Desde la tramoya
78 muertos en Angola y otros efectos de la crisis
Llevo dos semanas de viaje. En Haití primero y en Angola ahora. Haciendo consultoría internacional como Monedero, aunque cobrando, calculo minuciosamente, un 4% de lo que cobró él por su informe confidencial de 425.000 euros. Entiendo que debo asumir que Monedero es catedrático y yo no, y que él sabe lo que no está escrito sobre uniones monetarias en el ámbito del ALBA, y yo debo ser gilipollas a tenor de mis honorarios. “La consultoría internacional”, nos ha dicho Pablo Iglesias, “se paga muy bien”. Y es verdad, yo no tengo la más mínima queja. Aunque añado que se paga especialmente bien si es bolivariana.
Pero no es el objetivo hablar hoy del conspicuo Monedero, sino de los anónimos 78 muertos de esta semana en Luanda.
La crisis, como la angustia y la pérdida, acentúan los instintos más conservadores (sí, he dicho instintos, porque la reacción está localizada originariamente en nuestra genética). La gente se vuelve más conservadora cuando hay problemas. En primer lugar, más religiosa. Aumenta la superstición y la devoción por lo sobrenatural. Se apuesta proporcionalmente más, por ejemplo, en juegos de azar. E incrementa la práctica religiosa, especialmente hacia las iglesias más conservadoras. Segundo, cotiza más el autoritarismo. Se aceptan golpes de mano inadmisibles en época de prosperidad. La sociedad busca referentes fuertes. Los superhéroes, es sintomático, nacieron en los años posteriores a la Gran Depresión. Y se exacerba también, en tercer lugar, el patriotismo. Las naciones se cierran en sí mismas (véase Cataluña para el caso español, o el enfrentamiento entre el norte y el sur de Europa a partir de la crisis financiera).
El resultado de la crisis económica ha sido nefasto también para los países llamados “en vías de desarrollo”, es decir, pobres. No sólo por el descenso de las cifras destinadas a la cooperación internacional, que fue drástico. Sino también por otros efectos adicionales, como la primacía de lo puramente económico sobre lo político (actitud típicamente conservadora), y la pérdida de fuerza de los organismos internacionales (por ese crecido nacionalismo, también conservador).
De manera que lo que uno encuentra en estos lugares hoy es sensiblemente distinto de lo que se veía hace una década. El internacionalismo genuino de otros tiempos ha dado paso a un cuestionamiento extendido del papel de los organismos internacionales, y ha abierto más el espacio de los intereses nacionales. A los haitianos ya no les resulta conmovedor ver a los cascos azules patrullando por las devastadas calles de Puerto Príncipe, porque se han acostumbrado a ellos. Y dan por sentado que si no es gracias al Banco Interamericano de Desarrollo o al Banco Mundial, no tendrían esa subestación eléctrica que ha reducido los apagones, o la planta de depuración de agua que reduce las estadísticas de cólera.
Ahora a los gobiernos de esos países les fascina más bien el nuevo rol de China, Venezuela o Cuba, bien sea por sus inversiones posibles, o por sus donaciones en especie, que generalmente están íntimamente ligadas, como ambas lo están también a la corrupción en sus gobiernos. Como el lector puede imaginar, los estándares de una conversación entre un delegado del BID, del Banco Mundial, de USAID (la cooperación estadounidense) o de la Unión Europea, con un Gobierno como el de Haití o el de Angola, son obviamente más elevados que los de la conversación con un funcionario cubano o venezolano, por mucho que nos siga emocionando Pablo Milanés cantándole al Che Guevara.
La crisis promueve también una cierta renuncia a lo político en favor de lo económico. “Seamos prácticos”, parecen pensar los interesados. “Mientras haya desarrollo económico y estabilidad política, podemos dejar a un lado las chorradas de la igualdad y la solidaridad”. De manera que la vibrante apariencia de Luanda, según algún ránking la ciudad más cara del mundo, contrasta brutalmente con el silencio con que se oculta que por una simple lluvia, mueren en el mismo lugar 78 personas pobres. Cada vez que cae una tormenta en la capital angoleña, las chabolas levantadas en altura sobre alguna ladera se diluyen como azucarillos y el agua se lleva por delante cartones, conglomerados, cacerolas, camastros y familias enteras.
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Pero en los hoteles donde nos alojamos, a 450 dólares la noche, y ése es un precio normal, ni nos enteramos. Los 78 muertos son literalmente una mención de cuatro líneas en los periódicos. La fiebre inversora en petróleo y en construcción que está levantando rascacielos en ciudades como la capital de Angola, o Abuya o Lagos en Nigeria, deja en un segundo plano el brutal efecto de la pobreza o el desempleo del 70%. El atractivo sorprendente de la silueta nocturna de Luanda y de la elegancia de los hombres, sólo hombres, de negocios –portugueses, estadounidenses, asiáticos, africanos– resta importancia al cólera que mata cada día a decenas de niños, en una población que está en un 55% en la extrema pobreza. Minucias. Ya nos dedicaremos a eso cuando seamos ricos de verdad. La política cede humillada ante la economía.
Y la crisis, en fin, reclama autoridad. De manera que mientras haya estabilidad política, confianza para los inversores, y negocio que hacer, la democracia, la transparencia y el buen gobierno pueden esperar. Si un Gobierno como el español y el partido que le sostiene puede soportar ese grado de corrupción pestilente; si una institución como la Unión Europea puede permitirse ese pedazo de Banco Central ostentoso; si Estados Unidos y Europa compiten por el favor de China, haciendo la vista gorda a sus desafueros, ¿qué lecciones vamos a dar nosotros a los dictadores africanos o a las falsarias democracias latinoamericanas? ¿Que las elecciones son una simulación vergonzosa? ¿Que el nepotismo está a la orden del día en los palacios y los hemiciclos? Ya lo arreglaremos más adelante, pero de momento que garanticen que nadie se desmande y que las inversiones sigan sin miedo.
Cojo el avión esta noche. Y confieso que me marcho algo avergonzado. Nos cuenta Steven Pinker, en las más de mil páginas de Los ángeles que llevamos dentro, que el mundo evoluciona hacia cotas mayores de paz y solidaridad. Avanza, sí, pero qué despacio…