–Majestad…, ¡majestad! Hemos llegado.
Don Juan Carlos abrió los ojos y contempló la indescriptible belleza del pantano de la Serena.
–Mira, no sé yo.
–Señor, desde que vuestra majestad marchó a Abu Dabi, las cosas han cambiado mucho por aquí. Ibiza y Marbella dejaron de ser chic; ahora, la jet set se va de pantanos. Créame, la costa está insoportable con tanto populacho, pero esto… ¡mire qué despejadito!
El emérito asomó la cabeza por la ventanilla y vio a media Diputación de la Grandeza en chanclas y bermudas: el duque de Alba se ajustaba una gorra de la Caja Rural, media docena de Hohenlohes jugaban con un balón de Nivea y el conde de Salvatierra churruscaba unas chistorras en una de esas barbacoas endebles. Al reconocer al jubilado, todos comenzaron a vitorear.
Mientras sucedía el sainete, en mi cabeza resonaba aquella reunión unos días antes en Zarzuela:
–Mi padre está empeñado en regresar a España durante las vacaciones y lo de Sanxenxo no puede repetirse.
–Lo entiendo majestad, pero…
–Tiene que mantenerlo entretenido lejos de la prensa. Es de vital importancia. Le ruego la mayor de las discreciones.
–Ya, pero es que…
–Por favor, es nuestra única esperanza. No hemos reparado en gastos: aquí tiene treinta cheques comedor, las llaves de una Citroën C15, el teléfono de un funcionario que trabaja a media jornada y dos carnés de alberguistas. ¡El destino de la corona está en sus manos!
***
Cuando me quise dar cuenta, don Juan Carlos se había lanzado al agua pertrechado con unos manguitos rojigualdas. Allí, se entretenía mojando el cardado a unas señoras que, por las pintas, habrían conocido a Fernando el Católico en sus tiempos mozos. "Mirad, ¡la cosa del pantano!", voceaba.
Aliviado, me senté en una silla plegable y cogí una de esas repugnantes cervezas con limón de la neverita de algún marqués que pasaba por allí. Estaba sorprendido con la convocatoria. Me figuré que Casa Real debía de haberlos amenazado con requisarles el título. Al cabo de media hora, vi acercarse al rey, zampándose un bocadillo de filetes empanados.
–¿Lo pasa bien, señor?
–Son unos cachondos –dijo, con una carcajada– pero, ¿es que no vamos a regatear o qué?
–Está todo previsto. Mire.
Señalé dos hidropedales fastuosos, uno rojo Ferrari y el otro blanco inmaculado. Don Juan Carlos gritó: "¡Para mí el del tobogán!". Agarró por el brazo a dos ricoshombres que me miraron con consternación y los arrastró hasta las barcazas.
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–¡No se olvide el protector solar!, grité, mientras se alejaba.
Volví a sentarme y escribí un SMS a Zarzuela: "progenitor neutralizado". Pasados unos segundos, recibí contestación: tres pulgares hacia arriba.
Su majestad surcaba el embalse con gallardía. Perseguía al otro bote que, espantado, huía del intento de abordaje. "Esta noche dormirá como un bendito", me dije. Unos metros más allá, unos condes empujaban a otro al agua. "Esperad, esperad", protestaba el desdichado, "¡que se me moja el toisón!". Abrí una latita de aceitunas con anchoas y recliné la tumbona con la satisfacción del deber cumplido.
–Majestad…, ¡majestad! Hemos llegado.