Nada de esto era tan imprevisible

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Marta Sanz

Si alguien me hubiese dicho en 2013 que andaríamos por la calle con mascarilla, que nos confinaríamos en casa durante meses, que no nos podríamos abrazar, no lo habría creído. Me habría formulado preguntas sobre el límite que separa realidad y ficción. Incluso habría dado por buena la hipótesis de que íbamos a degustar alcachofas recién salidas de la impresora. 

Tal vez éramos víctimas de la ceguera. Acaso nada de esto era tan imprevisible. No me refiero a los oráculos y sibilas que les echan las cartas a magnates y masters del universo, sino a las consecuencias del capitalismo y del calentamiento global. A la profundización en las simas abisales de la desigualdad. A la pérdida de confianza en lo racional que se ha ido sustituyendo por la víscera como metonimia única para definir lo humano. Siento que esa ingenuidad, esa película amarillenta que ha cubierto retinas de muchas personas de mi generación, ha propiciado un montón de confusiones: no podemos creer que nos pase lo que nos está pasando, no podemos creer en la proliferación de enfermedades dañinas, en las pestíferas emanaciones del permafrost como consecuencia del hiperdesarrollo —cutre— y del hiperconsumo —cutre—; no podemos creer que pueda estallar una guerra al lado de casa; ni que podamos morir de un infarto por miedo a ir a un hospital; no podemos creer que los hombres asesinen a las mujeres y que la moral sexual se esté retrotrayendo a la etapa nacionalcatólica; no podemos creer que la sanidad pública se desmorone; no creemos en las clases ni en sus luchas —Warren Buffett, sí…—; ni siquiera creemos que quien trabaja pueda ser pobre de solemnidad, y con mentalidad de “cuñaos”, lo ponemos en duda porque no toleramos manipulaciones ideológicas que huelan a política antigua… Y sin embargo, por las mismas razones que tal vez se relacionan con la sobrevaloración del aprendizaje autónomo y los tutoriales de internet, con el descrédito de la educación en beneficio del divertimento espectacular y el hágalo usted mismo/a, creemos en microchips que circulan por nuestras venas, en que vivimos en un escenario de nieve falsa que no arde, en el rezo como forma de transmisión de energía positiva para superar la enfermedad. La pedagogía moderna, el creer que habíamos llegado al mejor de los mundos posibles, el relato de una Transición rodada por José Luis Garci y el exceso de bocadillos de fuagrás o crema de cacao con aceite de palma han provocado este colapso arterial y este embotamiento. Hablo desde una perspectiva hispánica, con sus especificidades, pero también sinérgica con el proceso de globalización económica y cultural.

Infecciones y contagio subrayan el miedo y la neurosis; a la vez, la alegría de vivir se confunde con el hiperconsumo y con la imagen de una botella de champán que se abre y desborda: tenemos miedo, pero hemos olvidado cómo ejercer nuestra libertad, desde la reivindicación política, para atenuar el temor y transformar nuestras sociedades. Parece que la libertad, después de los tapabocas y las reclusiones domésticas, demoniza cuidados, profilaxis, prevención, de modo que esas actitudes amorosas se confunden con la represión y, en pirueta extraordinaria, mutan en la fantasía de que la enfermedad no existe y todo es una mentira para que no podamos salir a la calle a beber locamente cervezas artesanas después de trabajar catorce horas al día. Ser libre consiste en hacerse selfis al borde del acantilado, con nuestra sonrisa artificialmente ultrablanca, para fingir que vivimos una vida a la que nunca podríamos aspirar. ¿Se han fijado ustedes en cómo son ahora las bocas? No siento nostalgia de los dientes podridos. Pero me asusta el blanco azulado de ciertos colmillos rientes. Esa deformación del significado de la fotogenia vuelve a hacerme sospechar que la representación, el término imaginario de las metáforas, las fabulaciones sustituyen a la realidad y se la tragan para que la realidad pueda ir deteriorándose al compás del algoritmo y los profetas de la Escuela de Chicago. 

La dimensión manipuladora 

La verdad se devalúa como consecuencia del fin de la Historia y del fin de las ideologías. Los sistemas cosmovisionarios, los esfuerzos de interpretación global, metidos en la bolsa de sacar los numeritos de la rifa, equiparados, confundidos, se entienden desde su dimensión manipuladora y no desde su faceta de emancipación y progreso: toda búsqueda de la verdad se considera confesional y dogmática. ¿Nos sorprende la marginación de la filosofía en los planes de estudio? Mientras tanto, se pide respeto para la fe católica, se sofistican las argumentaciones del pensamiento mágico, las profecías de autocumplimiento y la fe en los horóscopos. No pisamos las rayas del paseo marítimo. Nos jugamos el sueldo en los casinos telemáticos.

Los seres más inmunes de la Tierra, los que nos regocijábamos por no haber vivido nunca una guerra ni una plaga bíblica, las niñas y niños criados en el destape y en el debate indocumentado de la egebé —aborto, terrorismo, pena de muerte—, empoderados en una opinión confundida con conocimiento —una confusión radicalizada con el mal uso de las redes sociales—, babyboomers invulnerables al galope de los cuatro jinetes del Apocalipsis, nos hemos convertido de pronto en desconcertadas criaturas frágiles, con el cuerpo y la mente enfermos por los embates del capitalismo avanzado, sus horarios y sus coronavirus, sus espejismos de felicidad… Y no tenemos capacidad de reacción porque, desde el discurso hegemónico, se invita al relativismo y a la degradación del “si p entonces q” sustituidos por el deseo publicitario, la lámpara de Aladino y la realidad simulada del filtro de Instagram. No se puede transformar lo que parece que no existe: no existen los virus, no existen las políticas neoliberales y retrógradas, no existen las campañas de intoxicación, no existe no ya la precariedad sino la explotación manifiesta de enfermeros, médicas, personal de administración, bedelas y auxiliares de la Comunidad de Madrid, España de España, Españísima. Frente a los géneros documentales que nos amargan la vida y el tono pejiguero —ay, qué triste— de una izquierda crítica, regresan la superstición, la resurrección litúrgica y la resucitación clínica de los más rancios valores mientras se minimizan los impactos reales de la enfermedad y su culpabiliza a quienes mueren con los mimbres del pensamiento positivo: no han luchado con el suficiente arrojo. Y como nada es verdad ni es mentira y etc, miente que algo queda. 

No puedo concebir que la pandemia no nos haya dejado un aprendizaje de solidaridad y defensa de lo público, protección del común. Necesitamos reparar en lo tangible frente al prestigio de las fantasmagorías inalámbricas. Tenemos la cabeza metida dentro del líquido de la pantalla del móvil: la fantasía en que nos instalamos no es la fantasía utópica de la igualdad, libertad y fraternidad, sino la fantasía de Pretty Woman, el elogio de la ignorancia, el porque me da la gana, el odio intenso. Mientras tanto, para los pobres caridad; para el Tercer Mundo, poquitas vacunas; para las catástrofes, voluntarios; para las guerras, dinero y discursos pseudo—filantrópicos; para los ricos, seguros privados de salud: ahí se hace buena la máxima de que la libertad es poder elegir. Siempre y cuando se tenga cash, una cartera de acciones, criptomoneda o un abultado Bizum. El futuro ya está aquí. Es lo de siempre.

* Marta Sanz (Madrid, 1967) es escritora. Algunos de sus libros recientemente publicados son ‘Clavícula, pequeñas mujeres rojas’ o’ Parte de mí’ , todos ellos en Anagrama.

Si alguien me hubiese dicho en 2013 que andaríamos por la calle con mascarilla, que nos confinaríamos en casa durante meses, que no nos podríamos abrazar, no lo habría creído. Me habría formulado preguntas sobre el límite que separa realidad y ficción. Incluso habría dado por buena la hipótesis de que íbamos a degustar alcachofas recién salidas de la impresora. 

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