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¡Es la crisis! ¡Más Europa!

La sentencia del Tribunal de Luxemburgo de la Unión Europea (UE) en la que se señalan los fallos de nuestra Ley Hipotecaria constituye un ejemplo perfecto de cómo, durante muchos años, se generaba en España el apoyo al proyecto de integración. Una mayoría de ciudadanos percibía que nuestro sistema político no funcionaba demasiado bien, por lo que transferir soberanía a Europa no era un gran sacrificio. Desde su capital, desde Bruselas, las cosas se harían igual o mejor que aquí. Por eso, a nadie le preocupaba demasiado que la UE fuera adquiriendo mayores competencias.

En el caso de la Ley Hipotecaria, los dos grandes partidos no han sabido reaccionar ante el problema de los desahucios, a pesar de una intensa y continuada presión popular para que hicieran algo. Las instituciones españolas, sobre todo el Parlamento, han fallado a la ciudadanía y ha tenido que ser la UE la que finalmente dijera lo que ni PP ni PSOE se atrevían a admitir, que la actual Ley es injusta y abusiva.

Cuando las cosas funcionaban así, cuando Europa era una instancia desde la que se introducían reformas y regulaciones que el sistema político nacional no era capaz de adoptar por sí mismo, el apoyo a la UE era abrumador en la sociedad española. Lo mismo sucedía en los otros países del sur de Europa, Portugal, Italia y Grecia. El europeísmo de estos Estados descansaba en la desconfianza de la población hacia las instituciones nacionales y en la confianza hacia las supranacionales. En un estudio que realicé hace ya unos años, mostré que para entender el distinto grado de europeísmo de los países, la corrupción y el gasto social eran dos buenos indicadores: los países más corruptos y con menor gasto social eran los más pro-UE y viceversa. La razón es sencilla: si los políticos nacionales abusan del poder y no proporcionan bienestar a sus ciudadanos, estos prefieren que las decisiones se tomen en la UE. En esencia, esto es lo que viene a decir la gastada fórmula de Ortega y Gasset de que “España es el problema, Europa la solución”.

Resoluciones europeas positivas para España como la de los desahucios son más bien excepcionales en estos tiempos. Desde la llegada de la crisis, las políticas injustificadas y dañinas promovidas por la Comisión Europea, el Consejo de Ministros y el Banco Central Europeo han acabado con cualquier esperanza de que la solución a nuestros problemas esté en la UE. El dogmatismo de la UE en política económica parece ser hoy la principal amenaza a nuestra recuperación. Si al menos las políticas de ajuste vinieran acompañadas por planes de inversión en sectores estratégicos y en capital humano, habría algo de esperanza en que volviese el crecimiento. Pero no hay perspectiva de que estos planes de inversión vayan a llegar: el horizonte es más bien el de recortes sin fin, una economía deprimida y una recuperación de competitividad basada exclusivamente en una interminable devaluación interna.

Ante este panorama, no es de extrañar que la opinión pública de los países del sur de Europa y de Irlanda le haya dado la espalda a la UE. Tanto si se analiza la imagen que tienen los ciudadanos de la UE como los niveles de confianza en las instituciones europeas, los datos son desoladores: las mayores caídas se producen en España, Grecia, Irlanda y Portugal. La caída, aunque más pronunciada en estos países, es no osbtante generalizada: en el último Eurobarómetro, la encuesta periódica que realiza la Comisión, se constata que, por primera vez en la historia, las percepciones positivas y negativas de la UE están al mismo nivel en el conjunto de los 27 Estados miembro. Para la mitad de los europeos, la UE ha dejado de ser un proyecto de mejora.

En los países del sur, la opinión pública ya no cree en la fórmula mágica de Ortega. La mayoría de los griegos, italianos, portugueses y españoles piensa que sus países tienen un problema que la UE, lejos de solucionar, agrava. En estos momentos, no hay esperanza ni en una salida nacional ni en una salida europea. De ahí el deterioro del clima político y de las instituciones democráticas en estos países.

La socialdemocracia en el laberinto del euro. (Sobre ‘El dilema’ de Zapatero)

Todo esto contrasta con la actitud de las élites políticas e intelectuales españolas, que siguen presas de la ilusión europeísta. Su respuesta refleja a las quejas sobre el estado actual de cosas es que necesitamos “más Europa”, expresión que empieza a sonar como aquel “¡Más madera! ¡Es la guerra!” de la inolvidable escena final de Los Hermanos Marx en el Oeste.

Los europeístas no suelen extenderse demasiado a la hora de explicar el contenido de la expresión “más Europa”, aunque se entiende que es algún tipo de unión política. Sobre todo, no detallan qué condiciones hay realmente para lograr ese sueño, ni qué habría que hacer en caso de que “más Europa” no se traduzca en un avance sustantivo o este se produzca en la mala dirección. ¿Deberemos seguir esperando indefinidamente a la solución europea mientras el país entra en fase de desguace?

A mi juicio, es este europeísmo incondicional de las élites españolas lo que explica que a pesar de la situación límite en la que se encuentra España, no hayamos tenido hasta el momento un debate abierto e intenso sobre nuestra permanencia en el euro y sobre la posición que debería defender nuestro país en la UE. Es verdad que la cuestión del euro es endiabladamente compleja, pues la opción de salida entraña riesgos difíciles de cuantificar, por lo que mucha gente prefiere no oír hablar del asunto. Pero lo que desde luego no tiene sentido es que España no haya intentado hasta el momento establecer una coalición de países mediterráneos (más, idealmente, Francia) que haga frente a las demandas irrazonables que proceden de los países del norte y de las instituciones de la UE. En ocasiones parece que el europeísmo está siendo la coartada para que nuestro país acepte sin rechistar la imposición de unas políticas que nos dejan sin futuro.

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