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Los diablos azules

Frankenstein

Poster promocional de 'Frankenstein' (1931).

Luisgé Martín

Mi adolescencia —quizá también mi madurez— estuvo llena de prejuicios y simplificaciones. Ésa es la razón por la que tardé tanto tiempo en leer Frankenstein, que luego, andados los años, acabaría convirtiéndose en uno de mis libros de cabecera: de cabecera del corazón, porque me sigue emocionando y fascinando a partes iguales; y de cabecera profesional, porque mis deudas literarias con él han ido creciendo. Cuando tenía dieciséis o diecisiete años, sin embargo, me daba cierta aprensión gastar mi tiempo leyéndolo: teniendo como tenía tantas lecturas "serias" pendientes, no era razonable dedicar las horas a un libro de terror, de monstruos, de fantasías juveniles.

Lo leí a los veinte años, vencido por la fuerza de una recomendación insoslayable que me hizo un amigo. Lo he leído luego dos veces más, punteando como un diapasón las épocas de mi vida, el curso de la edad, el envejecimiento. Y siempre me ha parecido, entonces y luego, una maquinaria literaria fascinante: por su simpleza alegórica, por su brutalidad y por su belleza. Probablemente es —junto con otra obra de terror, de monstruos y de fantasías juveniles como El extraño caso del doctor Jeckyl y Mr. Hyde— el libro en el que mejor he encontrado pintadas las oscuridades humanas que tanto me interesan como escritor.

El monstruo que crea el doctor Frankenstein no tiene nombre. Tiene alma, pero no tiene nombre. Y él, que tantas cosas reclama en la novela, nunca reclama eso. Nunca pide que le den una identidad. Acostumbramos a llamar Frankenstein a esa criatura remendada, pero Víctor Frankentein es su creador, el ambicioso científico que quiere robarle a los dioses el poder de crear vida.

Esa falta de nombre es la piedra angular de todo lo demás. No tiene historia, no tiene biografía, pero sobre todo no tiene ninguna capacidad para encontrar afecto humano y construirse a sí mismo a través de él. Probablemente nadie ha creado nunca un personaje más abandonado y triste que éste de Mary Shelley. Una criatura bondadosa que, al encontrar en el mundo sólo aborrecimiento, se vuelve malvada. Lo dice transparentemente: "Soy malo porque soy desgraciado. ¿Acaso no me odia y rechaza toda la humanidad?". Y justo después, la pregunta que encierra toda la historia de la ética universal: "¿Por qué debería tener compasión de alguien que no la tiene por mí?". 

Frankenstein es una novela sobre la compasión. Sobre la dificultad de la bondad del miserable. Leída hoy, y sin voluntad de hacer interpretaciones demagógicas, alumbra algunos de los enredos sociales que tenemos y que comprometen tanto al malvado como al que le abandonó antes. Siempre he creído que algunos de los males de la vida tienen un trazo muy sencillo: Mary Shelley lo dibuja a la perfección, sin floreos. "Soy malo porque soy desgraciado".

Pero en Frankenstein hay además un aluvión de asuntos mayores. El de la belleza y la fealdad, por ejemplo, que marca la vida de las personas mucho más de lo que solemos aceptar. El de la identidad personal, con nombre o sin él: somos seres remendados emocional y culturalmente, fabricados con retazos de otros. El del aprendizaje y el conocimiento. El de la venganza como motor de vida. Y el gran asunto, el asunto mayúsculo: la muerte, "un estado que temía pero que no entendía", dice el monstruo.

En aquella ya célebre noche de Villa Diodati, Mary Shelley concibió un monstruo que se parece a otro de mis monstruos favoritos: King Kong. Los dos buscan amor. El gorila, de una manera más animal, raptando a una mujer hermosa. El monstruo de Frankenstein, mucho más inteligente y planificador, rogando al doctor que le cree una compañera con la que poder salvar su alma. Jura lealtad y jura misericordia: no volverá a matar a nadie, se apartará a parajes desiertos y vivirá felizmente con su novia monstruosa. Ni uno ni otro consiguen su deseo. No entra en el orden del mundo que las bestias reciban amor.

El cine ha desvirtuado la imagen del monstruo de Frankenstein. Boris Karloff, con tornillos en el cuello y costuras en la piel, se parece poco al que Mary Shelley, mucho más terroríficamente, describió: "Sus miembros eran proporcionados y había elegido rasgos que fueran bellos. ¡Bellos! ¡Dios mío! Su piel amarilla apenas tapaba los músculos y las arterias que cubría. Sus cabellos eran largos y de un negro lustroso, sus dientes de un blanco perla, pero toda esta exuberancia no hacía más que crear un horrible contraste con esos ojos acuosos, del mismo color que las órbitas pálidas en las que estaban insertados, con su piel marchita y sus finos labios ennegrecidos". Es decir, una monstruosidad mucho más abisal, incomprensible e impalpable. Tanto que ningún humano puede contemplarla sin sufrimiento.

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"Todos los hombres odian a los desgraciados", dice el monstruo. La pregunta sigue aquí, hoy: ¿todos los hombres odian a los desgraciados? Es fácil decir que no, que hay seres humanos bondadosos y entregados precisamente al cuidado de los más infelices. Pero Mary Shelley —y yo como su discípulo— cree que es mentira, que todo es cuestión del tamaño de la desventura. A algunos desgraciados sí les odian todos los hombres.

*Luisgé Martín es escritor. Su último libro es 'La vida equivocada' (Anagrama, 2015). Luisgé MartínLa vida equivocada

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