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Almudena Grandes: de la verdad y la memoria

Alfons Cervera

Los sitios no son nada si alguien o algo no los hace suyos. Nada hay en su vacío ilimitado, como no hay nada en los ojos que mienten, en las palabras que juran sin motivo, en la conciencia abrupta de quienes toman al asalto el alma de los sitios y de quienes los habitan. Con menos palabras, y más sabias, lo escribía César Vallejo y yo las he utilizado, seguro que con excesiva torpeza y demasiado atrevimiento, siempre que escribo de los sitios y la gente.

Una ciudad no sería nada si no gritara su nombre la piedra más antigua, o el runrún de unos pasos perdidos en medio de la noche, o ese libro que para contarla, para contar esa ciudad, se ha llenado de una lluvia que como decía Borges es algo que siempre sucede en el pasado. En ese pasado habita no el olvido que cantaba el poeta, sino la historia —las historias— de quienes sólo existen cuando recordamos sus nombres. 

Las vidas que cuentan sus novelas beben de la historia de un país roto desde que el fascismo se curtió en ese elogio tan suyo de una crueldad insoportable. No son novelas políticas en el sentido más estricto de la palabra, pero la política se abría paso a través del alma de sus personajes, de la cercanía con esos personajes que mostraban quienes con entusiasmo las leían, de esa ficción que nunca será, a pesar de lo que se diga, más real que lo real pero nos ayudará a entender mejor lo que nos pasa. Cuando leí El lector de Julio Verne supe que yo había estado allí, que nada de lo que allí se contaba me era ajeno, que el miedo y las traiciones habían formado parte de ese silencio indigno con que para los críos de entonces construyeron los vencedores de la guerra una infancia devastada. De ahí salimos como pudimos y por eso leer las novelas de Almudena Grandes era como si el mundo que salía en sus páginas nos enseñara que no todo nos lo habían robado, que siempre nos quedaría la memoria de la dignidad y una vocación innata por la verdad, por el respeto a quien piensa diferente, por la necesidad de buscar en las razones de los otros, aunque no fueran las nuestras, algo que no nos envileciera en la búsqueda insobornable de lo común.

Pero no siempre aquellas razones encontrarán lo que nos pueda juntar en un espacio compartido desde la divergencia, que muchas veces, más que los consensos forzados por las circunstancias, es la mejor manera de entendernos. En demasiadas ocasiones, lo que encuentran esas razones es al enemigo. Ese enemigo que en la tristísima ironía del maestro Gila adquiría el sentido tragicómico de un tiempo sometido furiosamente al resentimiento y la venganza. Es la ley de los vencedores. Ganaron la guerra y no soportan que esa victoria se vea empañada sólo porque el dictador a quien tanto siguen admirando se muriera hace casi medio siglo. Vienen de ahí, de aquella victoria sobre la razón republicana, de su idea del exterminio que predicaban sus antepasados, de cómo las ideas pueden condenarte a la lacra absurda del rencor y la ignorancia. Porque a veces es la ignorancia lo que mueve a quienes asestan el golpe. No leen, no escuchan, sólo se educan en el dogma atrabiliario del desprecio a quienes no piensan como ellos. ¡Cómo me gustan estos versos de Mary Wollstonecraft cuando habla de la ignorancia!: “El faccioso, tu hijo favorito, hace sonar su cuerno, / y el corrupto, el más anciano de tus hijos, / mantiene su dominio universal”. Y también el rencor que los alimenta para sentirse tribu al lado de los suyos, para urdir sus leyes que nos dejen sin nada a los demás, para que ser de izquierdas en un país libre se pague caro como si la libertad fuera no la realidad feliz que la democracia se merece sino una emboscada. Para esos desalmados, un país no es nada, ni libre ni nada, si no está al servicio de sus intereses.

Que se muera una voz que no se ocultaba, que se decía a sí misma y a quienes la leían que hablaba y escribía desde la izquierda, que se muriera esa voz era, en la cabeza de esos monstruos, para levantarle un monumento a la muerte y cuanto más dura mejor

Se murió Almudena Grandes hace unas semanas y estoy seguro de que muchos de esos tipos se alegraron. No me muerdo la lengua. Para qué a estas alturas del partido. No digo sólo que se callaran a la hora de decir algo que aliviara el dolor de su familia, que mostraran una miaja de generosidad en un momento tan lleno de tristeza. Digo que se alegraron. Una voz menos para la izquierda. No importa que leyeran o no sus novelas. Casi seguro que no las leían. Pero que se muera una voz que no se ocultaba, que se decía a sí misma y a quienes la leían y escuchaban que hablaba y escribía desde la izquierda, que se muriera esa voz era, en la cabeza de esos monstruos, para levantarle un monumento a la muerte y cuanto más dura mejor.

“Qué difícil es ser tú mismo”, escribe el poeta rumano Nichita Stanescu. Ser uno mismo, para esa mala gente, es no ser nada si no eres de los suyos. En sus novelas escribía Almudena Grandes sobre un mundo al que le habían robado la esperanza, sobre lo difícil que resulta vivir cuando el tiempo, al revés de lo que cantaban los Rolling Stones en una de sus canciones, no estaba de su parte. La palabra comprometida con los valores de la izquierda era su vida. Por eso los enemigos de la palabra quieren negar que la suya permanezca. Como hicieron cuando destrozaron los versos de Miguel Hernández en un cementerio de Madrid. Le negaron a Almudena una frase de aliento a su familia. Y no quisieron nombrar Hija Predilecta de Madrid a una madrileña de pura cepa. Era su ciudad. Lo proclamaba allá donde estuviera. El alcalde, José Luis Martínez-Almeida, ha dicho que no se merece Almudena Grandes ser hija predilecta de su ciudad. Seguramente, según ese miserable, tampoco se merecería ese reconocimiento mucha de la gente que tengo en la cabeza: gente de izquierdas que se dejó lo mejor de sí misma cantando, escribiendo, viviendo Madrid como si le fuera la vida en ello. Sé perfectamente qué nombres, para ese prodigio de insana y nula inteligencia, serían merecedores de ocupar un sitio de honor en la historia de la ciudad. No es el de Almudena Grandes uno de esos nombres. Sencillamente porque ella no era una de los suyos.

Al final, sí que será Almudena hija predilecta de su ciudad. Mi amiga madrileña, como ella me decía, tendrá finalmente ese reconocimiento. Me alegra y a la vez siento en este trance algo que se parece a la rabia y la tristeza. El PP lo ha aceptado a regañadientes para lograr la aprobación de los presupuestos municipales con tres votos que, desde mi lejanía valenciana, veo tan extraños como si vinieran de la cara oculta de la luna. La lógica política no es la mía, casi nunca es la mía. Por eso me muevo ahora mismo entre sentimientos encontrados. La lógica política en un lado. En el otro, la rabia de saber que el fascismo —o algo que se le parece mucho— sigue en muchos sitios tan vivo como en sus mejores tiempos. A sus herederos, a los herederos de ese fascismo que tanto daño le hizo a este país tan pobre de memoria, les importa un pito que se haya muerto Almudena Grandes. Las palabras de desprecio intelectual y sobre todo humano que ha pronunciado ese alcalde miserable bien que lo afirman. Y aún hay alguien que se ha sorprendido de que no rectificara. Por qué habría de rectificar quien está cubierto de odio a todo lo que venga no sólo de la izquierda sino, como aplauden sus socios de Vox en su arrogancia facha, de la propia democracia.

En mi memoria siempre van a perdurar los mejores recuerdos compartidos. Y tal vez, por encima de todos ellos, el que nos juntó la noche del 25 de junio de 2004 en Rivas Vaciamadrid, cuando el homenaje a quienes defendieron hasta la muerte, o la siguieron defendiendo en vida, la Segunda República. He sacado de aquella noche sus palabras, el grito que salía de una garganta que se emocionaba a ratos y conmovía, no saben ustedes cómo y con qué fuerza, a quienes la escuchaban: “Ningún monumento brilla tanto como la verdad. Ningún homenaje es más justo que la limpia reivindicación de la memoria”. Por esa verdad, por tanta memoria compartida, dejo aquí hoy el abrazo a la mujer amiga, a la escritora siempre fiel a sí misma y a quienes la leían con un entusiasmo leal y agradecido. Y que les den a quienes hacen de sus vidas un perpetuo homenaje al odio y la mentira. Que les den.

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Alfons Cervera es escritor.

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