La intoxicación por aceite de colza desnaturalizado, que debería haber sido utilizado para uso industrial, acabó con la vida de 330 personas en 1981, según la sentencia judicial. Era el resultado de una trama de compraventa de aceite adulterado que escapó al control sanitario del país y desató una grave crisis social y política en la España de la Transición.
¿Qué pasó?
España es el único país del mundo que ha reportado casos del síndrome tóxico de colza. Se trata de una enfermedad producida por aceite de colza desnaturalizado con anilina al 2% —un compuesto orgánico altamente tóxico para el consumo humano—. En la primavera y verano de 1981, comenzó la que sería la mayor crisis sanitaria por intoxicación alimentaria hasta la fecha. Ahora conocemos el origen del trastorno, pero cuando ingresó el primer niño afectado en el mes de mayo, los sanitarios se encontraban frente a un cuadro clínico atípico y una incógnita difícil de resolver mientras los casos aumentaban exponencialmente.
Solo un mes y medio después, cuando ya había casi tres mil hospitalizados y un centenar de fallecidos, un grupo de diagnóstico del Hospital Niño Jesús de Madrid localizó un punto común a todos los enfermos: unas garrafas de aceite de colza que se vendían barato en los mercados de la capital. Se solventaba así el misterio sobre por qué la mayoría de afectados procedía de familias con bajos ingresos o por qué no aparecía en bebés de menos de seis meses, que todavía se alimentaban de leche materna.
A pesar de sus esfuerzos, los médicos no dieron nunca con un tratamiento del todo eficaz. La única solución que frenó realmente el crecimiento de casos fue la retirada masiva del aceite de colza. Se descubrió que lo que hacía enfermar a la población eran unas remesas adulteradas con anilina que deberían haber sido para uso industrial. Se investigaron a unas siete empresas productoras y más de 10 marcas de aceite, sospechosas de desnaturalizar el aceite deliberadamente para obtener beneficios económicos. Entre ellas, la más sonada fue Raelca, que abastecía a la zona sur de Madrid.
Finalmente, en noviembre de 1981, el Ministerio de Sanidad confirmó que la epidemia había entrado en fase regresiva, es decir, que cada vez había menos casos nuevos del síndrome tóxico. La enfermedad afectó a más de 20.000 personas, aunque no hay consenso sobre el número exacto de fallecidos por su causa. Mientras que el proceso judicial reconoció 330 muertes, otras fuentes hablan de 1.000 o 3.000 fallecidos en total.
¿Cómo se desarrolló la crisis?
Hay que tener en cuenta que el síndrome tóxico, como empezó a conocerse, es una intoxicación que solo se ha reportado en España. Es un caso único y, como tal, los médicos de la época no tenían antecedentes sobre los que apoyarse. Los tratamientos que se aplicaron para paliar los síntomas funcionaban con resultados desiguales entre pacientes. Dispusieron únicamente del tiempo que duró la crisis para desarrollar una cura, pero no fueron capaces de dar con el remedio universal.
“Después del primer ingreso, en una semana teníamos ya a varios niños con una serie de síntomas comunes: fiebre, un sarpullido como el del sarampión, tos y mocos. Algunos desarrollaban dificultad respiratoria, pero no encajaban en ningún diagnóstico convencional”, relata el médico Juan Casado, del grupo de diagnóstico del Hospital Niño Jesús que encontró el origen de la enfermedad.
Algunos síntomas se podían tratar con medicamentos específicos —por ejemplo, vasodilatadores para paliar la hipertensión pulmonar—, pero otros, como el edema pulmonar, requería soporte respiratorio en las UCI. Los esteroides servían para contrarrestar la respuesta autoinmune de algunos pacientes, pero no funcionaban en todos los casos. Para otros síntomas, como la esclerodermia —una afección de la piel que produce esclerosis sistémica que puede estar localizada o extenderse a todo el cuerpo— o las neuropatías —daños en el sistema nervioso—, ni siquiera se halló un remedio, y muchos de los enfermos terminaban por necesitar un trasplante pulmonar y cardíaco.
La hipótesis del Ministerio de Sanidad fue rápida: una infección debido a una cepa de neumonía atípica. Sin embargo, los médicos no encontraban la correlación entre los síntomas presentes y la neumonía. “No podíamos descartar todavía una infección, pero se alejaba porque era demasiado discriminatoria", comenta Casado en un especial informativo de El Confidencial. La enfermedad no parecía contagiarse por aire o por el contacto entre personas, aunque los sanitarios tomaron la precaución de llevar mascarillas y guantes, y no afectaba a los niños menores de 6 meses.
Encontrar la verdadera causa del mal recayó en ensayos de prueba y error. Como los antibióticos no funcionaban, descartaron la neumonía y la infección en general. Tampoco funcionaban los antihistamínicos, por lo que no era alergia. Finalmente, encontraron el origen de la patología gracias a unos detallados cuestionarios de hábitos alimenticios en los que había un factor común: el aceite de colza.
A partir de ese momento, pudieron tomarse las medidas precisas para cortar la venta del aceite adulterado, y los estragos de la intoxicación fueron disminuyendo poco a poco. Se incautaron más de 750.000 litros de aceite y se sacaron del mercado más de 20 marcas. Además, se pusieron en marcha varias campañas de intercambio de aceite de colza por aceite de oliva para las familias. No obstante, las secuelas para los más de 20.000 afectados no iban a cesar, y la población pedía responsabilidades y justicia mediante actos conmemorativos de las víctimas y de manifestación para reclamar sus derechos.
La Unidad de Investigación sobre el Síndrome del Aceite Tóxico del Instituto Carlos III reconoce actualmente al SAT como una “enfermedad crónica que afecta aún en la actualidad a un elevado número de pacientes que presentan secuelas severas pulmonares, cutáneas y neurológicas”, aunque, dice, se desconocen sus efectos a largo plazo y, por tanto, “el seguimiento de estos pacientes es muy importante”. Pero ese seguimiento no es suficiente, ya que aun en la actualidad las víctimas reclaman un trato médico y político acorde a su situación.
¿Cómo se informó de ello?
La forma en que el Gobierno —por entonces aún en manos de la UCD— había gestionado la crisis no contentaba a la ciudadanía y desde algunos medios, como el ABC, se criticaba la falta de control sanitario que habría permitido la venta masiva del producto tóxico: “El alto grado de descontrol de la Administración para con los productos destinados al consumo humano dejó hace tiempo ya una libertad inusitada a quienes, valiéndose de argucias y para incrementar sus ya importantes ganancias comerciales, han atentado contra la vida de los españoles”. La democracia, aunque fortalecida tras el golpe de Estado de Tejero el 23F, tuvo que hacer frente a una nueva crisis de Estado.
A raíz de los primeros desmantelamientos de fábricas, depósitos y refinerías que trataban el aceite tóxico, la información sobre la colza se volvió una constante. Los nuevos hallazgos policiales iban construyendo una telaraña empresarial corrupta que se hacía cada vez más grande y complicada. Entre los reportajes de la época, destaca un exhaustivo análisis de El País en el que se señala a RAPSA (Refinería de Aceites de Pescado S.A.), una empresa situada en San Sebastián, como uno de los focos principales para el movimiento de la colza. También pone nombres y apellidos a muchos de los responsables que después serán juzgados y centra la mirada en Cataluña como el primer punto de distribución del aceite desnaturalizado.
A ellos se sumaron los hermanos Rafael y Elías Ferrero, que montaron su negocio en Carabanchel (Madrid), desde donde tejieron una red de distribución de la colza que les proporcionó cuantiosos beneficios económicos en poco tiempo. Se aprovecharon de las “amplias bolsas de fraude bien conocidas por los profesionales del sector” y, además de vender directamente a los consumidores, se hicieron con una buena bolsa de clientes entre vendedores ambulantes y garrafistas que revendían puerta por puerta su producto. Gracias a su éxito, movieron la base de la empresa a Alcorcón y se transformaron en Raelca. Se abastecían de aceite de colza comestible importado clandestinamente —y, por tanto, más barato— por empresas como Lípidos Ibéricos S.L., pero a partir de 1981 comenzaron sus contactos con Barcelona y la sustitución de la colza real por la desnaturalizada.
La crisis sanitaria fue tan grave que los medios de comunicación dedicaron buena parte de su contenido a la divulgación médica. Según una tesis doctoral de la Universidad Complutense de Madrid sobre la prensa sanitaria en España, en 1981 el 28% de las noticias del diario ABC y el 36% en el caso de El PaísABC El País se dedicaron a la información sanitaria. En ambos casos, además, esa información médica se ubica fuera de la sección específica dedicada a ello. Al incluirse en el apartado de política y dedicarle portadas y editoriales demuestran la urgencia de conocimiento sanitario que generó el síndrome tóxico.
¿Qué consecuencias tuvo?
La crisis de la colza comenzó en 1981 con los primeros intoxicados por el aceite, pero no se cerró al estabilizarse el número de afectados. La trama requería una depuración de responsabilidades y una compensación a las víctimas, pero el llamado “juicio del siglo” no consiguió solventar ninguna de las dos. Para empezar, no se podía juzgar a los acusados hasta que no se recuperara la última de las personas afectadas, ya que, hasta entonces, no se conocería el alcance completo de sus estragos. Ese fue el primero de una serie de retrasos que hicieron que, casi 30 años después de la crisis, muchas víctimas ni siquiera hubieran cobrado la indemnización que les correspondía.
En el ámbito político, se aprobó un paquete de más de 70 medidas con el objetivo de paliar los efectos del síndrome. Entre las propuestas dictadas en 1982 destacan “la diferenciación de las ayudas familiares según las distintas situaciones existentes; ayuda de carácter inmediato y urgente a las familias o a los profesionales; créditos privilegiados a explotaciones familiares agrícolas pecuarias y de servicios”. También se puso en marcha una comisión de servicios sociales que representaría los intereses de los afectados dentro del Programa Nacional del Síndrome.
No fue hasta 1987 cuando la Audiencia Nacional comenzó el juicio contra 38 empresarios aceiteros acusados de su participación en la distribución del aceite adulterado. Durante año y medio se sucedieron los testimonios de víctimas y acusados —quienes intentaron sin éxito culpar de la intoxicación al pesticida de una remesa andaluza de tomates— hasta que, en mayo de 1989, se dictó sentencia. La Audiencia Nacional solo condenó a prisión a dos personas: Juan Miguel Bengoechea —que habría importado 600.000 kilos de colza desnaturalizada desde Francia—, condenado a 20 años de cárcel, y Ramón Ferrero —principal directivo de Raelca—, condenado a 12 años. Los demás procesados fueron absueltos o se consideró que ya habían cumplido su pena con los años previos de prisión preventiva y consiguieron la libertad provisional.
Tres años más tarde, en 1992, el fiscal pide un aumento de las condenas, para lo que se prepara una vista de recursos en la Sala Segunda de la Audiencia Nacional. Acuden a declarar más de 2.000 damnificados por el aceite, aunque solo unos 200 pueden entrar a la sala. En medio de un “caos organizativo”, como lo califican las noticias de la época, la Fiscalía consigue su objetivo. Diez personas reciben penas de privación de libertad que van de los seis meses a los 37 años. Se los considera culpables de delitos contra la salud pública y de estafa por una cuantía superior a las 600.000 pesetas. Además, otras 12 personas se suman a la lista de responsables de la intoxicación.
Los acusados se declararon insolventes, ya que no podrían pagar las indemnizaciones correspondientes a las víctimas. En 1997, se aceptó judicialmente la responsabilidad de la Administración por su gestión de la crisis, y el Estado tuvo que asumir el pago de esas indemnizaciones como responsable civil subsidiario. No obstante, los pagos se demoraron, en algunos casos, casi 30 años. Una demora que podría haberse evitado “si se hubiera dictado desde un principio una ley específica para solventar el problema”, como indica un estudio de la Facultad de Derecho de la Universidad de León.
El síndrome tóxico “operó como un estímulo para la aplicación de algunas de las ideas que se estaban proponiendo para remozar un modelo de organización asistencial obsoleto, y como un test sobre la viabilidad y conveniencia de implementarlos para toda la población”, según un estudio publicado en la Revista de Historia de la Medicina y de la Ciencia en 2011. No solo se pusieron en marcha medidas en el marco de la emergencia médica, sino que se terminó de impulsar la reforma sanitaria.
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¿Qué aprendimos?
El aceite de colza, por sí mismo, no representa ningún riesgo para la salud. De hecho, es beneficioso. Sin embargo, la tragedia del síndrome tóxico en España está tan enraizada en el imaginario colectivo que es un producto imposible de comercializar. Desde el CSIC apuntan que “la palabra 'colza' se asocia con toxicidad”, mientras que en otros países europeos su venta está más que normalizada. Algo similar ocurrió también con el mercado de las oleínas —subproductos de la industria del aceite de alto valor nutricional— durante los primeros años tras la crisis, ya que los posibles compradores estaban “temerosos de verse implicados en las investigaciones provocadas por la colza”, según las tablas de cotización de la época publicadas por la revista Óleo.
Pero estas no son las consecuencias más graves de la crisis. En 2018, The Objective publicó un reportaje sobre “los olvidados” del síndrome tóxico. Son víctimas del síndrome tóxico que sufren patologías y dolor crónico y que denuncian no tener acceso a las subvenciones. Están organizados en la Plataforma de las Víctimas del Síndrome de Aceite Tóxico, pero critican que no todos pueden acceder a la Federación de Enfermedades Raras “porque no es gratis”, y se quejan de que no reciben atención por parte de las instituciones.
La intoxicación por aceite de colza desnaturalizado, que debería haber sido utilizado para uso industrial, acabó con la vida de 330 personas en 1981, según la sentencia judicial. Era el resultado de una trama de compraventa de aceite adulterado que escapó al control sanitario del país y desató una grave crisis social y política en la España de la Transición.