Patricia López Arnaiz protagoniza ‘Nina’, un estimulante western a lo ‘Kill Bill’ en el País Vasco

El cartel de 'Nina'.

Cuando de repente Ana descubría que tenía una doble, y que esta andaba desempeñando por ella todos sus compromisos laborales y familiares, el primer impulso no era tratar de recuperar su vida. Al contrario, el personaje de Ingrid García Jonsson lo veía como una oportunidad para empezar de cero, para reclamar una nueva identidad, y el nuevo nombre que elegía para ella era Nina. El desencadenante de Ana de día, debut con el largo de Andrea Jaurrieta, tiende pues un puente obvio con la segunda película, titulada Nina. Como Nina es el título de la obra de teatro de José Ramón Fernández en la que se inspira libremente. Como Nina se llamaba, también, uno de los personajes de La gaviota de Antón Chéjov, obra coral que a su vez inspiró a Fernández.

La Nina de Ana de día decidía convertirse en bailarina nocturna, mientras que las tres Ninas sobre las que pivota la nueva película de Jaurrieta son actrices. La Nina que interpreta Patricia López Arnaiz, en particular, es una actriz que parece haber triunfado en Madrid y que vuelve al pueblo de su infancia en el País Vasco, donde naturalmente le reconocen por la calle y le ofrecen dar el pregón de las fiestas patronales. Con lo que el nombre Nina, en la breve filmografía de la navarra, apunta siempre a algún tipo de régimen de representación. Una disociación de la realidad que sin embargo es cercada constantemente por ella, amenazando con derribar el artificio: al igual que Nina vuelve a ser una niña para la gente del pueblo, lejos de la capital donde pudo ser otra persona, el plan de ser otra persona de la protagonista de Ana de día también estaba abocado al colapso.

Esta dialéctica quedó retratada de forma más clara en Ballenas aplastadas por el hielo, mediometraje que Jaurrieta dirigió entre Ana de día y Nina. Ballenas aplastadas por el hielo se apartaba de la ficción para centrarse en las vivencias de unos artistas escénicos —entre ellos la propia directora—, contraponiendo sus ejercicios teatrales y la búsqueda de un espacio para desarrollarlos con una asfixiante rutina diaria. Al concretar la crisis de 2008 como la razón de que estos jóvenes precarios lo tuvieran tan difícil para expresarse artísticamente, Jaurrieta confirmaba el aliento furiosamente generacional, millenial, de Ana de día. ¿En qué otro momento histórico, ante la aparición de un doble, aprovecharíamos para abandonar nuestra vida y buscar una nueva? Quizá solo en este, cuando todo es agotador, cuando no tenemos control alguno sobre dicha vida.

Ana se arrojaba entonces a los brazos de la ficción, esperando que ahí —pasando a ser Nina en lo desconocido, en el reinicio— se sintiera más libre y plena. Y así es, quizá, como deberíamos entender Nina. La película podría parecer rupturista dentro de los presupuestos creativos de Jaurrieta, porque pese al hecho de que su protagonista sea actriz y la trama surja de un complejo trasvase literario, narra algo mucho más sencillo y lineal que Ana de día. Lo que ha conducido a Nina de vuelta a su pueblo vasco es la venganza: se ha hecho con una escopeta y busca tener una reunión catártica con el hombre (Darío Grandinetti) que le arruinó la vida cuando era adolescente. Nina, pues, es la ficción por la ficción. La evasión. Lo que buscaban Ana, la propia Jaurrieta y sus compañeros cuando se sentían sobrepasados por esa existencia decepcionante post-2008.

Es socorrido acudir a Quentin Tarantino para abordar la propuesta. Empezando por lo obvio: el argumento suena a Kill Bill y la mujer vengadora viste de forma monocromática tanto en el póster como en algunas escenas —Uma Thurman de amarillo como Bruce Lee en Juego con la muerte, Patricia López Arnaiz de un rojo omnipresente—, pero hay más. La afloración de citas cinéfilas en la obra de Tarantino, si bien sujetas a un entendimiento posmoderno del relato, nunca desvirtúan la emoción básica que la película quiere despertar. Desde el reconocimiento íntimo o colectivo, lo que hacen es amplificar su alcance. Y lo mismo hace Nina. Las tensiones que Jaurrieta había mostrado en obras anteriores, así como su apego a una realidad mundana, han sido resueltas. Nina, un estilizado y sencillísimo thriller de venganzas, es lo que queda al final del camino.

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Por eso la adscripción genérica de la película oscila entre el western, el drama intimista o el casticismo rural según le venga bien a Jaurrieta, según lo que mole. Por eso López Arnaiz, más que interpretar, posa, en busca de una iconicidad que encuentra felizmente gracias a la conflagración de estímulos audiovisuales: el cuidado uso del color, el montaje fragmentado merced de la iracunda subjetividad de Nina, la histriónica música de Zeltia Montes firmando otra gran partitura tras su espléndido trabajo en Que nadie duerma. Nina tiene las hechuras en fin de un ejercicio de estilo, cuidadosamente vacuo, dependiente de una puesta en escena potente para disimular que no tiene mucho que contar. Aunque lo poco que cuente sea de lo más entretenido.

Nada de lo cual implica que su escritura no esté afinada, por otro lado. El trauma que espolea la venganza de Nina linda con el grooming, la pederastia y el silencio cómplice de todo un pueblo, inyectando credibilidad a la historia así como un nuevo abanico de resonancias culturales. El personaje de Grandinetti, como dramaturgo elegante y cultivado, charlatán, respetado socialmente, supone un atinado ataque hacia otras formas de capital social en las que puede ampararse la violencia contra las mujeres, enlazando la Nina de Antón Chéjov con el Humbert Humbert de Vladimir Nabokov en Lolita. La rabia que siente Nina por los abusos sufridos, exaltada por el aparato audiovisual y el rojo que la representa, tiene plena justificación y otorga un peso especial a la película. No especialmente realista —aunque se deposite cierta atención en las torpezas de Nina como vengadora amateur— pero sí muy potente a nivel dramático.

Nina deja entrever, en ocasiones, que su principal motivación es el ornamento y no la necesidad de contar algo. Se nota en la errática descripción de las dinámicas del pueblo, o en el efectismo grueso de su desenlace. Aún así no llegan a ser grietas determinantes, que comprometan el embrujo o la alegre conclusión de que, finalmente —y esto es lo que ante todo hay que celebrar de Nina—, una cineasta de talento enorme ha logrado perderse en las imágenes.

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