Plaza Pública
Reconstrucción de la socialdemocracia: razón de ser (I)
En la causa está la razón de ser de la socialdemocracia y en ésta, mientras haya desigualdad y dominación, reside su futuro. El PSOE nació para hacer frente a los abusos del liberalismo económico protegido por los Estados. Gracias a la lucha de los partidos obreros y de los sindicatos de clase se pudo poner límites a los desmanes del capitalismo regulando por ley los derechos de los trabajadores y la protección social de los ciudadanos en general. En Europa se gestó un sistema peculiar: los trabajadores aceptaban el sistema capitalista a cambio de derechos laborales y protección social del Estado. A su vez, la burguesía capitalista aceptaba la negociación salarial, la limitación de la jornada laboral y que los servicios sociales del Estado fueran financiados con los impuestos a cambio de garantizar el derecho a la propiedad privada de los medios de producción. En definitiva, el pacto capital-trabajo salvaguardaba la paz social y la paz laboral. Es lo que se llamó “pacto socialdemócrata”.
Hasta los años ochenta ese pacto funcionó en Europa occidental y aunque tuvo sus altibajos a partir de la crisis del petróleo, funcionó con bastante éxito, sobre todo en los países del norte. A partir del gobierno de Margaret Thatcher (1979) en Europa comenzó a fraguarse un contundente ataque al paradigma socialdemócrata. Apoyada por Ronald Reagan, la “Dama de Hierro” emprendió en el Reino Unido una lucha sin cuartel contra los sindicatos, puso límites al gasto social, redujo los servicios del Estado e inició un proceso de privatización y de flexibilización de las relaciones laborales hasta llegar al extremo de culpabilizar a los más castigados por el sistema de su propia situación social. Con ella entró el viento neoliberal en toda Europa y cogida de la mano de su maestro Friedrich A. Hayek se propuso, con éxito, combatir sin complejos la política económica keynesiana.
Con la caída del muro de Berlín, el desmoronamiento de los regímenes comunistas y la reunificación de Alemania se fortificó la creencia de que no había alternativas al neoliberalismo. Es el momento en que se piensa que estamos ante el “fin de la historia”, de que más allá del individuo no hay nada y de que lo que tiene que prevalecer es el imperio de la libertad individual a costa de cualquier otro derecho. Es decir, el neoliberalismo se vuelve hegemónico: impregna con su lógica a toda la sociedad.
Para el neoliberalismo, el libre mercado es el único mecanismo que mejor se adapta para conseguir nuestros intereses. Y nada externo a las propias reglas del mercado (oferta-demanda) es válido para regularlo y/o controlarlo. Cualquier intento de domeñar al mercado lo vuelve ineficiente e ineficaz. La gestión privada es la que ofrece mayores garantías para generar riqueza y la más apta en redistribuir oportunidades. En consecuencia, el Estado debe reducirse al mínimo; sólo le cabe cumplir una función “subsidiaria” con relación a la empresa privada. El Estado sólo tiene que ocuparse de aquellos servicios en los que la empresa privada no obtiene beneficios. Tiene que encargarse de los servicios sociales. Pero como el gasto público es muy grande, lo que debe hacer es reducir su coste y restringir los derechos sociales: prestar menos servicios a menos gente.
También a partir de los años noventa del pasado siglo el capitalismo industrial fue perdiendo peso en los países desarrollados y fue consolidándose una nueva fase del capitalismo: el capitalismo financiero. Globalización económica y capitalismo financiero están interconectados. El capitalismo financiero exige otra vuelta de tuerca al sistema: el Estado tiene que someter la reproducción social (familia, trabajo, sociedad, etc.) a la reproducción ampliada del capital. Este proceso es conocido como la “mercantilización” de todas las esferas de la vida y a ella responde la privatización del sector público y/o la gestión del mismo.
En esta fase del capitalismo financiero, el Estado tiene que ocuparse de la privatización de lo público, tiene que “colaborar” en el proceso de reproducción del capital y someter su tarea al requerimiento de “desposesión de los bienes comunes” que exige el nuevo estadio del capitalismo. Así pues, la función del Estado ya no será la de asegurar y optimizar el bienestar de la población sino la de aplicarle el recetario que impone el mercado global: la austeridad en el gasto y la flexibilización de las relaciones laborales. El papel del Estado-nación se enmarca en la plena subordinación a los poderes económicos que lideran el proceso de globalización.
Desde la crisis económica iniciada en el año 2008 vivimos bajo esta disciplina neoliberal: la descolectivización de las fuerzas del trabajo mediante la ruptura de la negociación colectiva e individualización de las relaciones laborales, la desregulación del sistema económico y mercantilización del mundo de la vida. Los mantras se repiten machaconamente: “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”, “no podemos gastar lo que no tenemos”, “es preferible tener trabajo precario, a no tener trabajo”, “no hay otra alternativa”, etc.
El neoliberalismo ha roto de facto el pacto socialdemócrata. Y lo ha roto porque sabe que enfrente no tiene un enemigo creíble. La respuesta que han dado los Estados a la crisis provocada por los “hedge funds” y la gran banca –“demasiado grandes para caer”–pone en evidencia que no han sido capaces de castigar este gran pillaje y que, para colmo, se han plegado a los intereses del capital hasta el punto de tolerar una verdadera fractura social en el seno de sus poblaciones.
El capitalismo financiero expande el proceso de desposesión mediante la privatización de lo público, culmina su objetivo a través de la apropiación privada de los comunes. Y esta vez ejecuta su pillaje con la estrecha colaboración del poder político: el Estado se alía con el mercado facilitando la privatización de los bienes públicos, de los recursos naturales (tierra y agua) y de los servicios sociales. Esta es la esencia del capitalismo financiero: consumar la desposesión de lo común, que nada escape a su dominio.
Cuando la democracia queda sometida al interés del poder económico privado, cuando el derecho absoluto de propiedad acaba deglutiendo aquello que “beneficia a todos”, termina por corromperse el primer eslabón sobre el que se engarza todo el sistema. Al doblegarse la democracia al poder económico aliena lo que en ella hay de abierto a todos, lo común, y cercena la toma de decisión política en unas pocas manos: la oligarquía económica.
Roto el pacto socialdemócrata, hemos vuelto a las condiciones sociales de principios del siglo XX: un poder económico desbocado y unos trabajadores a la intemperie. Roto el pacto no hay razón para que los partidos obreros y socialistas y los sindicatos de clase sigan empeñándose en una ficticia negociación con una clase empresarial que se vive desligada de aquel compromiso histórico. Al contrario, parece llegado el momento de recuperar el carácter reivindicativo y de presión poniéndose claramente al servicio de los trabajadores por cuenta ajena y propia, de los precarizados, de los parados y de los expulsados a la marginalidad.
Y tanto más es preciso cuanto nacional e internacionalmente la embestida del neoliberalismo ha empujado a una gran parte de la ciudadanía a buscar una identidad emocional o bien en la tierra, siendo el caso del nacionalismo, o bien en la religión, siendo el caso del fundamentalismo, principalmente el islámico. Nacionalismo, sea estatal o periférico, y fundamentalismo islámico son respuestas –a nuestro juicio, profundamente perniciosas– al proceso de globalización económica descontrolada. Ambos buscan refugio en falsas promesas: el paraíso de lo local y el paraíso celestial.
Mientras tanto, la socialdemocracia europea tampoco ha sabido contrarrestar esa avalancha neoliberal en todos los órdenes de la vida. Es más, fue descaradamente seducida por el social-liberalismo renunciando a su identidad ideológica con tal de conseguir éxitos electorales a corto plazo. Es tiempo de rectificar, aún es posible. Los socialistas no hemos venido al mundo para gestionar lo que hay, no estamos para enmascarar la injusticia mostrando el rostro amable del crecimiento económico, sino que nacimos para conseguir condiciones de vida dignas para las personas y, en consecuencia, nuestro sentido político consiste en compensar las desventajas de los menos favorecidos para que no sólo sobrevivan sino también para que fundamentalmente puedan cubrir adecuadamente sus necesidades. La riqueza de las naciones no puede cimentarse en la pobreza de sus pueblos.
Hemos experimentado que al amparo del neoliberalismo el establishment se ha llevado por delante los derechos de la mayoría social. De lo que ahora se trata es de recuperar esos derechos, de afianzarlos y de blindarlos para que nunca más sean arrebatados en beneficio de unos pocos. Es a los que han perdido, están perdiendo y pueden perder los derechos a quienes socialistas debemos representar porque de tanto hacernos cargo de la responsabilidad institucional hemos caído en la irresponsabilidad social. Es a quienes les han robado sus derechos o se los han podado con la guadaña de la codicia a los que debemos representar, pero no por indignación –canalizando sus frustraciones– sino por dignidad, reconociéndoles merecedores de unas condiciones adecuadas de vida.
II. La sociedad que queremos
Principio fundamental: el derecho de propiedad privada no puede ser absoluto sino que ha de estar subordinado a los valores sociales: valores como la democracia, la igualdad, la libertad, la justicia, el conocimiento, etc. no deben estar sometidos ni supeditarse exclusivamente al interés privado.
Segunda idea básica: hay que desligar la economía del dogma neoliberal y hacer que lo común y el derecho de uso sea lo que predomine en la esfera económica, es decir, tenemos que refundar la democracia económica y establecer la preeminencia de los derechos sobre la mercantilización de la vida.
Tercer desafío irrenunciable: como no podemos responder adecuadamente a los desmanes producidos por la globalización económica y los abusos del poder financiero desde el Estado-nación o desde la esfera regional, es imprescindible estatuir “comunes mundiales” como, por ejemplo, instituir un programa de aplicación real de los derechos humanos universales. Estos derechos están íntimamente ligados los valores de la libertad (derechos civiles y políticos), la igualdad (derechos económicos, sociales y culturales), a la fraternidad y solidaridad (derecho de libre circulación, derecho de migración, derecho de asilo, etc.).
En cuarto lugar, es insoslayable reparar los daños ecológicos y medioambientales provocados por un modelo de desarrollo depredador. Se trata de poner freno a un arquetipo de crecimiento que engañosamente supone que los recursos naturales son infinitos e ilimitados.
Y, por último, será inexorable crear instituciones federales a escala internacional y nacional con el objetivo de federalizar los comunes. Europa saldrá de su actual estancamiento cuando supere la estricta obediencia a los intereses nacionales de Alemania, cuando instituya un modelo federal de solidaridad compartida, abandone el actual patrón de funcionamiento intergubernamental y dote al Banco Central Europeo un papel semejante al que tiene la Reserva Federal estadounidense.
Lo que le aporta verdadera significación al socialismo es oponerse con contundencia a la lógica de la dominación, a las distintas formas de explotación y a la individualización del riesgo que impone la sacralización del modelo económico capitalista. Los trabajadores, los autónomos, los asalariados tienen que despertar de la “anestesia” actual y darse cuenta de que la lucha contra el trabajo alienado y explotado continua siendo el objetivo de su liberación. El consumo no puede compensar la frustración que le produce la sumisión laboral.
En todo este tiempo el capitalismo ha permanecido inflexible: la dominación y la asimetría ha sido el núcleo constitutivo de su modelo económico. Es hora de poner fin a la hegemonía neoliberal y de redistribuir la riqueza con el objetivo de reducir el intolerable nivel de desigualdad social y económica. Socialismo es rebelión contra la negación de la humanidad de todo ser humano. El hombre no es “mano de obra”, no es una “herramienta viva”, no es un “instrumento intercambiable”, no es un mero “cuerpo inteligente”, es mucho más que todo eso: es un ser sujeto de derechos inalienables. Y el primer derecho de todo hombre es el derecho a ser un ser humano y ser tratado como tal.
III. La España que queremos
Es evidente que la Constitución de 1978 nos ha permitido asentar la democracia, garantizar la convivencia pacífica, superar el estancamiento histórico de nuestro país en el marco europeo, pero no es menos cierto que la Constitución nació marcada por dos grandes sombras: por un lado, el peso del régimen franquista en las Fuerzas Armadas del Estado –¡nunca hemos de olvidar que Franco murió en la cama!– acompañado en gran parte por el establishment económico y, por otro, las dentelladas de ETA contra la estabilidad nacional. Sin estos condicionamientos internos no podemos entender la Constitución de 1978. Ello no quiere decir que desde el exterior y en virtud de intereses geopolíticos (por ejemplo, de EE.UU.) no existiera ninguna clase de condicionantes. España está situada en un lugar estratégico y como tal no es ajena a los cálculos geoestratégicos de las grandes potencias. El régimen de Franco supo rentabilizar fructuosamente esta circunstancia.
Sin embargo, lo que nos interesa destacar aquí es que la actual estructura territorial del Estado fue cuestionada desde un principio. El sistema autonómico, en lo que respecta a su ordenamiento financiero, genera de facto un sistema “confederal” a través del reconocimiento de unos “derechos históricos de los territorios forales” (la Disposición Adicional Primera de la Constitución). Ahora que ETA ha sido vencida y ha dejado de matar y a las Fuerzas Armadas no las anima el rescoldo franquista, se torna ineludible cuestionar en voz alta aquel trazado territorial. Ese modelo confederal y asimétrico en materia económica ha ido despertando un sentimiento de agravio comparativo entre las naciones y regiones de España. Puestos los privilegios en unos es inevitable la pregunta “por qué nosotros no”.
Si bien es verdad que el régimen autonómico supuso una descentralización administrativa del Estado es obvio también que, en relación a los distintos niveles de autogobierno político y en lo relativo al reconocimiento explícito de los hechos diferenciales culturales de las nacionalidades, ha encallado su camino hacia una construcción federal del Estado. Prueba de este truncado recorrido es el actual funcionamiento del Senado.
Del agotamiento del modelo autonómico se sale con el federalismo. Es una quimera pensar que la crisis territorial se resuelve volviendo al centralismo o bien a un jacobinismo “a la española”, es decir, sin revolución y amputándole el recorrido histórico que ha tenido en Francia. La unidad de España no se fortalece rechazando la heterogeneidad y diversidad de su contextura poblacional. Unidad no significa uniformidad ni tampoco igualdad equivale a identidad. Igualdad y diferencia: esta es la base para construir un proyecto común en el que no sólo podremos “conllevarnos” sino también “convivamos”. O reconocemos que España es una nación de naciones o terminaremos desgarrándonos entre el choque del nacionalismo español y los nacionalismos periféricos, principalmente vasco y catalán. Ambos nacionalismos comparten la misma pretensión: a cada nación un solo Estado y a cada Estado una única nación.
¿De qué federalismo hablamos nosotros? No de un federalismo uninacional como el alemán o el americano sino de un federalismo “plurinacional”. El único remedio eficaz contra el nacionalismo es la inclusión frente a la exclusión y es el reconocimiento del pluralismo frente a la homogeneización del unitarismo. Es viable y deseable hacer legal la España nación de naciones. Lo podemos hacer desde un sentimiento compartido de proyecto común, desde un sentimiento de adherencia a un futuro sugestivo de convivencia y desde el máximo respeto al derecho a la diferencia que no a la diferencia de derechos.
Los socialistas somos conscientes de que la historia de España no es unidimensional, no es unidireccional, y sabemos que cargamos con gran parte del legado de la memoria republicana. Por ello, en este tema no podemos quedarnos en tierra de nadie, inmovilizados ante la fuerza centrífuga del nacionalismo español y la pulsión centrípeta de los nacionalismos periféricos. No podemos quedarnos atrapados entre banderas que no son las nuestras o arrugados ante la complejidad del desafío. Defender a España como nación no es abrazarse al nacionalismo español y defender a Cataluña y a Euskadi como naciones no es entregarse al independentismo.
Por todo ello consideramos que quienes desde un posicionamiento de izquierdas defienden el derecho a realizar una consulta en Cataluña no son de por sí independentistas o soberanistas. El problema no es la consulta sino el momento y el procedimiento de la misma. Que Cataluña y Euskadi son naciones, lo reconozca o no la Constitución, es un hecho. Obcecarse en negar el hecho a lo único que nos lleva es a radicalizar los extremos y a profundizar aún más en la división. Es lo que ha ocurrido en Cataluña con el tratamiento que ha dado el Tribunal Constitucional al Estatut. Guste o no, España es un Estado plurinacional y si la salida inteligente al atascamiento del modelo autonómico pasa por el federalismo, entonces hay que abordarlo desde una perspectiva plurinacional y no desde la óptica decimonónica del federalismo uninacional.
Estamos convencidos de que únicamente saldremos del atolladero que nos plantean los nacionalismos si somos capaces de respetar los distintos demos que configuran a España. Negar esta realidad a lo único que nos conduce es a acentuar aún más el sentimiento de independencia. Nuestra apuesta es que tanto Cataluña como Euskadi sigan siendo parte de España y no que cada una forme un todo aparte. Si no queremos que haya divorcio entre las partes y el todo, entonces tendremos que emprender una nueva relación, esto es, instituir un nuevo contrato nacional.
El neoliberalismo ha roto el contrato social y el nacionalismo independentista quiere romper el contrato nacional. Es necesario que, desde el socialismo, caminemos hacia un nuevo contrato social blindando constitucionalmente los derechos sociales y, desde una cultura federal, asumamos que el nuevo contrato nacional pasa por reconocer constitucionalmente que España es una nación de naciones y de regiones y que el respeto a la diversidad nacional y regional jamás puede implicar la ruptura del principio de igualdad entre los ciudadanos.
Se trata de abordar un nuevo Pacto Constitucional que, además de reconocer el carácter plurinacional de España y diseñe un nuevo Senado, otorgue un papel destacado a las ciudades, desterrando el concepto de administraciones subsidiarias del Estado y combatiendo la insostenibilidad de un modelo de ocupación del territorio basado en el consumo masivo de suelo, agua y energía. Un reconocimiento que debe reservar competencias a las ciudades (servicios sociales, vivienda, educación infantil, educación de adultos, formación profesional, etc.), haciendo nuestras ciudades un verdadero fortín frente a las políticas neoliberales, con ciudades sostenibles, mestizas, interculturales, participativas y sociales.
Así como es imprescindible que el Estado sea realmente laico respecto a las diversas opciones religiosas ni debe intervenir en sus asuntos ni dejarse mediatizar por ellos, sino administrar con estricta neutralidad, así debería actuar el Estado en relación a los sentimientos nacionalistas: administrando la pluralidad desde la estricta observancia a la neutralidad. Esto significa que la Administración General del Estado no se debería ejercer desde un nacionalismo españolista, sino desde la neutralidad institucional, dando cumplimiento a la pluralidad que fundamenta la Constitución. De ahí que la fórmula adecuada para esa laicidad sea el federalismo plurinacional, el cual no hace sino reconocer la pluralidad de sentimientos nacionales. Definir y diferenciar nítidamente el Estado federal del Estado autonómico y diseñar las herramientas para constituirlo debería ser una tarea prioritaria del PSOE.
El agotamiento constitucional no se refiere únicamente a la cuestión territorial sino también afecta a la forma política del Estado español: la Monarquía. El socialismo español es republicano, pero como lo prueba su historia reciente no es incompatible con la Monarquía. Si en 1978 el PSOE no hizo de la forma política del Estado su causa principal era porque albergaba razonables esperanzas de que la Monarquía iba a europeizarse y sería plenamente compatible con la democracia. Ahora es el momento de dilucidar si la Monarquía es plenamente compatible con un modelo de Estado federal plurinacional. Cuando se debatió en el parlamento la cuestión de la Monarquía, el ponente del PSOE, Luis Gómez Llorente, finalizó su alocución diciendo: “Por otra parte, es un axioma que ningún demócrata puede negar, la afirmación de que ninguna generación puede comprometer la voluntad de las generaciones sucesivas. Nosotros agregaríamos: se debe incluso facilitar la libre determinación de las generaciones venideras”.
Por ello sería inasumible que el PSOE negara el derecho a una consulta del pueblo español si quiere o no la Monarquía. No hay razón para hurtar a los ciudadanos a elegir entre Monarquía y República. Los condicionamientos internos de la Constitución de 1978 por fortuna han desaparecido y, por tanto, el miedo ha dejado de ser el elemento condicionante que hubo en la Transición. Si en la década de los setenta decíamos “libertad sin ira”, en la segunda década del siglo XXI hemos de entonar “libertad sin ataduras”. No es función de los socialistas ser los “celadores de la Monarquía”. Nuestro papel radica, como decía Pablo Iglesias, en liberar al hombre del yugo de un sistema económico que se alimenta del sufrimiento de la mayoría de la población. Pero no cabe duda de que si el pueblo español quiere someter a consulta la forma actual del Estado, no seremos los socialistas quienes mediante artilugios sofísticos y falacias retóricas eludamos ese derecho democrático.
Por último, queremos también que el Estado español sea realmente laico. Tenemos que erradicar toda tutela clerical al Estado y a la escuela pública. Estamos hablando de emanciparnos de la “tutela clerical” y no de rechazar la fe o negar la religión en cuanto tal. Este es el favor que el laicismo le hace a la religión: liberarla de la sumisión clerical, sacarla de la ortodoxia fundamentalista. La religión no pertenece al clero.
Autonomía y laicidad no significan supresión de la fe sino que delimitan el ámbito de la fe y la esfera de la razón. La actividad humana tiene las siguientes dimensiones: a) la estrictamente íntima; b) la privada/privada como es el caso del ámbito familiar; c) la privada/pública como es la esfera de la radio, de la televisión, del espacio común de una urbanización; y d) la pública/pública como es la esfera estatal. Todo lo estatal es público pero no todo lo público es estatal. Pues bien, a lo que se opone el laicismo es al enquistamiento de la religión en el aparato del Estado. Separar Iglesia y Estado no implica de suyo enclaustrar la religión en el ámbito de lo privado/privado, sino liberar al Estado de toda injerencia religiosa y cancelar el adoctrinamiento religioso en la educación. De lo contrario, una “parte” dominaría al “todo”: los poseedores de la fe se apropiarían de aquello que pertenece a todos, es decir, no únicamente a los creyentes sino también a los agnósticos y a los ateos.
La religión es un conjunto de dogmas no compartidos por todos ni tampoco existe, por fortuna, el deber de compartirlos. El Estado y la escuela son el espacio de lo común, de lo público o de lo abierto a todos, esto es, están sujetos a la universalidad del derecho. El problema aparece cuando el derecho a la diferencia pretende mutarse en diferencia de derechos y, en consecuencia, postular la preeminencia de intereses de una parte de la sociedad –por muy mayoritaria que sea– sobre otra. El ideal de laicidad consiste en que nadie esté por encima ni por debajo, ni que una parte se quiera apropiar del todo ni que el todo quiera anular o aniquilar a la parte. Cualquiera de estas posturas niega la idealidad de la dignidad humana. Por respeto a la religión y porque queremos garantizar la neutralidad del Estado es imprescindible dar un salto sobre la “aconfesionalidad” del mismo para acceder a su auténtica laicidad y nos proponemos erradicar la enseñanza confesional de la enseñanza obligatoria.
(Mañana, Parte II)
Reconstrucción de la socialdemocracia: una democracia de calidad (II)
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Mario Salvatierra, miembro del comité federal del PSOE; Enrique Cascallana, ex alcalde de Alcorcón y ex senador; Juan Antonio Barrio, ex diputado nacional, y José Quintana, ex alcalde de Fuenlabrada y actualmente diputado en la Asamblea de Madrid.
Mario SalvatierraEnrique CascallanaJuan Antonio Barrioosé Quintana