Ensayo
El territorio del mito
El tenedor. Para el escritor y periodista Sergio del Molino (Madrid, 1979), este objeto de uso diario es un ejemplo perfecto del fenómeno que retrata en La España vacía. Viaje por un país que nunca fue (Turner), su nuevo ensayo. En inglés, se dice fork; en francés, fourchette; en italiano, forchetta; en holandés, vork. Todos remiten a la horca: el tenedor sería como ese tridente de madera utilizado por los campesinos para levantar paja, pero en pequeñito. En alemán, gabel significa tanto uno como otro. Igual sucede con gaffel en escandinavo, o gaffal en islandés. En español no. En español se dice tenedor. Como la persona que tiene, que posee. Del Molino explica que la herramienta se popularizó más tarde que en los países del entorno, ya en el siglo XIX, y que entonces era casi un capricho de señoritos, un signo de distinción que no llegó a ganaderos y agricultores hasta el XX. ¿Cómo ponerle a aquel sofisticado instrumento un nombre que remitiera a los bárbaros rurales, aquellos que se arreglaban bien con “la cuchara para las migas y el cuchillo para el queso”? El escritor ve en esta particularidad etimológica una “historia de elitismo y desprecio” de la urbe hacia el campo. De eso trata La España vacía. De las narraciones y los mitos en torno a esa gran extensión del Estado que reposa sobre la Meseta, un espacio despoblado, con grandes distancias entre caserío y caserío, mal comunicado, totalmente ajeno a la ciudad y viceversa.
Del Molino recuerda, a través de las páginas de su primer gran ensayo, las películas de Paco Martínez Soria (La ciudad no es para mí, Abuelo made in Spain…), narraciones del éxodo rural y el desarrollismo, la acidez de El Quijote, los crímenes de la España negra, Las Hurdes de BuñuelEl Quijote, Las Hurdes, las misiones pedagógicas, el paisaje romántico de Bécquer, los Campos de Castilla de Machado, los libros de viajes del XVIII y XIX, los noventayochistas, y aún le sobra tiempo para mencionar a Extremoduro o a cierta literatura reciente que recupera el mundo rural como paisaje (Julio Llamazares, Jesús Carrasco…). Casi todos ellos tienen algo en común: son relatos creados desde la ciudad o por urbanitas, sin la voz ni el permiso de la gente de la que hablan. Y resulta que Sergio del Molino habla también desde la ciudad, Zaragoza, donde vive: “Esta es una de mis preocupaciones como escritor [en sus anteriores novelas, La hora violeta (2013) o Lo que a nadie le importa (2014)]: ¿quién cuenta la vida, y desde qué punto de vista? Hay una usurpación del discurso, y el periodismo tiene mucha culpa. Me preocupaba contar la historia de gente que ha sido silenciada en la historia del país, y ejercer de portavoz. Si hubiera hecho una novela, habría caído en esto. Pero escribiendo un ensayo podía identificar qué discursos se habían construido y cómo esta gente había intentado fraguar su propio discurso”.
Un momento. Cuando hablamos de “esta gente”, ¿de quién hablamos? Al inicio del ensayo, el autor establece los límites de su España vacía, que abarcaría Extremadura, Castilla-La Mancha, Aragón, La Rioja y Castilla y León, con el “agujero negro” de Madrid en el centro —y algunas regiones asimilables a este espacio, como las sierras andaluzas o el interior valenciano, gallego, asturiano y cántabro—. Del Molino echa cuentas: si en España viven 46'4 millones de habitantes, en este espacio habitan 7'3 millones. Quitando capitales de provincias y autonómicas, quedan en 4,6 millones. El 10% de la población española vive en esa España vacía de la que se ha hablado durante siglos y a la que nadie ha dejado hablar. Del Molino intenta darle voz, o quizás más bien acallar y analizar los discursos mencionados, a sabiendas de que ese espacio está un paso más allá de agonizar: “Esa vida está perdiéndose. Hay una tendencia, que es que las capitales de provincias y los pueblos de más de 10.000 habitantes se mantienen, pero los pueblitos cada vez se hunden más. No hay nada que hacer con ellos. La España vacía ya no existe”. Si hubo alguna diferencia entre urbanitas y rurales, esa diferencia va a esfumarse por defunción de uno de los términos de la comparación.
Si hablamos de diferencias, hay que nombrar una que sostiene el ensayo del periodista. España, cuenta, es una rareza con respecto a los países de su entorno. Está más despoblada, y su tejido urbanístico no se basa, como en Francia y otros territorios centroeuropeos, en una concatenación de pequeñas ciudades, muy cercanas las unas a las otras. España tiene otro ritmo: grandes urbes con enormes espacios entre ellas, hasta hace poco muy mal comunicadas, y en el medio pueblos muy poco habitados y con grandes carencias de servicios con respecto a las ciudades. “Cuando Moisés llevó a los judíos al éxodo y vagaron cuarenta años por el desierto del Sinaí”, ilustra Del Molino, “deambularon por un territorio más pequeño que el que recorrió don Quijote en sus aventuras”. Por obra y gracia de la proyección Mercator, que convierte los globos terráqueos en mapamundis, quizás este detalle se nos olvide. Pero España es muy extensa, más que Finlandia y que Alemania.
Más iglesias que escuelas, más historia que vida
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En ese contexto, el discurso de un territorio atrasado y cavernícola (como el que dibujan las crónicas de la España negra hasta el crimen de Fago, pero también Cervantes o Cela) o el de un territorio puro, honesto y casi místico (el de Azorín, Unamuno, Machado, pero también Bécquer o el carlismo) tiene muchas más posibilidades de arraigar. Y el mito llega hasta hoy. Del Molino no siente mucha simpatía por los neorrurales, esos urbanitas que regresan al campo –no son muchos, pero se les ve en la televisión y los periódicos de tanto en tanto— tratando de encontrar la tierra prometida: “Su perspectiva es la del exotismo, como los hippies que se iban a la India. Lo que les atrae del campo no es lo que tiene de familiar, sino lo que tiene de exótico. Y proyectan sobre él un pensamiento mágico, el mismo que aplican sobre la homeopatía o el curanderismo. No es la expresión de un retorno, sino de una huida”. Pervive en ellos, opina, la misma concepción de un campo puro, un buen salvaje no contaminado por la Babel, que tenía Hitler con respecto a Baviera o los fascistas españoles con respecto a Castilla.
Con la misma consecuencia, la mitificación, pero desde otro punto de vista totalmente distinto, está el carlismo, una de las formas de construcción del mito que más ha sorprendido al autor, ya sea porque es, en general, menos conocida, o porque es de las pocas que parecían salir del propio entorno rural. Más allá del relato de un carlismo reaccionario, el autor ha descubierto “el carlismo como una historia de un resentimiento, de una España que se sentía al margen de la modernidad. Era la manifestación de un desprecio”. El carlismo –sobre el que echa de menos una “indagación seria”, alejada de su imagen “ridícula”— dio autoestima, cuenta, a gente que no la tenía, les dio la posibilidad de poner ante ellos “un espejo en el que no se vieran deformes y monstruosos”. Y, además, opina que ha tenido más pervivencia cultural de la que podría parecer: “Es la victoria de los derrotados. Ves las distintas regiones, con todas sus instituciones, los fueros… y yo pensaba en los dirigentes carlistas. Un carlista moderado no vería mal la España de las Autonomías”.
Si pervive, de alguna manera, ese discurso, también lo hace la animadversión de la ciudad hacia el campo. El autor lo ve en la insistencia en que la rural es una España subsidiada, en la que se gasta dinero inútil a través de las diputaciones, o que engaña a la ciudad con programas como el PER andaluz. “En buena parte sí está subsidiada”, admite Del Molino, “Pero no tienen otra posibilidad. Viven ahí, no tienen un tejido económico, ¿vas a dejar que se mueran de hambre? El Estado debe ampararles de alguna forma. Lo que es cuestionable es cómo lo ha hecho, que es con redes clientelares, desde el franquismo”. No ha encontrado ninguna solución. Esos rurales escasos y dispersos seguirán ahí un tiempo, ignorados o deformados por los urbanitas. Un tiempo, porque luego, pronostica, desaparecerán. La España vacía sigue goteando.