Teatro
La crisis de los 40 de la democracia
40 años de paz. Los que se atribuían Franco y el franquismo con una imaginación desbordante para oponerse a la pérfida y beligerante república que había pedido a voces un alzamiento nacional. Los del extraño reposo de cuatro décadas tras la muerte tranquila del dictador. Los 40 años de paz ideados por el guionista y director teatral Pablo Remón (hasta el 29 de noviembre en los Teatros del Canal de Madrid, y de nuevo en febrero en alguna sala de la capital). Los de sus personajes Ricardo, Ángel y Natalia, tres hermanos nacidos en torno a 1975 que comparten una madre sobreprotectora y un padre ausente, un militar franquista que murió ahogado en la piscina.
No es una referencia sutil, admite Remón, ni pretende serla. Tres hermanos de la edad de la democracia que sufren aún el peso de un general pater familias, autoritario y tan presente vivo como muertopater familias. Franco, vaya. "No es ni siquiera un símbolo, es más obvio que eso. Hasta cierto punto, es el padre ausente que hemos tenido todos. Los que somos de mi generación no lo hemos conocido, o hemos pasado pocos años con él", dice el director, un joven de 40 nacido en 1977. Su generación es la de Pablo Iglesias o Albert Rivera, por cierto. Pero también la de Pablo Messiez, Paco Bezerra, Alberto Conejero, dramaturgos y directores que tienen sobre ellos la responsabilidad de levantar el próximo teatro español. Una parecida a la que el general le encomienda a uno sus hijos en la obra: "Arreglar España".
La necesidad de poner en cuestión a la primera generación nacida en democracia llegó de una manera sencilla (¿campechana?). Había que fijar fecha de estreno para su segunda obra, tras el éxito de La abducción de Luis Guzmán (en el Teatro Lara hasta el pasado febrero), y resultó que caía en torno al 20-N. Entonces llegó la certeza de que su vida y la de sus coetáneos tenía mucho que ver con la de la joven democracia española: "Me pareció que podía mezclar la historia de estos personajes con la Historia con mayúsculas. La democracia está teniendo también una crisis de los 40. Te replanteas lo que has vivido, y pones el foco en cosas que no te habías planteado".
Pero venía también de una observación. Las siguientes generaciones, las de los nacidos bien entrados los ochenta, parecía haberse activado políticamente durante la crisis de forma mucho más obvia que la suya. "Cuando tenía 20 años, en mi círculo no se hablaba de política porque se veía algo antiguo", admite. ¿Por qué? ¿Qué trauma familiar-generacional pesaba sobre los cuarentones? "En los 90, parecía que el franquismo no había pasado, que se había superado con la movida y las Olimpiadas de Barcelona", reflexiona. Le ha dado vueltas. Leyendo el libro de Javier Cercas, Anatomía de un instante, se le quedó una frase rondando en la zabeza: "Yo sé que no soy mejor que mi padre y que no voy a serlo". "Esta es una sensación que forma parte de envejecer y de hacerte adulto. Sabíamos que nuestros padres habían crecido con esa carga del franquismo, pero lo veíamos como algo lejano. Y eso para nada es así, Franco sigue presente. Queda un eco que ahora está empezando a desvanecerse", concluye.
No todo el mundo coincide con eso, claro. El periódico El Español publicaba un editorial el 20 de noviembre titulado "¿Qué queda del franquismo? Nada". Y le respondía Pío Moa loando las virtudes de la dictadura ("una paz, la más larga de la historia de España", "prosperidad", "soberanía", "valores morales") en un artículo en La Gaceta. "Es una cuestión de miedo, de no entrar en algo que es feo, que es lo que pasaba cuando yo era niño. Pero no ver la influencia del franquismo en la actualidad es no llamar a las cosas por su nombre", protesta. Y se queja de una ceguera que no existe en otros países de historias similares: "Nos da la sensación de que una dictadura es lo que hubo en otros sitios [eso afirma la Fundación Nacional Francisco Franco, por ejemplo]. Y no, lo que pasa es que aquí, por lo que duró y cómo estaba enraizada, queda mucho más de lo que queremos ver. Y una prueba de eso es que haya tanto rechazo a volver hablar de eso".
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Un padre fallecido pero presente, decíamos. Y tres hijos que tratan de librarse de su espesa sombra, cada uno a su manera. Ricardo trabaja como abogado en un importante bufete. Su vida —una tercera parte de un relato tejido de manera coral— transcurre entre discotecas, bares de café a cuatro euros, oficinas de amplias cristaleras, azoteas estratosféricas. Natalia es actriz, compra en tiendas de productos ecológicos, hace el paseo de rigor por la Latina y no se pierde un concierto. Ángel es otra cosa: poeta maldito, exdrogadicto, vive con su madre en la casa familiar. "Son tres formas de lidiar con el mismo problema", dice su creador. Ricardo se empeña en reproducir la fuerza militar del padre. Natalia vive en una fantasía para no asumir lo vivido. Y Ángel... La reacción de Ángel no es muy esperanzadora: "Es el más lúcido y el más consciente de lo que significa su pasado". Pero también el que más sufre el conflicto.
Lo que significa el pasado. "El pasado cuenta el presente, nos cuenta", escribe el director en sus notas. "Ricardo y Natalia, que son los que están más en el presente, parece que han avanzado, pero no es así. Se han inventado un mundo. No saben quiénes son", insiste por teléfono.
Y eso es culpa de la piscina. La balsa ciega de la casa familiar que ocupa el centro del escenario, en algún momento limpia y cristalina, pero ahora llena de objetos acumulados durante décadas. Allí, una jaula, allí un uniforme militar. Una piscina emponzoñada que nadie ha limpiado. "No hemos fumigado y desenterrado ese pasado. Hagamos lo que hagamos, estemos donde creamos estar, tenemos ese fondo corrupto", dice. Una corrupción agravada por el consumismo capitalista, que ha ido haciendo crecer la montaña con "productos que compramos y tiramos y nos distraen de lo importante". El pasado, el presente, y una piscina. A ver quién se atreve a limpiarla.