Verso Libre
¿Estás de acuerdo? Pues no lo sé
Un grupo de hombres y mujeres llega hasta la frontera. Son detenidos y conducidos hasta un campo rodeado de alambre. Empieza a llover sobre ellos, no pueden encontrar un refugio decente porque el suelo de la tienda de campaña es un charco. El agua cae sobre la historia como la única metáfora de la locura que les ahoga. Han cruzado el mar entre naufragios y cadáveres, han soportado un infierno acuático, el diluvio embarra su existencia, pero no encuentran una botella de agua que les quite la sed.
Una mujer de unos cuarenta años pregunta por su hijo perdido. A un hombre cercano a la vejez se le han roto las gafas. Las palabras se le mueren en la boca a otro hombre acostumbrado a las conversaciones largas y a las narraciones que los demás escuchan con interés. El miedo, ese sentimiento abstracto que se filtra en las pesadillas y en los cálculos durante las épocas de paz, resulta ahora una carga muy concreta de violencia, frío, hambre y desorientación.
¿Qué va a pasar con nosotros?, pregunta en mi sueño la voz de Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea. Tiene la voz rota igual que sus gafas y se vuelve desorientado hacia Federica Mogherini, la alta representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores. Ni ella, ni Christine Lagarde, directora gerente del Fondo Monetario Internacional, conservan su elegancia estirada, la belleza social que dibujan algunos cuerpos en relación con el dinero. Federica y Christine, en cualquier caso, no parecen todavía tan patéticas como la calva sucia de Martin Schulz, presidente del Parlamento Europeo, o como el andar de oca tonta de François Hollande, o como el pelo derretido en la cabeza de Angela Merkel.
Bashar al-Asad, tirano de Siria, se desespera porque nadie atiende a sus órdenes homicidas. Desesperada está también Soraya Sáenz de Santamaría buscando a su hijo. Parece que el dolor le ha devuelto una huella de humanidad a su rostro, muy encabronado en las últimas semanas por culpa de la política española. Mariano Rajoy mantiene junto a ella la calma y la sonrisa pasmada. No lo sacan de su cueva interior ni las lágrimas maternales de Soraya, ni los gritos de Jean-Claude que pregunta una y otra vez en mi sueño: ¿qué va a pasar con nosotros?
Últimamente sueño cosas raras. Esta noche me ha dado por soñar que un extraño castigo del destino ha condenado a los líderes a sufrir por unos días la tragedia de la gente común. Allí estaban, junto al abismo y bajo la lluvia, Jean-Claude, Federica, Christine, Martin, François, Angela, Bashar, Soraya y Mariano sufriendo en su propia carne el dolor y el desamparo de los refugiados. Me desperté cuando un periodista de televisión se acercó con un micrófono para preguntarme “¿estás de acuerdo?, ¿te parece bien que sufran Angela y Mariano?”.
La identidad nacional
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Pues no lo sé, y eso que estoy todavía en la intimidad de un sueño. Uno no puede convertirse en un cínico, pero tampoco en un desalmado. Esa es la tristeza que llueve hoy en Europa, una lluvia envenenada a la vez por el cinismo y por la falta de compasión. En épocas de incertidumbre se llevan los golpes de autoridad. Me miro a mí mismo en el espejo y me digo: si quieres que sufran es por pura venganza, estás convencido de que estos mandatarios no cambiarán nada por sufrir durante unos días el dolor ajeno. No son crueles por desconocimiento, cada vez que firman algo saben perfectamente el dolor que provocan. Pertenecen a un mundo que ha vuelto a romper los lazos entre los sentimientos privados y la vida pública.
Muchos europeos están dispuestos también a odiar a los extranjeros. Llevan demasiados años maltratados por sus propios gobiernos como para mantener la calma razonable. La Unión Europea no es una ONG. Pago modestamente los recibos de algunas organizaciones sociales que se dedican a ayudar a los que sufren y a denunciar violaciones de los derechos humanos. Pero el Estado español y la Unión Europea me salen mucho más caros en impuestos directos e indirectos. La Unión Europea no es una ONG, es un espacio público, una construcción política destinada a solucionar problemas, un contrato social. La respuesta que acaba de dar a la crisis de los refugiados con su operación cínica de compra y venta de personas es un ejemplo histórico de contrato social fracasado: el que ordena la convivencia económica de los europeos. Aquí no se armonizan los sentimientos privados en un espacio público, aquí se demuestra que se ha creado un monstruo público sin sentimientos.
¿En manos de quién vamos a estar? Se ha puesto en marcha un organismo que se devora a sí mismo con tumores ingobernables. Conviene que observemos de un modo atento la suerte de los refugiados porque es una metáfora de nuestra propia suerte. Y la vida no es un sueño, aunque a veces se parezca mucho a una pesadilla. Devolverle sentimientos a los debates públicos resultaría hoy una forma de ser y de actuar muy razonable para no condenar la política. El problema no es que estos políticos sean unos malvados. El problema es que esta representación política no nos sirve.