¿Estamos bien o estamos mal? Estamos mal

Antonio Estella

El último optimista que quedaba en el mundo se acaba de rilar. Efectivamente, en el libro que ha publicado Philipp Felsch recientemente (Febrero de 2024), Jürgen Habermas nos dice que “actualmente, todo a lo que había dedicado mi vida se está desvaneciendo”. Sin embargo, en una conocida canción de trap (es verdad que tiene ya unos años), Bad Bunny nos dice “que estamos bien; todos los míos están bien”. ¿Estamos bien o estamos mal?

Creo que el cambio de posición de Habermas es muy esclarecedor. Estamos, efectivamente, mal. El mundo que conocíamos se está, no ya licuando, como diría, antes que Habermas, Zygmunt Bauman, sino que se está evaporando. ¿Cuáles son los riesgos que tenemos por delante? ¿Por qué tenemos que mirar al futuro con consternación? Me parece que la humanidad está confrontando, al menos, los siguientes cinco problemas:

En primer lugar, la crisis del modelo neocapitalista. Es evidente que estamos ante un fin de ciclo. Las promesas del modelo económico imperante desde la segunda guerra mundial ya no pueden cumplirse. Esto es independiente de la ideología que tenga cada cual. Si miramos con detenimiento lo que está ocurriendo en el sistema económico, llegamos a la rápida conclusión de que cada vez menos gente cree en él.

Es, hasta cierto punto, normal que nuestros estudiantes asistan abúlicos a las clases que les damos los profesores: tienen la sospecha de que lo que les enseñamos no valdrá de nada en poco tiempo. Nadie verbaliza de manera muy clara esta sospecha. Nadie sabe qué es exactamente lo que no funciona. Pero todos piensan que ya no funciona.

Muchos de nuestros alumnos, de nuestros jóvenes, no es que crean, sino que están convencidos de que vivirán peor que sus mayores. De hecho, ya están viviendo peor que sus mayores. Con carácter general, la perspectiva que les ofrece el sistema es, cuando menos, incierta.

Por otro lado, nadie sabe cuándo el sistema acabará de colapsar. Probablemente no colapsará de golpe, en un acto, un día cuando nos levantemos por la mañana y estemos tomando un café, o a la sazón, un té. Lo que veremos será, probablemente, una degradación paulatina, progresiva, que actuará de manera impredecible, con momentos de degradación seguidos de momentos de esperanza a los que les seguirán otros momentos de degradación.

Como en todas las transiciones, dará pie, poco a poco, a otro sistema, a otro modelo; el problema es que no sabemos qué otro sistema sustituirá al actual. No tenemos ni idea. Por tanto, doble incertidumbre: ¿Cuándo acabará de morir nuestro sistema? ¿Y cuál será su sustituto?

En segundo lugar, la crisis climática. Creo que ya podemos decir, sin miedo a que nos tachen de fatalistas, que existe un consenso científico lo suficientemente extenso como para afirmar que el propio modelo económico que ha imperado en nuestras sociedades en los últimos 50 años es el responsable directo de la crisis climática que estamos padeciendo en estos momentos.

Por otro lado, no sabemos si es muy tarde para actuar o si podemos todavía hacer algo. Nadie lo sabe, hay opiniones para todos los gustos. En cualquier caso, de ser lo segundo, daría igual, porque las respuestas que se están proponiendo e implementando son, si hacemos caso a los mismos científicos que nos dicen que actuemos, tremendamente tímidas, cuanto no timoratas. El punto 2 tiene que ver con el punto 1, como es natural: todo el mundo tiene miedo a sobrerreaccionar.

Si actuamos demasiado, igual nos acabamos de cargar el sistema económico, que sigue siendo la prioridad. Entre la lucha contra el cambio climático y el mantenimiento del sistema económico tal y como lo conocemos, no hay opción: el segundo se lleva por delante al primero.

No actuamos porque estamos aterrorizados de miedo al no saber cuáles pueden ser exactamente las consecuencias de nuestra actuación. Los más cínicos nos dicen: si esto se va a acabar, disfrutemos hasta el final y a tope. Qué más da, al fin y al cabo, ya nada se puede hacer.

En tercer lugar, la crisis de la gobernanza mundial. Tenemos dos guerras ante nuestras mismas puertas y no somos capaces de ponerles coto. Han saltado literalmente por los aires las costuras del sistema de gobernanza que se había establecido después de la segunda guerra mundial. Estados Unidos es un viejo enfermo y la Unión Europea es un joven que expresa todos los miedos e incertidumbres que padece nuestra propia juventud: piensa que va a vivir peor de lo que lo hicieron sus mayores, con lo cual, ¿por qué empeñarse a fondo?

Antes se pensaba que la democracia podía domesticar al sistema económico. Ahora sabemos que el sistema económico cabalga a lomos de la democracia, la dirige, o mejor, la dirigía, porque ahora el jinete está también desbocado

La guerra de Ucrania es un conflicto por la hegemonía europea, y la guerra entre israelíes y palestinos es algo mucho más profundo que tiene que ver sobre todo con una determinada visión del mundo, con una determinada cosmología. Es una guerra mucho más que cultural, es una guerra que podíamos llamar ontológica, de concepciones del ser y del mundo. El caso es que nadie puede parar ninguna de las dos. El potencial que tienen ambas como acelerador de confrontación es brutal. Y no es que no nos demos cuenta de ello; es que somos impotentes, pensamos que nada podemos hacer.

En cuarto lugar, la crisis de la democracia. Nadie confía en las instituciones democráticas. Lo miremos como lo miremos, el problema de confianza institucional que tenemos planteado es de proporciones alarmantes. Se ha evaporado la confianza en las instituciones, nadie cree ya que las instituciones democráticas sirvan para hacer democracia. Con esta alarmante pérdida de la confianza nada se puede hacer.

La confianza es la argamasa de la sociedad. Es la base sobre la que se construye la democracia. Es la masa con la que se elabora la fábrica social y política. Sin democracia, entramos en una zona desconocida completamente. El punto 4 tiene que ver con el punto 1. Antes se pensaba que la democracia podía domesticar al sistema económico. Ahora sabemos que el sistema económico cabalga a lomos de la democracia, la dirige, o mejor, la dirigía, porque ahora el jinete está también desbocado.

Ocurre lo mismo que en el punto 1: nadie ha inventado, por el momento, un sistema alternativo. La vuelta a las comunidades primitivas, un sistema de autoabastecimiento en lo económico y en lo político, casi nos sitúa en una especie de escenario distópico a lo Mad Max, ante lo que solamente cabe sonreír, o quizá llorar. Las alternativas son simplemente patéticas.

Por último, la crisis de la Inteligencia Artificial. Me dirán que esto es contingente, o que se puede insertar en todos los apartados anteriores. Sin embargo, creo que es importante darle a la crisis que puede venir de la mano del desarrollo de la IA su sitio en este drama.

Hace poco, uno de los inventores de la Inteligencia Artificial decía que siempre que había habido interacción entre dos agentes, el más inteligente se había llevado el gato al agua, y el menos inteligente había perdido. El sistemático exterminio de nuestra flora y fauna tiene una explicación que, directamente, tiene que ver con ello. Pues bien, de la misma manera, no podremos ganar a la IA cuando ésta esté completamente desarrollada.

El human-in-the-loop-approach, es decir, el señor/a que está detrás de la IA para darle al botón de desconexión, no valdrá, en poco tiempo, de nada. La máquina, al ser más inteligente, le acabará convenciendo de que no debe ser desconectada. También le acabará convenciendo de que debe tomar decisiones que al ser humano le puedan parecer contra-intuitivas o de cómo debemos gobernar nuestros sistemas políticos y económicos. Estamos ante un reto del que no hemos ni siquiera empezado a ver sus dimensiones reales.

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Antonio Estella es catedrático Jean Monnet "ad personam" de Gobernanza Económica Global y Europea en la Universidad Carlos III de Madrid.

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