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Los ladrones de esperanza

He leído que el Papa Francisco le dijo a los jóvenes presos a quienes acababa de lavar los pies en Jueves Santo que no se dejaran "robar la esperanza". Es ese mismo hombre que horas después le decía a los sacerdotes que tenían que salir "de sí mismos hacia la periferia porque se nos necesita allí donde hay sufrimiento". 

Son palabras hermosas, atinadas, que cualquiera podría pronunciar y suscribir. Ideas y propósitos que todos colgamos en nuestro zurrón de supervivencia para regalarlas a los demás y a veces hasta aplicárnoslas nosotros. Incluso en estos tiempos en que lo de robar suena cercano y además hemos descubierto que era mentira que la esperanza es lo último que se pierde. Seguimos intentando que no nos roben lo que nos queda.

También necesitamos agitadores solidarios, gente que se aplique al consuelo y la conciencia de quienes sufren los oprobios que se justifican y crecen en la crisis, y grite con ellos o por ellos. Muchos sacerdotes y religiosos llevan años haciéndolo, y padecen por ello presidio, tortura y muerte; también incomprensión desde su jerarquía eclesiástica y a veces hasta rechazo o denuncia. Curas de pueblo, de fábrica, de aldea o poblado que entienden su fe como renuncia personal, entrega a los demás y compromiso con quienes sufren. Curas ante los cuales la iglesia que dignifican y a la que casi nunca renuncian, no oculta su incomodidad. Molestan al poder civil y eso no es grato para el poder eclesiástico.

Y en esto llegó Francisco. Los gestos y palabras del último Jefe de Estado Vaticano elegido en la reunión secreta de hombres uniformados que aquí comenté hace unas semanas, están más cerca de aquellos curas comprometidos que él conoció en la periferia de Buenos Aires, que del ejercicio de la alta política terrenal ante el que tanto músculo muestra la Iglesia de Roma. Habla de sufrimiento, exige compromiso y actúa con humildad: lavar los pies a una docena de presos en la cárcel de Roma exige bastante más de esa virtud que hacerlo a otros tantos sacerdotes en San Juan de Letrán. Algo que resulta aún más digno de elogio cuando la humildad es hoy un bien individual y colectivo tan escaso.

La gente humilde escucha mejor a los demás, muestra capacidad para dialogar y entender sobre ideas o actitudes que no son propias; los humildes no condenan ni ejecutan al contrario por su diferencia, ni enarbolan su verdad como arma destructora, ni construyen mundos falsos ajustados a intereses propios.

Se me antoja por eso que tiene mucho trabajo Francisco dentro de casa, considerado además que la humildad es una exigencia debida a quienes profesan la fé católica. Supongo que lo hará. Parece sincero. Pero hay que hacer algo más que comunicación y marketing para alimentar esa esperanza que pide mantengan en propiedad los jóvenes presos. La iglesia que dirige ha agotado no poco crédito en épocas recientes, por su cercanía a poderes no siempre democráticos, por su freno a iniciativas y acciones de progreso al amparo de preceptos aparentemente más importantes que la humildad o la entrega, o por la dificultad para desapegarse de la política conspirativa y económicamente interesada de sus dirigentes principales. Hace tiempo que gran parte de la ciudadanía, católica incluida, identifica jerarquía eclesiástica con poder económico o político.

El nuevo Papa se muestra humilde y comprometido. Si de verdad mantiene ese norte y no se quiebra en la tormenta previsible como en gran medida le sucedió a Obama, es posible que algo empiece a cambiar en ese poder universal que es la Iglesia. Cambio que a todos nos afectaría seamos o no creyentes.

En caso contrario, el inesperado y humilde lavado de pies a los presos, tan llamativo y ejemplificador, quedará en un intento de lavado de cara que habrá contribuido decisivamente a robar un poco más la esperanza a esos a quienes el ex cura argentino animó a que la guardaran, y esa periferia visitada será la de las grandes autopistas que rodean las ciudades sin detenerse en sitio alguno a comprobar cual es el grado de necesidad y sufrimiento.

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