Monika Zgustová: "Putin siempre ha estado en guerra"

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Alberto García Palomo

A Monika Zgustová, el conflicto que asola al continente le ha modificado los hábitos. Desde el 24 de febrero, día en que comenzaron los bombardeos, observa con espanto el drama de millones de ciudadanos. Nacida en Praga, en 1957, sufrió la atmósfera de orbitar alrededor de la URSS. Después de 1968, con la denominada Primavera de Praga, su familia tuvo que exiliarse en los Estados Unidos. Allí terminó los estudios de Literatura Comparada y alternó temporadas en Illinois, Chicago y Nueva York. Regresó a Europa yéndose a París, aunque se estableció en Barcelona. Desde allí ha ido ejerciendo una extensa labor de traducción y escritura. Ha estrenado dos obras de teatro, ha vertido al castellano obras de Václav Havel, Milan Kundera, Anna Ajmátova, Marina Tsvetáieva y otros autores rusos o checos y ha publicado novelas como La mujer silenciosa (Acantilado, 2005), La noche de Valia (Destino, 2013), Las rosas de Stalin (Galaxia Gutenberg, 2015) o Un revólver para salir de noche (Galaxia Gutenberg, 2019). En ellas, galardonadas con diferentes premios, suele abordar los conceptos de identidad, exilio o libertad. En su último libro –un ensayo titulado La bella extranjera. Praga y el desarraigo (Báltica, 2021)- se detiene en el acto de salir de un país. 

Antes de nada y como pregunta imprescindible, ¿esperaba la guerra en Ucrania?

Bueno, Putin estaba muy molesto con que la OTAN se le hubiera puesto en las narices. Le cabreaba esa amenaza porque se cree superviviente de una conquista. Y se ha pasado de la raya. Esta destrucción es horrorosa.

¿Cómo le ha afectado personalmente?

Me ha cambiado los hábitos. Antes, por ejemplo, tenía la costumbre de leer poesía cada noche, cuando iba a dormirme. Cuando Rusia se plantó en la frontera, cambié esa rutina y empecé a coger el móvil. Leía las noticias de lo que ocurría y no podía creerlo. Aunque hubiera expresado su voluntad, parecía demasiado exagerado. E incluso ahora creo que no puede ser verdad lo que veo. Ya me esperaba que en Rusia se hubiera afianzado un régimen autoritario, no el salto a esto. Normalmente, cuando Putin habla es frío y calculador, pero durante la reunión con Macron ya mostró su peor estilo. Le citó la letra de una canción que dice: “Una bella durmiente en un ataúd, me arrastré y la vejé. Te guste o no, es mi deber, belleza”. Mostró su estilo más vulgar, más masculino en el mal sentido, la misoginia extrema y el machismo. Con esa actitud ya me olía algo, pero no esto. La última vez que sucedió algo así en el continente europeo fue en la Segunda Guerra Mundial. Lo vimos en Alemania. Y, francamente, cuando echo la vista atrás le encuentro toda la lógica del mundo, porque Putin siempre ha estado en guerra, salvo en la época de Dimitri Medvédev. Llegó en la segunda guerra de Chechenia, qué duro hasta 2009. Ahí hizo lo mismo que está haciendo en Ucrania: machacó todo. Destruyó Grozni, la capital, y llevó a cabo una masacre absoluta de la población, de la naturaleza. Luego fue a Georgia, con Osetia del Sur y Abjasia, que era la Suiza de la región y ahora está devastada. Al volver otra vez al poder, emprendió la guerra en las repúblicas del Donbás, y la anexión de Crimea. En 2017 apoyó a Siria. El Asad le pidió ayuda y usó lo mismo que está usando ahora. El mismo método: arrasar con los monumentos, con la población civil, sin ningún respeto por nada. Incluso probó las armas químicas.

¿Es optimista con respecto al futuro?

Desgraciadamente, no auguro un buen futuro próximo. Porque aunque se acepte la neutralidad de Ucrania, Putin quiere algo más. Necesita algún territorio importante para ser feliz. Él, que es un fanático, no va a parar: iría antes a por el continente que replegarse. 

¿Qué le parecen los motivos que ha dado para iniciar la conquista?

No hay ninguna legitimidad. Él no puede ir atrás en la historia: Ucrania es independiente desde hace 30 años y no puede ser arramblada. Putin se crio en el KGB, se sentía orgulloso de servir a los servicios secretos. Es un monstruo, pero es verdad que Occidente no actuó con Rusia como debería. Sobre todo Estados Unidos, que le reía las gracias. Le trataban de loco, de marioneta. Sobre la OTAN, dio a entender que nunca procedería. Putin es un señor de la guerra y le sentó muy mal esta resistencia. 

¿Cómo se ha ido orquestando todo esto?

Primero Estados Unidos desmanteló la URSS. Y había cosas que estaban bien, como los institutos científicos o los deportivos. Luego se fue disgregando todo y ahora nos vemos con muchos cadáveres de distintas guerras. Ya suman unas cuantas: la de Chechenia, que era importante para Rusia, la de Georgia, más simbólica, y la del Donbás, un sitio que no interesaba demasiado.

¿Han tenido algo de culpa los mandatarios ucranianos o la OTAN?

Ucrania es un país complejo, con muchos partidos y muchas opiniones. Pero cuando hablamos de un sitio que están convirtiendo en ruinas no hay nada que criticar. Es como criticar a los judíos en la época de Hitler.

¿Le trae recuerdos de su vida bajo la URSS?

Yo nací en los mejores momentos, que fueron los 60. Luego tuve una infancia en los 70 desde el prisma de una niña. Ya veía a muchos de mis compañeros de clase que se iban al extranjero o sus padres se iban de la ciudad porque participaron en la Primavera de Praga. De repente, había mucha tristeza. De un día para otro. La gente se pasaba el día hablando de política. Y otros tomaban vino todo el día. Era muy triste y oscuro. 

¿Y qué piensa de una salida forzosa como la que está sucediendo en estos momentos?

En mi caso, fue muy duro al principio. Pero pronto empecé a apreciarlo, porque había crecido en la libertad y porque me libré de seguir en aquel régimen. Ahora es una tragedia que no sabemos cómo evolucionará. Creo que con el éxodo de Ucrania habrá tres vertientes, porque nadie sabe cómo va a buscarse la vida. Están los que se han marchado a otros países donde empezar de nuevo o donde tenían familiares. Otros que se quedan cerca, para volver en cuanto acabe y que se quedan con su propia etnia. Y hay un tercer grupo que no soportará el exilio y volverá a su tierra.

Suele contar en su obra cómo se va perdiendo la libertad, cómo se impone el silencio. ¿Ha pasado lo mismo en la Rusia de estas últimas décadas?

Sí. Es igual a lo que yo viví. De golpe tenías que dejar de hablar de ciertas cosas. Se notaba mucho la diferencia. Nuestros padres nos daban directrices para no tener problemas con lo que decíamos. Y en la Unión Soviética pasaba lo mismo: no podían hablar y desconocían lo que pasaba. De la invasión a Checoslovaquia eran los extranjeros quienes se enteraban. Ellos iban a la Plaza Roja a manifestarse y les llevaban a los hospitales psiquiátricos, que era lo peor. Aquel hecho histórico no fue tan horrible ni hubo tantos bombardeos, pero murieron más de cien personas y hubo una oleada de exilio. La sociedad rusa estaba como ahora, no sabía nada porque todo estaba controlado. Ni siquiera los soldados tenían ni idea de lo que estaban haciendo. Sin embargo, tenía algunos medios independientes y eran capaces de leer entre líneas. Ahora han cerrado las redes sociales y te pueden condenar hasta 15 años. Los rusos están muy mal informados y solo hay jóvenes que miran medios de fuera o hablan con extranjeros y se enteran de lo que ocurre. Mientras, el discurso oficial habla de ‘desnazificar’ Ucrania, cuando son hermanos. Es verdad que se han mezclado, pero siempre han sido rusos. Lo que ocurre es que llevan 30 años siendo independientes, y eso le duele a Putin, que no quiere que llegue información ni del número de los cadáveres de soldados. Está igual que con Stalin en los gulag, cuando no se sabía nada. Incluso moría alguien y su familia no se enteraba. Llegó a haber fosas comunes con muertos sin reconocer hasta muchos años después.

¿Tiene Putin un problema con la memoria? 

Putin cada vez tiene más claro que quiere estar cerca de la figura del Zar, pero con los métodos estalinistas. Y sobre todo después de su reelección, que se puso mucho más duro. No deberíamos hacernos ninguna ilusión con él. Quiere eliminar hasta memoriales que explican las salvajadas del pasado o donde se rinde homenaje a los desaparecidos. Hay todavía muchas cosas sin levantar del 37 y el 38, años de la Gran Purga de Stalin. Y presiona a muchos investigadores para que no investiguen esa parte de la historia. Putin quiere ocultar. Quiere que los rusos sean desmemoriados, que no tengan recuerdos de lo que pasó después de la revolución. Hay mucha censura incluso en el relato de la Gran Rusia que inició Stalin.

Suele decirse que lo que más teme son tres valores: la democracia, la libertad y el cambio. 

Nada de esto era tan imprevisible

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Putin odia esos tres valores. Él siempre tuvo el sueño de trabajar para el KGB, donde no existían estos conceptos. Y lo ha aplicado en su propia casa. Solo da valor a las palabras grandilocuentes.

En un artículo reciente menciona una frase de Borís Nemtsov, el político ruso asesinado en 2015 a pocos metros del Kremlin: “Rusia es un país de bandidos y ladrones”.

Sí, se refería a los oligarcas, pero escuché esa descripción y me pareció perfecta para definir el país.

A Monika Zgustová, el conflicto que asola al continente le ha modificado los hábitos. Desde el 24 de febrero, día en que comenzaron los bombardeos, observa con espanto el drama de millones de ciudadanos. Nacida en Praga, en 1957, sufrió la atmósfera de orbitar alrededor de la URSS. Después de 1968, con la denominada Primavera de Praga, su familia tuvo que exiliarse en los Estados Unidos. Allí terminó los estudios de Literatura Comparada y alternó temporadas en Illinois, Chicago y Nueva York. Regresó a Europa yéndose a París, aunque se estableció en Barcelona. Desde allí ha ido ejerciendo una extensa labor de traducción y escritura. Ha estrenado dos obras de teatro, ha vertido al castellano obras de Václav Havel, Milan Kundera, Anna Ajmátova, Marina Tsvetáieva y otros autores rusos o checos y ha publicado novelas como La mujer silenciosa (Acantilado, 2005), La noche de Valia (Destino, 2013), Las rosas de Stalin (Galaxia Gutenberg, 2015) o Un revólver para salir de noche (Galaxia Gutenberg, 2019). En ellas, galardonadas con diferentes premios, suele abordar los conceptos de identidad, exilio o libertad. En su último libro –un ensayo titulado La bella extranjera. Praga y el desarraigo (Báltica, 2021)- se detiene en el acto de salir de un país. 

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