Ana María antes de Maruja Mallo, la única 'bruja' joven

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El salón de actos de la prestigiosa Revista de Occidente jamás había abierto sus puertas para acoger una exposición artística. Jamás hasta el 28 de mayo de 1928. Ese día, Ortega y Gasset, flamante director de la publicación, recibió con entusiasmo a la intelectualidad de la ciudad de Madrid que acudió en tropel a contemplar la obra de una joven pintora de 26 años que presentaba todo un conjunto de cuadros cuya temática sobrevolaba —cuando no penetraba hasta las trancas— las verbenas de pueblo y los divertimentos tradicionales y futuristas de los hombres y las mujeres españolas. A la joven que había detrás de aquellos diez óleos y muchas más estampas la definió muy bien el escritor y periodista Ramón Gómez de la Serna. "Allí estaba la autora pequeñita", decía, "con ojos de lince, la cabeza como una veleta de giros rápidos, apretada la nariz a la barbilla como un pájaro orgulloso de su nido de colores". Era Maruja Mallo (Viveiro, Lugo, 1902 - Madrid, 1995) y "si la posteridad fuera justa", tercia el doctor en Historia del Arte Manuel Antón en conversación con este medio, "hoy sería una de las artistas más recordadas y reconocidas del país".

El nombre de Maruja Mallo se cuela a menudo por las finas rendijas de las anécdotas de la Residencia de Estudiantes que dejan sus tres alumnos más célebres: Salvador Dalí, Luis Buñuel y, sobre todo, Federico García Lorca. Este último definió la exposición que llevó a Mallo a la Gran Vía madrileña, donde se encontraba la sede de la Revista de Occidente, como "los cuadros que he visto pintados con más imaginación, con más gracia, con más ternura y con más sensualidad". Los cuatro, junto a otros estudiantes como Pepín Bello, Margarita Manso y algunos más, formaban parte del meollo cultural e intelectual madrileño cuyos poetas y escritores, andando el tiempo, se conocerían como la Generación del 27. Además, Maruja Mallo fue —es y será— una sinsombrero. Y no cualquiera, sino una de las dos mujeres que, junto con Lorca y Dalí, protagonizaron el gesto que daría nombre a toda una generación de mujeres artistas, escritoras e intelectuales españolas.

"Parece que Mallo, Dalí, Lorca y Margarita Manso paseaban un día por la Puerta del Sol cuando decidieron retirarse sus respectivos sombreros", explica Manuel Antón, y continúa: "Lo importante es el gesto, el símbolo de descubrirse la cabeza". La propia Maruja Mallo explicó en un programa de televisión, muchos años después, que los cuatro miembros de la Residencia que se quitaron la prenda recibieron, ipso facto, insultos, vejaciones y hasta pedradas. Lo cierto es que la joven Maruja Mallo y sus cómplices habituales no solían dejar indiferente a nadie. Gómez de la Serna decía de ella que "daba la mano como tirando de la campanilla de la amistad con un zarandeo especial". Aquella primera exposición en la sede de la Revista de Occidente puso a Mallo en el mapa del arte español, pero fue solo el comienzo. Con el tiempo, conocería al escultor Alberto y a Benjamín Palencia y participaría en la que más tarde se llamó la Escuela de Vallecas. "Su arte fue sólido desde el principio, pero, como si de una paradoja se tratase, estuvo en formación constante", expone el doctor.

En aquel Madrid de las tertulias estaba creciendo una artista que era "la única bruja joven que he conocido", tal y como también la describió Gómez de la Serna. Había en ella la capacidad de transmitir tanto dentro como fuera del lienzo y de trabar amistad con las más grandes personalidades de aquel tiempo. Neruda, Alberti —con quien mantuvo una relación sentimental—, los ya citados Lorca y Dalí, Miguel Hernández —con quien también mantuvo una relación— y tantos otros discutieron, rieron, debatieron y, con el estallido de la Guerra Civil Española, lloraron y se exiliaron a la vera de Maruja Mallo.

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La calidad pictórica de Mallo es indiscutible, así como su aportación al surrealismo. Y no es que lo digan los entendidos, que también, sino que el máximo exponente del surrealismo, André Breton, no pudo evitar comprarle un cuadro a la gallega. Maruja Mallo viajó a París en 1932 y enseguida encajó en el ambiente vanguardista francés. Encandiló al poeta Paul Elouard y despertó un gran interés en el padre del surrealismo. Cuán magnífico tiene que ser El Espantapájaros para que Breton no dudara un segundo en hacerse con él. "La buena sintonía que tuvo con los surrealistas franceses", comenta Antón, "la llevó a plantearse no regresar a Madrid y desarrollar su carrera en París, pero decidió volver a España". Antes, eso sí, expuso en la parisina y prestigiosa Galería Pierre. A su regreso, los acontecimientos se precipitaron en España. Ella misma contó, en una entrevista para la televisión, cómo fue la última vez que vio a su amigo Federico García Lorca.

Y ya, la tercera vez que oímos un timbre, dijo Neruda a Amparo Montt [...] que fuéramos ella y yo a abrir la puerta y era Federico. Y al asombro de ver a Amparo Montt, que estaba vestida de bandera argentina entre toda la selva, nos hizo entrar y dijo: "Maruja, toma la mano de Amparo", al mismo tiempo que él tomaba la otra. Y dirigiéndose a todos los presentes dijo: "Esta bandera nos custodiará algún día". A los ocho días salía Federico para Granada para recoger su equipaje y reunirse con Margarita Xirgu en Buenos Aires y jamás lo volvimos a ver. Y todos ya nos fuimos cada uno a pasar el verano a un sitio y entonces fue cuando estalló la Guerra Civil.

 

Margarita Mallo, la única ‘bruja’ joven que conoció Gómez de la Serna, fue, ya desde muy pronto, observadora, algunas veces; participante, otras, y a menudo protagonista de los acontecimientos más relevantes de la historia de España. Maruja Mallo fue figura del surrealismo y emancipadora de la mujer. Fue moderna, genial, rebelde y exiliada.

El salón de actos de la prestigiosa Revista de Occidente jamás había abierto sus puertas para acoger una exposición artística. Jamás hasta el 28 de mayo de 1928. Ese día, Ortega y Gasset, flamante director de la publicación, recibió con entusiasmo a la intelectualidad de la ciudad de Madrid que acudió en tropel a contemplar la obra de una joven pintora de 26 años que presentaba todo un conjunto de cuadros cuya temática sobrevolaba —cuando no penetraba hasta las trancas— las verbenas de pueblo y los divertimentos tradicionales y futuristas de los hombres y las mujeres españolas. A la joven que había detrás de aquellos diez óleos y muchas más estampas la definió muy bien el escritor y periodista Ramón Gómez de la Serna. "Allí estaba la autora pequeñita", decía, "con ojos de lince, la cabeza como una veleta de giros rápidos, apretada la nariz a la barbilla como un pájaro orgulloso de su nido de colores". Era Maruja Mallo (Viveiro, Lugo, 1902 - Madrid, 1995) y "si la posteridad fuera justa", tercia el doctor en Historia del Arte Manuel Antón en conversación con este medio, "hoy sería una de las artistas más recordadas y reconocidas del país".

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