El espejo del copiloto

Ignacio Peyró

En conflicto consigo misma por sus complejos culturales, la derecha española ha tenido un menor protagonismo en la dirección del país. La memoria de su gestión y el ahondamiento en sus sensibilidades y debates internos –tal y como se refleja en los libros de Aznar, Rajoy, Álvarez de Toledo y García-Margallo– aportan, en todo caso, visión e inteligencia para una comprensión global de nuestra democracia.

Aznar sin diluir

Consciente de su papel como malo oficial de la política española, y siempre gustoso de reafirmarse en su versión más despectiva, las Memorias de José María Aznar conceden poco o nada a la herencia socialista recibida. A cambio, tienen la virtud de devolvernos al que quizá haya sido el único momento de optimismo intelectual que se ha permitido la derecha en estas décadas. Los años en que el PSOE empieza a acusar fatiga de materiales son los mismos años en los que Aznar y sus jóvenes turcos logran sacudirse caspas esencialistas, engrasar una maquinaria moderna de partido y conectar con unas clases medias con ganas de más. El viaje al centro, sacralizado en el Congreso de Sevilla de 1990, iba a ser un acierto estratégico aunque a los españoles –el dóberman es de 1996– todavía les costaría aceptar que la derecha no mordía. Cuando, en el año 2000, el PP gana con “el aval rotundo” de la mayoría absoluta, Aznar parece quedar transfigurado por el momento de gravedad histórica. Para el mármol, dirá que “hoy se ha acabado la Guerra Civil como argumento político”.

Sus libros memorialísticos también responden –frente a vitriolos como los de Javier Tussell o Manuel Vázquez Montalbán– a la voluntad de retratarse ante futuros Suetonios: extraña poco, pues, que su narración de los años en La Moncloa sea más interesante y más articulada que su relato previo de ascenso en el partido y albor de oposición. Estamos, por tanto, ante una apologia pro vita sua que busca ante todo defender su obra de gobierno y que lo hace con fidelidad al carácter de su autor: con una narración sobria y explicaciones que, no por previsibles, dejan de estar razonadas conforme a su ortodoxia. Habida cuenta de que Aznar ha sido la figura central de la derecha española en democracia y de que, al mismo tiempo, su legado ha causado indigestiones en su propio partido, la lectura tiene un atractivo: volver a aquella visión en la que, por designio personalísimo del entonces presidente, la derecha quiso “hacer de España una de las grandes democracias del mundo”.

De acuerdo con este planteamiento, no necesariamente dotado de prudencia conservadora, Aznar pone el énfasis en una segunda legislatura que venía alentada por unos “espectaculares indicadores de cambio” y que le permitieron expandirse en política exterior. No le faltó ambición ni, es justo reconocerlo, le faltaron tantos, de las cumbres iberoamericanas a algunas negociaciones europeas. El propio tablero de su acción casi marea: acciones decididas –otros leerán broncas– con Cuba, Venezuela, Marruecos, Francia, Alemania. Especial atención merece la exposición del desencuentro entre su “Europa atlántica” frente a la “Europa europea” de Chirac, así como la coartada teórica para justificar la aventura del Gran Oriente Medio de la mano de Bush Jr.: “las democracias (…) no van a la guerra” y, “si queríamos dar un salto cualitativo [contra ETA], nuestra implicación en los asuntos de seguridad internacional tenía que aumentar”.

Al defenderse de las críticas por su actitud en la segunda legislatura, Aznar afirma que “los que cambiaron fueron la izquierda y el nacionalismo (…) como consecuencia de la mayoría absoluta”. Las Memorias terminan con sus diarios del 11-M: cuando la derecha vuelva al poder será, para bien y para mal, con menor ambición y mayor modestia.

Rajoy y el principio de realidad

El amplio voto de confianza recibido por Rajoy en noviembre de 2011 no le iba a ahorrar –en una frase infrecuente por lo altisonante– “la contradicción weberiana” entre sus “planteamientos ideológicos” y “lo que me imponía una realidad bastante inmisericorde”. Nada más llegar al Gobierno, en efecto, el Interventor General del Estado cesante comunica un desvío superior al 3% en los objetivos de déficit y, desde esta “emergencia absoluta”, Rajoy orientará su acción de gobierno. Por eso tendrá la suerte incierta de apuntarse para los anales más lo que evitó –la intervención directa de “los hombres de negro”– que lo que consiguió. Y por eso sus memorias, Una España mejor, parecen durante muchos trechos el largo y no harto estimulante desgranar de un argumentario económico.

Antiépico por carácter y vacunado contra toda aventura ideológica, Rajoy muestra hechuras conservadoras clásicas al escribir –casi como un recado para otros– que “el buen gobernante es el que no tensiona a la sociedad”, al tiempo que pide someterse “al principio de realidad” por encarnar “la madurez de la política: esa tensión entre los objetivos absolutos y los logros relativos”. Consciente de las críticas a su falta de ardor guerrero, no deja de alabar al político “gestor o tecnócrata”, en tanto que estos “se caracterizan por transformar las convicciones en realidades –atención al giro rajoyano–, en la medida de lo posible”.

Es seguramente también propio del personaje que las memorias de Rajoy destaquen más por lo que omiten que por lo que incluyen. No hay reproches a nadie. No hay insultos. Allá donde puede, reconoce a los demás: Zapatero, dice, estaba equivocado, pero no cree que tuviera malas intenciones. A Sánchez no hace falta decir que no le puede ni ver, pero reconocerá que él y Albert Rivera estuvieron a la altura con el 155. La única persona con la que se coge libertades es consigo mismo, tomándose un poco el pelo por leer el Marca. Alaba a Merkel, a Draghi, a Van Rompuy, a Hollande. La bonhomía, claro, lleva su pimienta implícita: a Aznar no le cita casi ni una vez, y a Fraga –con quien se detestaba– le dedica un elogio formulario digno de la Wikipedia. Huelga decir que Rajoy está muy presente en las memorias de Álvarez de Toledo y de Margallo, que al gallego no le merecen ni mención.

Esa oblicuidad –“de frente, nunca”, decía Pío Cabanillas– será característica de un Rajoy que, pese a todo, no deja de apuntarse los goles. Por ejemplo, en el Congreso de Valencia cuenta que al final “nadie se presentó contra mí (…) y el tiempo les dio la razón porque, desde entonces, el PP ganó las elecciones diez años consecutivos”. O, por ejemplo, ante el surgimiento de una nueva política que pareció por momentos sepultar a su partido en naftalina: “he recibido muchas críticas (…), pero en apenas un par de años esos partidos han perdido el lustre (…) y han demostrado ser en muchas cosas peores”. El vuelo únicamente se eleva cuando quiere mostrarse categórico ante las acusaciones de corrupción: “no hay un solo hecho del que me tenga que avergonzar. Mi historia puede tener errores, pero nada más que eso, errores”. Y la emoción únicamente aparece cuando refiere el momento glorioso –verano del 2014– en que al fin puede anunciar con los datos de la EPA que se está creando empleo.

“Nuestro país pudo haber quebrado, pudo haberse roto (…) nada de eso sucedió”. La evitación nunca es materia para un exaltado cantar de gesta, y el propio Rajoy, en un gesto infrecuente en el género de las memorias políticas, hará un amago de autocrítica con respecto al primer referéndum del 9 de noviembre de 2014 en Cataluña. Del mismo modo, en lo que no se sabe si es una ofrenda a la responsabilidad institucional o uno de sus momentos de magisterio pasivo-agresivo, afirmará que el discurso de Felipe VI el 3 de octubre de 2017 fue de lo más “reconfortante” para el Gobierno. Al final, citando a uno de sus colaboradores, Rajoy medita que tuvo que afrontar dos asaltos a la soberanía nacional: uno, a causa del rescate; otro, a causa de la intentona secesionista en Cataluña. “Hice lo que tenía que hacer, sentencia, y no había nada más que pudiera hacer”. Eso lo juzgarán mejor los Suetonios del mañana.

La estirpe liberal: Álvarez de Toledo

Preocupados por su perfil para la Historia, con gran frecuencia las memorias de los mandatarios –no sólo Rajoy y Aznar: pienso en Macmillan o Tony Blair– tienen algo de inerte. Y se da la paradoja de que quien no ha tenido tanto mando puede ofrecer un mayor interés. Es el caso de Políticamente indeseable, las memorias desordenadas, excesivas, libres y conscientemente brillantes de Cayetana Álvarez de Toledo. En el libro –carácter es destino– la hoy diputada va de frente para seguir siendo detestada por sus rivales y temida por sus compañeros, molesta para los muchos y santo y seña para unos pocos. Lo propio, quizá, para alguien que, en nuestra derecha, ha tenido escasa autoridad efectiva pero un poderoso ascendiente moral.

Como todo buen libro, Políticamente indeseable es varios libros a la vez: una explicación de sí misma, una cartografía de su trayectoria, un álbum de afectos –también familiares– y desafectos, y una narración de su compromiso político que es asimismo una lectura desde dentro de las sensibilidades de la derecha articulada en el PP. Súmese a esto una galería de retratos de sus personajes con la dosis necesaria de alto chismorreo. En las memorias de Álvarez de Toledo, en todo caso, hay más: fundamentalmente, un diagnóstico de los males de la patria a partir de –según el ánalisis de la autora– las culpas del nacionalismo, las complicidades de la izquierda y las incomparecencias de la derecha. Y junto a ello, todo un diagnóstico epocal de una Europa que es “primer productor mundial de chatarra identitaria”. En efecto, si la memorialista se ha dejado algo dentro, no lo parece. Menos aún cuando el libro, de vocación guerrera, se ofrece como “un alegato contra la resignación”.

No ajena al “placer aristocrático de desagradar”, la golosina de Políticamente indeseable está en sus dardos: llama la atención que un Pablo Casado, en quien detecta “el aroma inconfundible de la sumision moral” (“segregas miedo”) no le haya llevado como mínimo al Tribunal de Estrasburgo. Hay más para placer maligno del lector: de Rajoy –“plasma y parsimonia”– afirma que es fino, inteligente e irónico, pero que habla de política “poco y al bies”. El pensamiento de Laura Borràs será un “disney xenófobo” y Rufián un “enfant aspirante a terrible”. Los apegos también quedarán claros –Aguirre y Elorriaga, Vargas Llosa y Aznar– aun cuando, como en el caso de Aznar, lleven su balín de crítica. El verdadero valor de la Cayetana memorialista, en todo caso, está lejos de la salsa rosa: reside en el autorretrato que de él emana y en el testimonio de una apuesta por dar músculo cultural a la derecha. En ambas facetas la autora puede no despertar afinidades ni simpatías pero sí se gana la respetabilidad: tal vez sea un exceso de complacencia considerarse “una perdedora”, pero al considerar al personaje siempre debemos pensar en lo que tiene de homenaje a la vocación política cuando es alguien que, por su paisaje vital, podía haberse dedicado a coleccionar porcelana de Limoges o, discípula querida de John Elliott, a cierta apacibilidad académica. Ha constituido una excepción, en fin, en una derecha que quiere ganar la célebre batalla cultural con inspectores de tributos.

A Álvarez de Toledo se le da mejor el salado que el dulce: mejor la crítica a los suyos –que son los que le importan– que los recuerdos de infancia. A la vez, la lectura deja una frustración: los encuentros con Teodoro García Egea en el Wellington no son exactamente la batalla de Zama. Del periodismo intelectual al activismo cívico y al compromiso político en un partido, siempre parece que sus armas, precisamente, hubieran necesitado otras batallas. Al menos las ha empleado a fondo: contra “los nuevos capellanes de la identidad”, contra una izquierda que quiere “impugnar la Transición como una obra tutelada por el franquismo” o contra una derecha “que siempre ha confundido el centro con la equidistancia”. Precisamente para meterse en las entretelas del centro-derecha español de estas dos décadas, Álvarez de Toledo aporta el testimonio de una sensibilidad sin la que no se entienden sus opciones y agonías.

Margallo, una genealogía democristiana

Listo y sinuoso como quiere el tópico democristiano, José Manuel García-Margallo matiza el lugar común con el añadido de una energía y un desparpajo bien reflejados en unas Memorias heterodoxas que, desde su mismo título, no desmienten que el autor es también un gran hincha de sí mismo, un poco como la misma Álvarez de Toledo. Rondando los ochenta años, podemos convenir que algún motivo tiene, siquiera por un cursus honorum que ya causa escalofrío por lo que alberga de Historia: diputado en las Cortes Constituyentes, testigo del 23-F, pionero en la Eurocámara, ministro –como es sabido– de Asuntos Exteriores en un momento en que el asunto exterior era Cataluña. Margallo es de los pocos que todavía puede recordar el anuncio del nombramiento de Suárez como “un desastre (…) que ponía en riesgo la monarquía”.

Muy lejano de una Cayetana en el árbol genealógico de las ideas del centro-derecha, el valor de García-Margallo radica en la fidelidad al citado ideal democristiano. Un ideal minoritario y poco querido en el PP, pero que –por una voluntad de síntesis que tantos juzgarán como pastelería y componenda– ha terminado por dar el tono verdadero de un partido que no ha podido ser ni conservador ni liberal puro. El interés es aún mayor toda vez que las ideas de Margallo –que no es un intelectual– tienen un arraigo firme en la época: integrante, como monárquico, de una “oposición moderada” al Régimen, su vocación para lo público nacerá en un momento en que “no se le preguntaba a nadie de dónde venía, sino a dónde iba”. De ahí que en un magma como FEDISA pudiesen convivir desde jerarquías del franquismo en fase de apertura a postulantes puros de la socialdemocracia.

Con el postergamiento de los ministros de Exteriores en favor de los primeros ministros, el interés de los recuerdos de Margallo radica más en sus primeros que en sus últimos decenios de desempeño político. Desde este punto de vista, y aun cuando se hubiera agradecido una narración más sosegada, las Memorias heterodoxas tienen el valor de hacer el despiece histórico-espiritual de tantas familias como hubo en la derecha hasta su reunión, a finales de los ochenta, bajo la tribu única del PP. Ahí está la inspiración de Múnich, el papel activo del monarquismo pese a su calado minoritario y los intentos democristianos de hallar, al modo de Óscar Alzaga, “una tercera vía entre la derecha inmovilista y la izquierda utópica”.

Que Margallo aún ha mantenido mucho del espíritu dialogante de la Transición lo muestra su sincretismo en materia de política y “economía social de mercado”, tributo a aquellos tiempos en que podía anunciarse el nacimiento de una plataforma política “liberal de inspiración socialdemócrata”. También está en sus reconocimientos al PSOE -el 82 fue “el final feliz de la Transición”- o el PCE. Con todo, para el historiador de las derechas sobresale sin duda un atractivo: el relato del nacimiento de aquella poligamia de conveniencia que fue UCD, su dispersión tras el Congreso de Palma, y la década de horror vacui de las derechas hasta el nacimiento del nuevo PP. El propio Margallo lo resume bien: “la misma distancia que la agonizante UCD se negó a franquear hacia la derecha de Fraga para salvarse, AP no tuvo más remedio que recorrerla en sentido inverso”. Quizá, con todo, una anécdota suya resuma aún mejor lo que ha sido el aire de los tiempos: cuando Esperanza Aguirre le dijo que no podía irse a UCD porque ella era de derechas, Margallo le responde, “pero Esperanza, ¿no te has enterado de que ahora la derecha se llama centro?”

Memorias del poder: Un conversatorio entre Carmen Calvo y Cayetana Álvarez de Toledo

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*Ignacio Peyró es periodista y escritor. Su último libro es Un aire inglés (Fórcola)

Libros citados:

Álvarez de Toledo, Cayetana. Políticamente indeseable, Ediciones B, 2021. Aznar, José María, Memorias I. Planeta, 2012. Aznar, José María, El compromiso del poder. Memorias II. Planeta, 2013. García-Margallo, José Manuel, Memorias heterodoxas de un político de extremo centro. Península, 2020. Rajoy, Mariano, Una España mejor. Plaza y Janés, 2019.

En conflicto consigo misma por sus complejos culturales, la derecha española ha tenido un menor protagonismo en la dirección del país. La memoria de su gestión y el ahondamiento en sus sensibilidades y debates internos –tal y como se refleja en los libros de Aznar, Rajoy, Álvarez de Toledo y García-Margallo– aportan, en todo caso, visión e inteligencia para una comprensión global de nuestra democracia.

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