Un país que ya no existe

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En uno de los laterales de la Alexanderplatz, esa inmensa explanada construida con vocación de hacernos sentir insignificantes frente al poder del Estado, hay una serie de edificios que el SED (Partido Socialista Unificado de Alemania) levantó para dar alojamiento a sus máximos dirigentes en tiempos del Berlín comunista. Todo el país parecía gravitar en torno a ese paisaje de hormigón con su Urania-Weltzeituhr marcando las horas del mundo. Una vez, pude entrar en uno de esos apartamentos. Esa plaza ya nunca vuelve a ser la misma cuando te has asomado a sus ventanas. Me invitó una mujer española, Mercedes Álvarez, hija de un comunista asturiano. Mercedes fue una niña de la guerra que pasó su infancia en un orfanato de Moscú junto a sus hermanos. Años después se reunió en Francia con sus padres sin un idioma común en el que decirles “os he echado de menos”. Después, la familia se instaló en Dresde. “¿Cuál es tu patria?”, le pregunté aquella tarde en el Mitte. “Mi patria, mi madre patria, la Unión Soviética. Kalinka, Kalinka, Kalinka mayá. Aunque me siento española”.

Mercedes está casada con Peter Steglich, que fue embajador de la República Democrática Alemana (RDA) en la ONU. Con un té entre las manos servido con extrema ceremonia en una de esas auténticas tazas vintage que hoy se venden como joyas en el mercadillo del Mauerpark, me contó que en las reuniones internacionales siempre le tocaba sentarse junto a su gran enemigo, el colega diplomático del otro lado del muro, porque por orden alfabético, Alemania democrática y Alemania federal eran correlativas y, al final, acabaron por hablarse. Cuando la Alemania federal (RFA) se anexionó los territorios el Este y el muro pasó a ser, 28 años después de su construcción, un testigo ya mudo de la historia, a veces, sonaba el telefonillo de la casa y el de la Federal le gritaba feliz: “Abre, que soy el de la Guerra Fría”. Y bebían y comían y recordaban los viejos tiempos de enemistad. Cuando la historia grande termina sus ciclos, bajo el humo de su detonación solo quedamos nosotros: los miles de nombres repartidos a uno y otro lado.

Casi ninguna de las personas del Este, casi ninguno de los ossis con los que he podido hablar, volvería a los tiempos de la Alemania partida, al país que se fraguó finalmente, pero todavía hoy no reconocen como suyo este nuevo orden. Las generaciones jóvenes ya no se identifican con aquella cicatriz. La ostalgie, la nostalgia del Este, intenta rescatar algunos aspectos de aquel mundo perdido y derrotado y revende su memoria en los Flohmarkt. La reunificación significó que millones de personas perdieran el país en el que habían nacido y crecido, un punto y aparte eufórico pero que desdibujó para siempre su identidad. Este mes de noviembre se cumplen 30 años de la caída del muro de Berlín. Una frontera levantada en el verano de 1961 que fue haciéndose cada vez más poderosa y que marcó la división de dos formas de entender un mundo en tensión permanente. Una de ellas, ha dejado de existir. La otra, sigue levantando muros.

Aquella noche de agosto de 1961 hacía mucho calor y los berlineses descansaban con las ventanas abiertas. El ruido despertó a los vecinos y se asomaron: “¿Qué están haciendo?”. La respuesta que hasta entonces había sido un secreto de Estado recorrió la ciudad y el perímetro del Berlín occidental quedó delimitado como una isla perdida dentro del bloque soviético. “Para que no se desangre nuestro país”, dijo la radio. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, más de tres millones de alemanes del Este habían huido al lado occidental. Con la excusa de poner fin a esa enorme pérdida de mano de obra, el Estado levantó una frontera física que agravó las ya convulsas tensiones de la Guerra Fría.

Al principio, la gente podía cruzar a la otra parte de la ciudad. Obtenían visados controlados, pero iban para comprar alimentos o a leer periódicos o a comer con la familia y puntualmente regresar a casa. Pero Berlín se había vuelto un coladero incontrolable. Poco a poco, la alambrada fue sustituida por un muro de hormigón que fue creciendo en altura y kilómetros. Al muro le siguió una doble pared que encerraba en medio una franja de arena de playa para detectar las pisadas, una zona a la que después llamarían franja de la muerte, con sus perros de presa, parapetos, garitas de guardias cada pocos metros, minas y la vigilancia a cargo de la red más densa de la historia, copiada del KGB, pero superada en cuanto a número de agentes por habitante. La Stasi contó con más de 91.000 espías y más de 200.000 informantes. Y el terror se convirtió en su fórmula para el control de la población.

En el libro IlejaníaIlejanía (editado por el Ayuntamiento de Xixón, 2012), la pintora catalana Nuria Quevedo, Premio Nacional de pintura en la RDA en 1988, hija de un republicano exiliado que montó una librería en la Bersarinstrasse, explica sobre los años cincuenta y sesenta: “Había depresión, la gente se sentía humillada, vencida, derrotada”. Tanto el estado de la ciudad como de la población era ruinoso. Aquel país que se había tragado la propaganda nazi sentía aversión hacia las fuerzas rusas de ocupación y, a la vez, tenía que hacer un intenso trabajo de asunción de una culpa incalculable por su historia más reciente. La identidad estaba rota en muchos pedazos.

La RDA vivió varios periodos más o menos intensos en cuanto al aislamiento de sus ciudadanos, al control de sus comunicaciones y a la dureza de la vida cotidiana impuesta por un Estado que apenas podía abastecer a las familias de los bienes básicos. Desde el Oeste, se enviaban constantemente paquetes con café o legumbres o artículos básicos de higiene que no siempre llegaban a su destino. El país padeció varias crisis económicas, pero también culturales. La represión contra los intelectuales y artistas fue cada vez a peor. Aunque casi todos los escritores acabaron renegando de la etiqueta “escritores de la RDA”, fueran o no afines al régimen, lo cierto es que la censura solamente permitía publicar y crear obras afines al SED. Y casi toda la temática artística del país acabó centrándose en ensalzar las virtudes del socialismo de Estado o en burlar los controles para que los libros pudieran enviar mensajes al extranjero. Los discos de rock y los libros occidentales, pero también productos cosméticos o ropa, llegaban de contrabando. Recuerdo que en el edificio de la Stasi estaba archivada la ficha de un joven al que habían condenado a tres años de cárcel por tener en su posesión 1984, de George Orwell.

Es famoso el caso del cantautor Wolf Biermann. En 1976 le retiraron la nacionalidad germano-oriental por decisión del Gobierno de Berlín y fue expulsado del Estado. Pero las letras de Biermann se copiaban a mano y sus cintas corrían grabadas por todo el país. Biermann había sido militante del Partido Comunista y abandonó voluntariamente la RFA para vivir en la RDA. Pero cometió para el SED “graves lesiones contra la patria” en algunas declaraciones que había dado en el extranjero. Fue vetado para siempre.

¿Nostálgicos de qué?

Además de un acceso universal y gratuito a la educación y a la sanidad o las cartillas de consumo de los bienes básicos y alimentarios para toda la población, resulta muy interesante revisar el papel de la mujer dentro de ese mundo cerrado que fue la RDA. Nada más terminar la Segunda Guerra Mundial fueron movilizadas para incorporarse cuanto antes a la población activa. Si bien la igualdad de género no era un asunto feminista, tal y como entendemos el feminismo ahora, sí lo era la igualdad de clase. Mujeres y hombres eran obreros que levantarían la gran República y, en ese sentido, las mujeres accedían a la formación en el mismo porcentaje que los hombres y trabajaban como ellos. La brecha salarial entre géneros era mucho más alta en el Oeste.

El Estado no descuidaba las políticas de aumento de la natalidad. La maternidad era un deber y estaba incentivada a través de ayudas económicas y de conciliación. Como la guerra había hecho una fuerte merma en la población masculina, el matrimonio no era importante y las madres solteras recibían ayudas para la crianza. Los nidos, guarderías para bebés, eran gratuitos. Fuera por la necesidad de mano de obra o por un verdadero interés en la independencia de las mujeres, la RDA alcanzó cotas de igualdad superiores, incluso hoy, a las occidentales. Tras la reunificación de las dos alemanias, miles de mujeres del Este se marcharon hacia los länder occidentales en busca de nuevas oportunidades de trabajo y exigieron al Gobierno del otro lado la creación de una buena red de escuelas infantiles. Esto chocaba con la mentalidad de la RFA, donde la mujer aún se concebía prácticamente como una madre que debía quedarse en casa cuidando de sus hijos y preparando mermeladas.

Según el libro Por qué las mujeres disfrutan más del sexo en el socialismo (Capitán Swing, 2019), de la profesora Kristen Ghodsee, cuyo atrevido título esconde interesantes argumentos sobre la emancipación económica de las mujeres del bloque del Este, tanto la RDA como Checoslovaquia realizaron programas para animar a los padres a estar más presentes en la vida de sus hijos y a participar en las labores domésticas. Programas que podrían tener vigencia y sentido hoy.

Pero papá Estado veía flaquear sus propias estructuras y alcances y, de vez en cuando, alzaba la mano y concedía algunas libertades a sus ciudadanos. En 1973, el Festival Internacional de la Juventud mandó un mensaje al mundo: “¡Por la solidaridad antiimperialista, la paz y la amistad!”. Berlín y sus jóvenes pioneros llenaron las calles de música y bailes y manifestaciones pacíficas y, por unos días, la ciudad fue tomada por la alegría. Además, la RDA se hizo con una buena fama de liberal en cuanto a la educación sexual de sus ciudadanos con la práctica del nudismo en sus playas del norte. La homosexualidad fue despenalizada en 1968; mientras que en la Alemania federal se llevó a cabo en 1994.

El Este recibió con exaltación la noticia de la caída del muro y el Oeste con una tibia alegría. Cada ciudadano de la Alemania oriental recibió Begrüssungsgeld, dinero de bienvenida, de 100 marcos. La gente se lanzó a consumir. Las calles de Berlín Este se llenaron de un día para otro de bolsas de plástico y envoltorios vacíos. El capitalismo había entrado y arrasado el Estado socialista. Las viejas casas del Mitte, del centro, se compraron a precio de saldo y se revendieron como apartamentos de lujo. Las calles se llenaron de coches modernos que dejaban muy atrás a los viejos Trabant. Se privatizaron las empresas que, en tiempos de la RDA, eran públicas en más de un 90%.

Pero la colisión de las dos Alemanias dejó algunos damnificados. Muchos alemanes del Este no consiguieron insertarse en el ritmo de la sociedad de consumo ni en las fórmulas laborales del capitalismo. Su formación académica fue menospreciada y se sintieron como alemanes de segunda. Algunos finales individuales fueron dramáticos. Su país y su bandera habían sido borrados, literalmente, de los mapas. En 1992, se abrieron los archivos de la Stasi, dejando al descubierto más de 41 millones de fichas de ciudadanos.

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Si consiguiéramos ir más allá de las narrativas polarizadas que sostienen nuestro pasado, tal vez podríamos ser capaces de rescatar algunos ensayos de justicia de aquellas repúblicas que terminaron por devorarse a sí mismas. No es propaganda anticomunista referirse al terror de las dictaduras soviéticas. Pero tal vez nos hayamos descuidado en la defensa de aquella libertad que ansiaban los que vivieron al otro lado de ese muro. La lógica económica tiene una nueva función de control. Nuestra privacidad e identidad han sido vendidas. ¿Cuántas millones de fichas podrían escribirse hoy llenas de datos sobre nuestra vida privada? Otras ideologías y otras fórmulas nos mantienen replegados. ¿Tenemos libertad de expresión? ¿Y de movimiento? “El poder de la política se ha retirado para dar paso a la economía”, dice el escritor berlinés Ingo Schulze. Poder al fin y al cabo que sigue hundiendo sus manos hasta en el rincón más íntimo de nuestras vidas.

*Este artículo está publicado en el número de noviembre de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí. aquí

 

En uno de los laterales de la Alexanderplatz, esa inmensa explanada construida con vocación de hacernos sentir insignificantes frente al poder del Estado, hay una serie de edificios que el SED (Partido Socialista Unificado de Alemania) levantó para dar alojamiento a sus máximos dirigentes en tiempos del Berlín comunista. Todo el país parecía gravitar en torno a ese paisaje de hormigón con su Urania-Weltzeituhr marcando las horas del mundo. Una vez, pude entrar en uno de esos apartamentos. Esa plaza ya nunca vuelve a ser la misma cuando te has asomado a sus ventanas. Me invitó una mujer española, Mercedes Álvarez, hija de un comunista asturiano. Mercedes fue una niña de la guerra que pasó su infancia en un orfanato de Moscú junto a sus hermanos. Años después se reunió en Francia con sus padres sin un idioma común en el que decirles “os he echado de menos”. Después, la familia se instaló en Dresde. “¿Cuál es tu patria?”, le pregunté aquella tarde en el Mitte. “Mi patria, mi madre patria, la Unión Soviética. Kalinka, Kalinka, Kalinka mayá. Aunque me siento española”.

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