Tiempos Modernos
'Fast thinking'
La persona más inteligente que conozco en Twitter es de izquierdas, feminista y ecologista. La más estúpida también. El reparto de estupidez en el ser humano no hace distingos, está tan bien esparcida como el oxígeno. Si la riqueza estuviera distribuida tan solidariamente como la estupidez, el Partido Comunista se hubiera tenido que disolver por falta de objetivos.
De esas dos personas, la que -según mi criterio- es inteligente, tiene 800 followers; la otra, treinta y tantos mil. De estos últimos, no sé cuántos la siguen porque comulgan con lo que dice y cuántos lo hacen sorprendidos y perplejos por su constancia y tenacidad para esquivar cualquier atisbo de inteligencia.
Para ser un estúpido de primera lo importante es la regularidad. Carlo M. Cipolla así lo establecía en su estudio sobre las Leyes Fundamentales de la Estupidez Humana: “La mayor parte de las personas no actúa de un modo coherente. En determinadas circunstancias, una persona actúa inteligentemente, y en otras circunstancias esa misma persona puede comportarse como una incauta. La única excepción importante a la regla la representan las personas estúpidas que, normalmente, muestran la máxima tendencia a una total coherencia en cualquier campo de actuación”. Cipolla era un reputado historiador económico italiano que, entre su abundante y valorada obra, se permitió la licencia de escribir un opúsculo humorístico en el que, a modo de ensayo, analizaba la estupidez humana y establecía la vital importancia de su concurso en el deplorable estado de la humanidad.
Desde mi punto de vista, el asunto es más delicado de lo que le parece al autor. Si bien la perseverancia es una virtud esencial en el estúpido profesional, soy de la opinión de que todos participamos de cierta estupidez amateur. Creo firmemente que todos llevamos un estúpido dentro y que conocer este íntimo secreto y pelear a diario para evitar su salida del armario es lo que puede evitarnos ingresar en el cuerpo oficial de estúpidos del Estado.
Aunque podría equivocarme y ser mayor la frecuencia de sus apariciones, creo reconocer perfectamente cuándo actúa el tonto que habita en mí. Brota imparable, por ejemplo, cuando voy a comprar el repuesto del vaso de un exprimidor y, además de pedirlo, me veo en la obligación de explicar al señor que me atiende cómo se ha roto cuando ni hay necesidad -es legal comprar repuestos de exprimidores para consumo propio- ni al señor le interesa saber que, al tomarlo del fregadero, y tras haberlo usado sólo una vez, se me resbaló y chocó débilmente con la encimera, un roce apenas, con tan mala suerte que el golpe rompió la lengüeta que guía la salida del líquido hacia el vaso. ¿Ven? Ha vuelto a ocurrir. Otra vez lo ha explicado. No logro contenerlo.
Me pasa siempre. Mientras lo cuento, veo al señor mirarme a los ojos fijamente, impasible, con una tolerancia a los dramas protagonizados por pequeños electrodomésticos forjada en duras jornadas de atenta escucha. Yo intento hacer callar al idiota que me ha robado la voz y habla por mí, pero no puedo. Lo más que consigo, en algunas ocasiones, es parar antes del detallito de la lengüeta. Aunque no sirve de nada: se lo cuento luego, mientras estoy pagando.
Cipolla, que falleció en el año 2000, alumbró sus leyes sobre la estupidez humana a finales de los ochenta. La primera establece que “siempre e inevitablemente, cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo”. En los ochenta, las redes sociales eran, si acaso, un nebuloso proyecto en la mente de algún joven emprendedor atrincherado en un garaje. No sabemos si de haber asistido Cipolla a la actual propagación de este fenómeno, hubiera reformulado ese principio atendiendo a que la simple observación de Twitter no permite ya subestimar nada. Es más, induce justamente a lo contrario, a una sobrestimación del grado de estupidez de la sociedad moderna.
¿Es Twitter un buen escáner de la estupidez humana? Yo creo que sí, si atendemos a la definición de Cipolla, para quien una persona estúpida es alguien que “causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”.
Twitter está lleno de ejemplos de ese tipo de conductas. La pionera: Justine Sacco, una ejecutiva norteamericana que en 2013 tomó un avión en Nueva York con dirección a Sudáfrica y, tal vez para aligerar la pesadez del viaje, comenzó a lanzar tuits en esa clave ácida que tanto gusta en el nido del pajarito azul. Uno de ellos refiriéndose a otro pasajero: “Eh, colega alemán: vas en primera clase. Estamos en 2014. Ponte un poco de desodorante”. Otro tras la escala en el aeropuerto londinense de Heathrow: “Frío, sándwiches de pepino, malas dentaduras. De vuelta en Londres”. Y otro aún más salvaje antes de desconectar su teléfono para tomar un vuelo hasta Ciudad del Cabo: “Yendo a África. Espero no pillar el sida. Estoy de broma. Soy blanca”. Justine tenía sólo 170 followers. Cuando, tras once horas de viaje, llegó a su destino y encendió de nuevo el terminal, una avalancha de mensajes de amigos la advertían de lo que había ocurrido durante su desconexión: Sacco, a base de retuits, se había convertido en trending topic mundialretuitstrending topic y había recibido en respuesta a ese desafortunado último comentario un diluvio de réplicas que incluían su petición de despido e incluso animaban a los tuiteros bajo el hashtag “¿Ha aterrizado ya Justin?” a desplazarse al aeropuerto y fotografiarla. Uno llegó a hacerlo. Lo siguiente pueden imaginarlo: repudio y despido.
Es un ejemplo de cómo Twitter, un ecosistema altamente inflamable, reacciona en contacto con el humor de gente que desconoce del humor una de sus reglas fundamentales: el control del auditorio. En Twitter, el ámbito al que diriges tu pretendido chiste crece exponencialmente, y lo que pudiera parecer simplemente una ocurrencia atrevida en una reunión de amigos se convierte, una vez que trasciende ampliamente ese perímetro, en una ofensa. Podríamos discutir si los tuits de Justin Sacco son o no humor, pero ahorrémonos el esfuerzo atendiendo a que, según declaró posteriormente, esa fue la intención con que fueron escritos.
Twitter cuenta además con un exceso de atención por parte de los medios, tal vez por una cuestión de etnocentrismo periodístico derivada del hecho de que la mayoría de periodistas son usuarios de la red. Así, a poco que una tendencia coincida con la selección de titulares de un determinado medio, sobre todo algunos informativos televisivos, será excusa suficiente para mencionarlo con la manida coletilla de “en las redes sociales también se ocupan de este asunto”. Si la importancia de un debate en Twitter la fijan diez mil tuits ¿cómo es posible que ningún informativo mencionara el pasado 18 de septiembre la enorme participación que tuvo lugar bajo el hashtag –así, tal como suena- “tengo el nabo como” convertido en trending topic al poco de ser lanzado? Que diez mil personas estén opinando sobre una determinada noticia de un universo de, pongamos, treinta y siete millones, por hacerlo coincidir con el censo de votantes, no lo convierte a su vez en noticia. Sobre todo si, de esos diez mil, un elevado porcentaje se dedica a hacer chistes o comentarios improcedentes. No es el caso del trending topic mencionado en el que, como pueden imaginar, el intercambio de criterios aportó interesantes perspectivas en medio de un clima de respetuosa elegancia ya anticipada por el hashtag.
Se estima que Twitter (que no atraviesa el buen momento económico que las continuas polémicas y el eco que su actividad provoca en los medios podría hacer pensar) tiene en torno a 300 millones de cuentas, de las cuales un número indeterminado son falsas. Según Twitter Audit, una herramienta para detectarlas, el propio Jack Dorsey, consejero delegado de la compañía, tiene un 35% de falsos followers entre sus cuatro millones de seguidores. Para los expertos, es urgente que la compañía logre cerrarlas, así como hacer frente a la presencia de troles que producen rechazo entre los usuarios. Un rechazo que, volviendo a Cipolla, corrobora otra de sus leyes: “las personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las personas estúpidas”. Un poder capaz de conseguir que una herramienta de gran utilidad y a ratos divertidísima, acabe repeliendo a algunos de quienes la usan, como me confesaba hace poco un amigo que ya no lo hace porque, en sus propias palabras, “salía más deprimido que entraba”.
Algo comprensible cuando, como ocurrió recientemente, tras la muerte de un músico, Twitter se convierte en fábrica de chistes en busca de no se sabe bien qué tipo de reconocimiento (tal vez el del comentario más canalla). O cuando la única forma de luchar contra la servidumbre a lo políticamente correcto es la obligación de no serlo o ver quién lo es menos, una carrera que lleva, en ocasiones, casi a justificar su existencia como el peor de los males.
Hay más razones para considerar a Twitter una experiencia, si no triste, sí agotadora. Por ejemplo, ese exceso de activismo en el que no hay día sin una nueva proclama, sin un nuevo objetivo que invite a la pelea social y cuyo efecto no es otro que el que todas se diluyan en un frenesí vocinglero que las desvirtúa y les resta eficacia. Como resultado, el activismo en sí da la impresión de haberse reducido para algunos a hacer retuitretuit. Ese es el máximo grado de concienciación y compromiso que parece estamos dispuestos a mantener ante una determinada causa.
Y luego están los famosos disfrazando de cercanía la búsqueda del permanente halago, los guapos y las guapas dándoselas de profundos sin enterarse de que estar dotados con un físico impresionante no es estar impresionantemente dotados para la metafísica, los políticos informándonos puntualmente de su posicionamiento sobre cualquier asunto con una inmediatez que nadie les reclama. Y todos, todos opinando precipitadamente, con rigor infundado, sin un asomo de duda, sobre acontecimientos que aún no han acabado de suceder. Twitter se ha convertido en el equivalente intelectual a la fast food. La brevedad de su formato se ha contagiado al proceso mental que lo genera. Piensa rápido, escribe corto y deja un tuit bonitotuit. Si, además, quieres dejar un cadáver, recuerda que harán chistes.