Ignacio Ellacuría, teólogo y filósofo de la liberación Juan José Tamayo
La condena de los refugiados
Alguna vez he recordado que la maldición que parece acompañar a quienes se ven obligados a abandonar su hogar porque necesitan refugio, parecería remontarse a la expulsión de Adán y Eva del paraíso, para purgar la pena por desobedecer la norma básica de su creador, probar la fruta del árbol del bien y del mal, y con ello haber dado paso a la libertad de juicio, o lo que es lo mismo, a la condición de ser humano.
Lo más terrible es que semejante prejuicio sobre la condición sospechosa del que huye a la busca de asilo, parece incrementarse hoy, precisamente cuando un número cada vez mayor de seres humanos necesitan de respuestas que les proporcionen ese mínimo imprescindible de protección, basado en un mandato multisecular y transcultural, el que obliga a ofrecer hospitalidad al extranjero. Y ya no sólo por huir de la guerra o de persecuciones por sus creencias o convicciones políticas, o por su pertenencia a grupos estigmatizados (por religión, etnia, opción sexual), sino también como consecuencia de la destrucción de recursos naturales, de la hambruna, del desastre climático: los nuevos desplazados que serán la mayoría antes de diez años. Sucede, pues, que hoy ese mandato civilizatorio, que nos habla de una condición común a todos los seres humanos, de una noción de igual dignidad y un vínculo de solidaridad abierta, está hoy más que nunca en entredicho.
Todo lo anterior tiene reflejo en algunas falacias y mentiras en torno a la condición de refugiados, que se han abierto paso de forma tramposa en el lenguaje común, en el que encontramos en la calle, y también, a mi juicio de forma irresponsable cuando no culpable, por ausencia de visión crítica y voluntad de explicar la complejidad sin recurrir a píldoras simplificadoras, en buena parte de los mensajes que distribuyen los medio de comunicación, que oscilan entre la lágrima de cocodrilo ante la enésima “tragedia en el mar” y el manto de sospecha ante la amenaza de invasión incontrolada que suponen millones de personas que supuestamente están al acecho en nuestras fronteras, esperando la menor oportunidad de “colarse”, para disfrutar de nuestro nivel de vida y nuestros derechos, sin merecerlo, porque no son de aquí. Permítanme que les recuerde dos de ellas.
La falacia básica: dejemos de hablar de refugiados
Quiero llamar la atención sobre una primera falacia, un uso lingüístico absolutamente indebido, por tramposo. Hablamos de millones de refugiados, cuando en sentido estricto refugiados sólo lo son las personas que han conseguido obtener ese estatuto jurídico internacional, después de conseguir presentar una solicitud y de un proceso las más de las veces semejante a un laberinto de incertidumbres –si no de arbitrariedades–, una carrera de obstáculos que parecen destinados a acumular vallas que impidan alcanzar la meta. Por eso propuse hace años que respecto a los refugiados y a los inmigrantes valía la expresión “vayas donde vayas, vallas”.
Todas las estadísticas fiables, las de ACNUR o las de la OIM, nos muestran que son cada vez más los millones de personas que necesitan obtener la protección que no tienen en su hogar –donde les persiguen, donde una vida digna es imposible– y arriesgan sus vidas y las de sus hijos, sus familias, en viajes que son hacia la muerte en muchísimos casos, en los que emplean años de penalidades y violaciones espantosas de derechos, que luego se multiplican en burocracias desesperantes. Y sin embargo, son cada vez menos los que obtienen esa respuesta positiva, esa protección. Lean por ejemplo el informe 2023 de CEAR, o las advertencias de la red ECRE sobre el enésimo empeño de la UE en reiterar las falacias y prejuicios en los instrumentos jurídicos del Pacto europeo de migración y asilo, que he tratado de explicar recientemente. Por eso, deberíamos dejar de hablar de caravanas o barcos de “refugiados”, de naufragios o de muertes de “refugiados”, o incluso de campamentos de “refugiados”, que más parecen campos de concentración, como en las islas griegas, o modernos contenedores humanos, como los barcos para confinar a solicitantes de refugio e inmigrantes irregulares, que han inventado en la civilizada Gran Bretaña de Sunak.
Más valdría que dijéramos sin eufemismos que se trata de impedir que quienes buscan asilo o refugio, o una forma subsidiaria de protección internacional, puedan convertirse en 'refugiados'
Más valdría que dijéramos sin eufemismos que se trata de impedir que quienes buscan asilo o refugio (asylum seekers, como se dice más correctamente en inglés), o una forma subsidiaria de protección internacional, puedan convertirse en refugiados. Lo último, lo inventó Dinamarca y lo ha patentado del Reino Unido: hacer que no puedan ni siquiera plantear su solicitud en nuestra tierra sino enviarlos a otro país, a poder ser lejos y que no cumpla con los más mínimos estándares de derechos humanos, para que se gestione allí esa solicitud. Aunque, a decir verdad, esta ingeniosa medida, que ya intentaron implantar otros gobiernos europeos hace muchos años –junio de 2002, en el Consejo Europeo celebrado en Sevilla siendo Aznar presidente del Gobierno–, tiene una indiscutible patente australiana. Es esa antigua colonia británica la que se adelantó en el alquiler de islas, para confinar en ellas a quienes tuvieran la osadía de querer llegar al paraíso australiano.
La trampa de nuestra hipocresía: el miedo a tomar en serio el coste electoral de la defensa de los derechos de los otros
La segunda tiene que ver con nuestra hipocresía. Salvando la honrosa actitud que ejemplificó la canciller Merkel en la crisis de 2015 y que tuvo un coste político terrible, que dio alas a los extremistas xenófobos, racistas y neonazis de AfD, lo que cala en la opinión pública europea es ese mensaje de discriminación, prejuicio y de claro menosprecio de obligaciones jurídicas elementales que nos impone el Derecho internacional de refugiados., que como ha sido ratificado por todos los Estados europeos, forma parte de nuestro propio Derecho, como el Código civil o la ley hipotecaria. Y en esto es preciso denunciar la indiferencia, si no el miedo de los demócratas europeos a perder votos por ser coherentes con esas obligaciones. La mayoría de los spin doctors, de los más reputados especialistas en el análisis “relista” de previsiones electorales, sentencian sin el menor rubor en tertulias y sesudos análisis que un mensaje de respeto a los derechos humanos de migrantes y refugiados equivale al hundimiento electoral y, por tanto, es un error. Parece que no tenga cabida el mensaje de Atticus Finch: no se emprende esa batalla por el afán o la probabilidad de ganarla, sino porque se debe hacer, so pena de renuncia a nuestras convicciones. “Cosa de idealistas ingenuos o buenistas”, es la respuesta que solemos oir.
Pero no. No es una manía de buenistas. Es una obligación de demócratas, insisto. Subrayo demócratas, porque esto no es un asunto de izquierdas, sino de respeto a los derechos humanos y al Estado de Derecho. Por eso he escrito hasta la saciedad que con esa monserga seudocientífica y “realista” lo que está en riesgo es el naufragio de Europa, por la quiebra de su núcleo fundacional, que es el respeto del Estado de Derecho, del principio de elemental legitimidad que es la prioridad de los derechos humanos, por ejemplo, de la obligación de socorro a quien está en peligro, en lugar de enzarzarse en si se encuentra un centímetro más allá o acá de nuestra SAR o de nuestra frontera. Olvidar esos principios elementales significa legitimar los mensajes de los Orbán, Moraviecki o Salvini y Meloni. Los mensajes que, según han reconocido los líderes más extremistas del ya de suyo extremista Vox, quieren copiar en España. Aceptar esos planteamientos (admitirlos en pactos electorales con ellos) sería una renuncia culpable a poner pie en pared frente a quienes discriminan en el reconocimiento de derechos, algo que hoy ya sólo parece hacer el papa Francisco.
Salvo que dejemos de lado la hipocresía y admitamos de una vez que no son refugiados, porque no queremos refugiados, y que no debemos llamarles así y por tanto debemos dejar de engañar a la opinión pública, porque en realidad no queremos asumir el coste de respetar ese derecho elemental, que pertenece a la mejor tradición civilizatoria de la humanidad.
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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos humanos de la Universitat de València.
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