido los nombres de algunas de sus promotoras: Sophie Poirier, Lodoïska Caweska, Béatrix Excoffon… De ahí surgiría una petición expresa al Consejo Comunal para que evitara cualquier “distinción de sexo” en su lucha “contra todo privilegio y toda desigualdad”.

Las parisinas también combatieron con las armas en la mano. Aunque la Comuna lo desaconsejaba, cientos de ellas terminaron haciéndolo en su trágica etapa final, la Semana Sangrienta. Louise Michel, de la que se ha conservado una fotografía en la que viste el masculino uniforme de los federados, fue una de ellas. También lo fueron Nathalie Lemel, Élisabeth Dmitrieff, Béatrix Excoffon, Malvina Poulain y las demás que defendieron la barricada comunera de la plaza Blanche el 23 de mayo. Y Léontine Suétens, Marguerite Lachaise y las decenas de ciudadanas que resistieron hasta que se les acabaron las municiones en Pigalle, Montparnasse y Batignolles.

Las mujeres están muy presentes en La Comuna (París 1871), una muy interesante película del heterodoxo director británico Peter Watkins. Rodada en blanco y negro y cual si fuera un documental, La Comuna reconstruye los acontecimientos de aquella primavera parisina, a la par que imagina como los hubieran cubierto las cadenas de televisión de haber existido entonces. 

El filme de Watkins tiene mucha miga, tanta que incluso ilumina nuestra realidad mediática. El director británico pone en escena dos cadenas imaginarias: una, TV Nacional Versalles, la oficial, llega a la mayoría de la población francesa y jamás da la palabra a los comuneros, a los que presenta sistemáticamente como unas fieras irracionales y violentas; en la otra, TV Comunal, artesanal y local, se expresan libremente los comuneros, pero, en aras del llamado rigor periodístico, también sus adversarios. Preguntada por una reportera de TV Comunal, una burguesa parisina suelta ante las cámaras que la Comuna le parece “grotesca e ilegítima”.

Grotesca e ilegítima: esta es la versión que ha perdurado hasta nuestros días. No había televisiones en la Francia de 1871, pero sí periódicos, postales, libros, púlpitos religiosos y tribunas parlamentarias, y, a través de estos y otros medios de comunicación, los ganadores, las clases dominantes de Thiers, impusieron el relato de que ellas representaban la civilización y los comuneros, la barbarie. El punto de vista de los insurrectos nunca logró salir del cercado y bombardeado París; a la Francia rural y provincial, y al resto del mundo, solo llegó la versión de Versalles.

El muro de los comuneros

Usando un truco vigente hoy en día, la propaganda conservadora aseguraba que los comuneros expropiaban los pequeños comercios, las pequeñas empresas, las viviendas de los particulares. Era mentira. La Comuna jamás lo hizo, ni tan siquiera lo deseó; no pasó de proponer una democracia social avanzada, que, eso sí, incluía la autogestión obrera en los negocios manifiestamente abandonados por sus dueños. El respeto comunero por la propiedad privada y las instituciones económicas tradicionales llegó al punto de no incautarse de la inmensa fortuna de la sede central en París del Banco de Francia. Esta entidad siguió funcionando como siempre, incluyendo una descarada financiación del esfuerzo bélico de Versalles.

La brutalidad comunera fue el segundo gran argumento de la burguesía y la aristocracia. A los comuneros se les atribuyeron todas las destrucciones de edificios públicos o privados en París, la mayoría de las cuales fueron debidas a la intensa acción artillera de las tropas asaltantes de Thiers. La historia contemporánea tan solo imputa de modo indiscutible a acciones de comuneros individuales el incendio del palacio de las Tullerías y el derribo de la columna napoleónica de la plaza Vendôme. 

En cuanto a las ejecuciones a sangre fría, es cierto que, durante la Semana Sangrienta, los comuneros mataron a un centenar de personas, la mayoría clérigos, gendarmes y militares que consideraban colaboradores activos de los asaltantes, lo que desde la Guerra Civil española llamamos Quinta Columna. Por lo demás, las tropas de Versalles lamentaron un millar de bajas mortales a lo largo de los combates.

¿Cuál es el balance ampliamente aceptado hoy de bajas en el bando comunero? Entre 20.000 y 30.000 muertes tanto en el asalto militar a París como en las represalias masivas que siguieron a la victoria de las fuerzas de la ley y el orden. Durante las semanas posteriores al trágico final de la Comuna los fusilamientos de parisinos, con o sin consejo de guerra previo, fueron cotidianos y masivos, muchos de ellos en lo que hoy conocemos como El Muro de los Comuneros en el Cementerio de Père-Lachaise. Además, el gobierno de Thiers detuvo a otras ¡40.000 personas! Muchas fueron condenadas a trabajos forzados en penitenciarias francesas, otras fueron deportadas a campos de concentración en islas del Pacífico. La amnistía para unas y otras, solicitada por Victor Hugo entre otros, solo llegaría en 1880.

Se calcula que hubo unas 4.000 mujeres entre las 20.000 o 30.000 víctimas mortales del asalto y la represión versallescas. Aunque es cierto que, por un prurito de rancia caballerosidad, las mujeres pronto dejaron de ser fusiladas en los muros de París. Ese prurito, sin embargo, no impidió el encarcelamiento o la deportación de alrededor de 1.200 féminas, entre ellas las anarquistas Louise Michel y Nathalie Lemel, enviadas a pudrirse en la Nueva Caledonia. En las sentencias de los consejos de guerra, las comuneras condenadas veían añadirse a los delitos de insurrección y resistencia a la autoridad, compartidos con los varones, los insultos específicos de inmoralidad, concubinato, prostitución, promiscuidad, lesbianismo e histeria.

Librepensadoras

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La Comuna despertó un miedo cerval en las clases altas de la sociedad francesa y europea de su tiempo, y un odio de duración e intensidad aún mayores. Como en tantos otros momentos anteriores y posteriores de la historia, esa ojeriza se cebó especialmente en las mujeres, condenadas por los conservadores a estar ausentes de la vida política y social, a callarse siempre y no rebelarse nunca, a limitarse a ser devotas cristianas y abnegadas esposas y madres. 

Así nació la figura monstruosa de la pétroleuse, la mujer fea, rabiosa y pirómana de las postales versallescas de 1871. Una figura puramente mediática como diríamos hoy, absolutamente imaginaria según los historiadores de la Comuna. Los que se han tomado la molestia de investigar la documentación de la época han descubierto que ninguna mujer estuvo relacionada con los incendios que sufrió París aquel año. Aún más, ninguna fue condenada como incendiaria por los consejos de guerra de los vencedores. Muchas lo fueron por haber trabajado para la Comuna como enfermeras o cocineras, o incluso por haber disparado contra las tropas de Thiers, pero ni una sola por haber provocado un incendio criminal. Embuste, pues; mera propaganda.

*Este artículo está publicado en el número de marzo de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquíaquí

Una mujer de mediana edad, cabello desgreñado y rostro de arpía se alza contra un fondo de mansiones incendiadas. La mujer, que viste un gorro frigio y una túnica de color rojo de la que se escapa un pecho desnudo y mustio, lleva en una mano una regadera con la que vierte un líquido y una antorcha en la otra. Una leyenda escrita sobre la regadera nos informa de que la mujer es una pétroleuse, una incendiaria. Otra leyenda, en el ángulo superior derecho de la imagen, reza: La Commune.

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