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Una modesta proposición educativa

Albano de Alonso Paz

En 1729, un Jonathan Swift que ya era conocido por el éxito de Los viajes de Gulliver, publicada unos años antes, sorprende al público de su tiempo con un breve ensayo estremecedor titulado Una modesta proposición. En él propone —bajo el tapiz de la ironía y el sarcasmo— que, para acabar con la pobreza, las familias de los campesinos menos pudientes debían vender a los terratenientes ricos a sus hijos e hijas para que les sirvieran de alimento. 

Bajo esta metáfora descarnada se esconde casi trescientos años después un mensaje para la época actual, en una era repleta de políticas bienintencionadas en mayor o menor medida que no han logrado acabar con la pobreza, la exclusión y la marginación. La escuela nació como elemento clave para la alfabetización popular: un intento de catapulta social que procurase nivelar desigualdades y atenuar brechas de partida; pero, con el tiempo, lo que hemos visto es que se ha convertido en un mecanismo reproductor de dichas desigualdades sin que nadie haya podido (o querido) evitarlo. 

Tras la modesta proposición de Swift se enmascara también una alegoría de nuestro tiempo que no ha perdido vigencia: ¿el sistema educativo permite la mezcla social? ¿Favorece la movilidad de clases o perpetúa las diferencias de origen y condición? ¿Es la única solución conformarse con la derrota colectiva de las clases desfavorecidas para permitir que sigan siendo el alimento de las clases adineradas?

La distribución de los mapas escolares ofrece una radiografía perfecta de los ganadores y perdedores de la globalización, bajo el manto de la trampa meritocrática. El viraje hacia los populismos ultraconservadores y la ola reaccionaria se explica como un efecto que retrata que no hay igualdad de oportunidades basada en el mérito, y que, por lo tanto, los vencidos van a ser siempre los mismos en medio del triunfo del consumo de masas, con la apelación a las emociones como principal argumento. En ese marco, siempre pierden los que sirven de manjar a los sectores más adinerados en la cadena capitalista.

Aunque nos intenten convencer de lo contrario, los hijos e hijas de la clase obrera no tienen verdadera libertad para elegir porque parten de una condición debilitada: ubicados, en su mayoría, en centros o distritos escolares de alta complejidad, sus posibilidades de ascenso se ven limitadas por un escalofriante determinismo que los lleva a poco más que a servir de sustento para las élites, si seguimos con la metáfora del ensayo del autor irlandés. Mientras, se construye poco a poco una noción de pueblo distorsionada, en la que la convivencia basada en la diversidad y la cohesión social quedan de lado. Una visión de pueblo, hogar, escuela o nación excluyente donde no caben determinadas diferencias. 

Pero hay proposiciones no tan modestas que han sido analizadas como alternativas a este modelo reproductor de desigualdades. El llamado “efecto compañero”, estudiado por la sociología de la educación como pieza clave en la guetificación de los centros educativos, provoca que el marco definitorio del éxito y el fracaso académico se determine en gran parte por la forma de agrupar a los estudiantes, a pesar de que se haya evidenciado por la ciencia que la mezcla social y la heterogeneidad es beneficiosa para aprender y enriquecernos: todos formamos parte de un pueblo común, de la comunidad, y el aprendizaje desde las diferencias como valor aporta más que las visiones homogeneizantes que esconden distintas fórmulas de discriminación. 

Una especie de populismo educativo matizado con las formas más exacerbadas del individualismo ha nublado la vista de una ciudadanía que asiste a la difuminación definitiva de las clases sociales, también en la escuela

Una especie de populismo educativo matizado con las formas más exacerbadas del individualismo ha nublado la vista de una ciudadanía que asiste a la difuminación definitiva de las clases sociales, también en la escuela. Ante este panorama, la desesperación nos lleva a embarcar al cuerpo docente en misiones casi humanitarias al ser llamados a trabajar en centros de difícil desempeño con escasos recursos, cuando la clave está en la distribución social basada en el principio de equidad, una obligación de los poderes públicos para lograr una verdadera educación de calidad. 

Porque a lo mejor la clave está en discernir quién sirve de alimento a quién, cierto, pero también en un reparto equitativo basado en la capacidad de redistribuir el capital cultural (principal alimento de una sociedad cohesionada) que puede ofrecer la educación reglada a las clases oprimidas. Ese es el sustento en el que debe apoyarse una visión más equilibrada de la escuela: una modesta proposición que no engulla a los que siempre fracasan por su condición personal y que no siga siendo parte de una maquinaria clasificatoria en la que hemos convertido nuestra vida y también nuestros colegios e institutos.

Los tiempos de Jonathan Swift coinciden con los del arranque de la expansión de la sociedad industrial, a la par que fue naciendo la educación formal como un instrumento para la emancipación del individuo. Con el paso de los siglos, observamos atentos cómo este ideario de raigambre ilustrada ha fracasado en su intento, para convertirse en una bola de cristal que vaticina multitud de injusticias que vemos en nuestro día a día, en nuestras calles, municipios, barrios y ciudades. Pero con políticas sociales basadas en la cohesión, la redistribución y la identificación de desequilibrios, podemos reconstruir la institución escolar pública como pilar de nuestra sociedad: el germen de la capacitación personal y colectiva hacia una sociedad menos segregada, más equitativa y más democrática. No se trata solo de una modesta proposición educativa: se trata también de un acto de justicia. 

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Albano de Alonso Paz es profesor de Lengua Castellana y Literatura y miembro del Colectivo DIME de Docentes por la Inclusión y la Mejora Educativa. Divulga sobre educación a través de su blog www.albanoalonso.info

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